Parte II
La globalización capitalista y sus traducciones en el agro
5. De cara a la globalización del capitalismo
Capital, tecnociencia y espectáculo: la triple frontera del capitalismo globalizado
El creciente rol del capital financiero a partir de mediados de la década de 1980 y la valorización de los bienes inmateriales gracias a las modernas tecnologías constituyen dinámicas centrales de lo que algunos economistas han denominado “nuevo régimen de acumulación dominado por lo financiero” (Chesnais, 1997, 2003). En el proceso de transición del modelo de acumulación basado en la gran industria (bienes materiales) hacia otro sustentado en el desarrollo del conocimiento tecnocientífico (bienes inmateriales), el capital financiero conoció un nuevo espacio de inversión: las biotecnologías. Friedmann y McMichael (1989), Friedmann (2005) y Pechlaner y Otero (2008 y 2010) enmarcaron el avance de las empresas de este sector en la recomposición del régimen agroalimentario mundial iniciado a mediados de los años setenta, con el proceso de concentración de la producción de alimentos en las grandes corporaciones transnacionales. Estos autores plantean el cambio del régimen mercantilista-industrial (vigente entre 1945 y 1973) por uno mercado-medioambientalista, caracterizado por el aumento de la concentración económica, la polarización geográfica de las desigualdades sociales y la supremacía del marco regulatorio que protege la propiedad intelectual sobre la vida, lo cual renovó la lógica de los enclosures (cercamientos) que presidió el nacimiento del capitalismo.
En este contexto, las acciones de las empresas cuyo activo es el conocimiento y los productos que genera “a futuro” comenzaron a cotizar (1984) en una bolsa “paralela”: la National Association of Securities Dealers Automated Quotation (NASDAQ). Mediante la reforma en el Security Exchange Act, se flexibilizaron las condiciones para la oferta de obligaciones de las firmas en esta bolsa paralela y, así, se establecieron básicamente dos opciones: la posibilidad de realizar ofertas a firmas que obtuvieran beneficios, aunque no tuvieran suficientes activos, y la habilitación de empresas que aún no obtenían beneficios, pero poseían activos netos sustanciales (Coriat y otros, 2003). Además, se modificó la definición de activos, que en adelante incluyó el concepto de “intangibles” (derechos de propiedad intelectual como las patentes, los derechos de autor o las marcas) (Varela, 2005). Al comienzo, las compañías de informática fueron las más cotizadas y, luego, las de biotecnología se sumaron a la cohorte de vedettes de esta economía basada en el conocimiento. Ya sabemos cuál es el final de la historia: aquel “futuro” resultó demasiado incierto, la burbuja bursátil explotó, dejó fuera de juego a tres cuartas partes de los accionistas (los medianos y pequeños) y provocó el desempleo masivo del “cognitariado”.
El inicio del siglo XXI se caracterizó, en consecuencia, por actitudes más realistas sobre las nuevas tecnologías y sus posibilidades productivas y financieras efectivas. La década de 2000 dejó sus huellas tanto en los hombres de negocios como en los de ciencia, quienes, entretanto, profundizaron su conocimiento mutuo. La experiencia compartida, aun con altibajos, mostró lo que cada uno podía esperar del otro: evidenció las debilidades y fortalezas respectivas y, sobre todo, permitió la construcción de campos sociales híbridos, con actores que integraron prácticas y códigos ajenos, y dieron lugar a nuevas subjetividades y expectativas. Así, en ese espacio de interacción se forjaron perfiles socioprofesionales con horizontes renovados: científicos investidos de la lógica empresarial, lanzados a gestionar sus propias firmas biotecnológicas o, la contracara, empresarios agropecuarios que financiarían programas de investigación bajo la dirección de científicos del sistema público.
De un modo general, los años noventa experimentaron la expansión de las políticas públicas que impulsaron el maridaje entre la ciencia y el mercado. La OCDE asumió un papel central como organismo supranacional que vectorizó la ideología neoliberal hacia los Estados nacionales. La revista L’Observateur de l’OCDE se constituyó en un instrumento decisivo de diseminación y disciplinamiento, y desde esta tribuna la hibridación de ambas esferas comenzó a ser una y otra vez evocada y alentada por los exégetas de la sociedad del conocimiento, sin demasiadas interrogaciones acerca de las consecuencias que pudiera tener sobre el funcionamiento de los distintos ámbitos y los aspectos implicados (social, medioambiental, político, etc.).
