La educación de la clase alta argentina
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La educación de la clase alta argentina

Entre la herencia y el mérito

Victoria Gessaghi

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La educación de la clase alta argentina

Entre la herencia y el mérito

Victoria Gessaghi

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El proyecto liberal argentino dotó a la escuela de un papel igualador e integrador, y el siglo XX la hizo garante de un ideal de comunidad y de movilidad social. Esa convicción democrática y plebeya puso a las clases altas ante un desafío: cómo preservar su espacio de distinción. Este libro despliega un relato atrapante acerca de las trayectorias educativas de tres generaciones pertenecientes a "familias tradicionales" y sus estrategias para acumular y reproducir su capital social y simbólico.Con una mirada etnográfica, Victoria Gessaghi nos hace conocer de primera mano detalles y conflictos de esa pertenencia, que se dirimen en los sentidos asignados a la educación y la escolarización, así como en las prácticas concretas de formación. En ese marco, la tarea de institutrices y abuelas es tan decisiva como las acciones de beneficencia en la consolidación de valores y marcas de identidad que la escuela sólo vendrá a reforzar. Al no contar con un circuito de instituciones estatales que afiancen su entramado social e ideológico, la clase alta debió crear sus propios colegios, que antepusieron el espíritu de cuerpo a la excelencia académica. Por eso, no podían faltar los deportes grupales, las competiciones por notas y premios, los Family Days ni los tés solidarios de la asociación de ex alumnos. El siglo XX vio cómo muchos descendientes de la aristocracia ganadera, perdido su lugar de grandes propietarios, usaron la educación superior para convertirse en profesionales y ocupar puestos gerenciales en la producción, los negocios y la política.Resultado de un formidable trabajo de campo que logró acceder a la intimidad de una clase muy celosa de sus secretos, este libro revela aspiraciones, vivencias y resentimientos en la lucha por perpetuar sus privilegios. Las refinadas hipótesis analíticas que propone acerca de sus mecanismos de afirmación y exclusión echan nueva luz sobre el vínculo entre educación, democracia y desigualdades.

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Información

1. El trabajo de formación de la clase alta
¿Qué es la clase alta?
Me preparo para la primera entrevista. ¿Qué me pongo? Intento buscar un atuendo lo más “neutral” posible. Evitar los colores fuertes que llamen la atención. Termino eligiendo unos zapatos chatos, un pantalón negro y un saquito color crema.
Sí, en las etapas iniciales del trabajo de campo solía disfrazarme, en busca de dar la imagen de uno más, calmo, objetivo. Me guiaba por lo que hasta entonces creía saber acerca de los criterios de distinción de estos sectores. Pero esto no hablaba de ellos, sino de mí como sujeto en una posición social específica. A lo largo del trabajo, mis estados en el campo[8] se irían modificando, por suerte.
En la intersección de la avenida del Libertador y la calle Libertad, la luz del día nublado sobre los techos grises irradia un aura parisina que nada tiene de fortuita. Encuentro la dirección que busco: es el departamento con jardín. Toco el timbre y me atiende una mujer; doy por descontado que es una empleada. Hay un señor sentado detrás de un escritorio; su saco tiene impresa la leyenda “seguridad” en amarillo. Se levanta, se acerca a la puerta, abre y no hace preguntas. Sin que me lo pida, le digo a dónde voy.
En el octavo piso, Lorenza Tanoyra Benegas[9] abre la puerta de su casa con una sonrisa reconfortante. En su interior es un departamento blanco, luminoso, con una decoración moderna y agradable. Ventanas y un balcón aterrazado rodean el living y ofrecen una vista hermosa de la avenida y del Río de la Plata. Lorenza propone que nos sentemos en la sala de estar. Sobre la mesa ratona hay una bandeja de plata con tazas para café, algunos libros y pequeñas esculturas. Me deja un rato sola y se va a hablar con su marido. Todavía me da vergüenza mirar mucho, temo parecer indiscreta. El lugar está repleto de obras de arte; en su mayoría, cuadros y esculturas contemporáneas de autores cuyas firmas había visto de cerca sólo en museos. Me extraña, esperaba algo “más clásico”. Ahora contemplo de cerca las plantas que antes veía desde el tren. Hay un árbol de quinotos, unas sillas y una mesa de hierro forjado color verde que se usarán para tomar el té en verano. La biblioteca cubre una