En el entorno de las empresas biotecnológicas, el rol del Estado fue fundamental como creador del marco regulatorio y como agente dispuesto a financiar iniciativas que el capital privado consideraba demasiado riesgosas. En relación con el primer aspecto, para estimular a los emprendedores hubo que ajustar los derechos de propiedad intelectual, de modo que los activos intangibles pudieran ser valorizados como mercancía (Orsi, 2002, Serfati, 2001). En cuanto al segundo, el Estado, a través de la orientación dada a sus políticas de financiamiento de proyectos innovadores, puso a disposición de los emprendedores el imprescindible capital de riesgo para proyectos muchas veces rayanos en lo irracional. Este flujo financiero, sumado al que se crearía en el sector privado, irrigó de tal forma el campo de las biotecnologías que, pocos años después de comenzado el nuevo siglo, este sector había superado a las compañías “.com” (de informática y comunicaciones) en cuanto a la captación de capitales de riesgo.
Si bien las interpretaciones sobre el rol del capital financiero difieren según el marco teórico (marxista, regulacionista, ortodoxo, etc.), todos concuerdan en que la lógica financiera reconfiguró las reglas del comercio mundial. En el contexto de una discusión con los regulacionistas, el economista Chesnais, de cuño marxista, se interrogaba:
¿Cómo hacer explícita la relación de manera más certera? Quizá diciendo que su arraigo [del régimen de acumulación financiarizado] sistémico completo en un número muy pequeño de países, y quizás en uno solo [Estados Unidos], no le impide estar mundializado en el sentido de que su funcionamiento exige (hasta el punto de ser consustancial a su existencia) un grado muy elevado de liberalización y desregulación, no solamente de las finanzas, sino también de la inversión directa y de los intercambios comerciales. Estas medidas no deben ser impuestas únicamente en los países donde el nuevo régimen de acumulación se ha asentado. Deben imponerse en todos los lugares. De ahí la crucial importancia, no sólo para la implantación del régimen financiarizado sino también para su funcionamiento en los Estados Unidos, del proceso de construcción institucional internacional (Chesnais, 2003: 69).
Las características del negocio semillero sobre la base del conocimiento biotecnológico reflejan la lógica que sintetiza Chesnais: las empresas transnacionales (ET) propietarias de las patentes de las semillas híbridas, transgénicas y moléculas químicas (agroinsumos) son capaces de articular en un mismo dispositivo procesos institucionales internacionales y procedimientos de anclaje locales, y colocan en el mercado productos que reflejan esa capacidad. Por ejemplo, los paquetes tecnológicos comercializados por las ET del agro articulan un rasgo genético novedoso de la semilla con un insumo agroquímico, ambos vendidos por la misma firma. Esta estrategia integró activos tecnológicos claves (semilla GM + moléculas químicas) y el servicio de asesoramiento, lo cual les permitió fidelizar a los consumidores (Bisang y Varela, 2005). Ante esta estrategia, los actores locales (semilleras nacionales, agronomías, comerciantes, etc.) quedaron subordinados y se vieron obligados, como veremos más adelante, a negociar para obtener la distribución de los paquetes.
La dinámica resultante del complejo entramado formado por las start-up, los laboratorios del sector público (universidades e institutos) y las pocas ET indujo a que los dos primeros funcionaran como una suerte de “proveedoras” de conocimientos biotecnológicos patentables, de los que las grandes corporaciones se apropiaban cuando las investigaciones llegaban a cierto estado de madurez (en términos del mercado). Con el apoyo del Estado (reformas normativas que rigen la “vinculación tecnológica” entre el sector público y el privado), se organizó la “externalización” del proceso de I&D, por la cual las empresas se ahorraron una parte de los costos, riesgos y problemas de gestión que el proceso implicaba, parte que fue asumida por los socios menores del negocio biotecnológico, esto es, los actores del sector público (Hernández, 2002).
Con este esquema básico y producto de la expansión de la dinámica de globalización, se tejieron renovadas combinaciones entre todos los sectores implicados. Por un lado, nada obligaba a que los proveedores estuviesen ubicados sólo en el sector público ni que compartiesen un espacio geográfico. Por lo tanto, gracias al desarrollo de la biotecnología en países que ingresaron más tarde en esta actividad y a las nuevas tecnologías informáticas y de la comunicación, las ET establecieron lazos con el sector público y privado de países periféricos. Esto colaboró al desdibujamiento de las fronteras entre bien público y privado, entre producción nacional y extranjera, entre actores locales y globales. Por otro lado, las ET apuntaron a flexibilizar los marcos regulatorios en cada país: liberalizar las instancias de aprobación de patentes, de control y fiscalización de semillas; crear alianzas estratégicas con actores vernáculos de poder; implicarse en instituciones públicas y privadas vinculadas con sus intereses (comisiones nacionales de bioseguridad, consejos de institutos de investigación, maestrías y formaciones profesionales, asociaciones de productores, etc.).
Las dinámicas sociales, económicas y políticas generadas en las nuevas tramas de interacción recompusieron el horizonte de sentido que estructuraba las esferas e instituciones involucradas. En el marco del Estado de bienestar, la ciencia desarrollada en la órbita pública era un bien común y, por eso, la pertenencia a ese sector de los laboratorios de investigación tecnológica actuaba como garante simbólico frente a la ciudadanía, que vinculaba imaginariamente dicho espacio con el cuidado de la sociedad (Badiou, 2009). Esto se advierte cuando los investigadores del sector público aseguran: “No somos Monsanto; nosotros trabajamos para el bien común” (cit. en Amsellem y otros, 2002: 15). Este imaginario fue el predominante hasta hace unos años, cuando la hibridación público-privada comenzó a cuestionarlo. Las denuncias de los movimientos antiOGM (organismo genéticamente modificado) sobre la mercantilización del conocimiento no sólo se centra en las ET sino que también pone el foco en los laboratorios públicos. Así, la eficacia del escudo simbólico de “lo público” comienza a disminuir de modo directamente proporcional al proceso de subsunción de la ciencia a la lógica de mercado. Cuanto más se ve afectada la autonomía intelectual del científico por los intereses económicos de las ET (por ejemplo, cuando expertos designados por instancias de control público para evaluar protocolos son también financiados por las empresas vía programas de vinculación o transferencia entre industria y ciencia, o cuando reconocidos ex investigadores del sector público son contratados como directores de laboratorios de I&D de compañías privadas), menos confianza otorga la ciudadanía a la “neutralidad y objetividad del método científico” como criterio técnico de resolución de controversias (Habermas, 1976, 1984), y más se inclina a posicionar la cuestión en un terreno político.
Diversas iniciativas se pusieron en marcha frente a la privatización de la naturaleza por parte de las ET. Una fue la constitución de asociaciones de productores (Bolivia, Ecuador, Francia, Italia, entre otros) para intercambiar semillas sin la intermediación del mercado (Bonneuil y Thomas, 2009). En contrapartida, las ET apelaron a la vía judicial para hacer valer sus derechos de propiedad sobre las semillas GM. Por otro lado, en la propia comunidad científica las aguas no corren por el mismo cauce: cada tanto, un importante número de científicos convoca a una “moratoria” para detener la investigación en ingeniería genética hasta que se alcance un consenso social sobre el marco normativo que debe guiar la utilización del conocimiento sobre la vida.
Como resultado de estas confrontaciones, se genera una dinámica peligrosamente inestable entre las grandes ET, el capital simbólico del que gozan las entidades públicas de investigación y la pérdida de confianza en el rol del Estado como garante del bien común. El capital simbólico acumulado por la autonomía científica propia del régimen fordista deviene mercancía consumida por las empresas en el actual régimen de acumulación con base en lo financiero y atenta contra la posibilidad de que la ciencia como bien común pueda renovar su prestigio social. La “crisis de confianza” que se verifica en diversos ámbitos (salud, alimentos, medioambiental, etc.) es quizá el epílogo que presenciamos en nuestras sociedades.
El cuadro histórico definido por el conocimiento se complejiza aún más si consideramos una segunda característica del capitalismo contemporáneo: la radicalización de la lógica que Debord (1967) denomi...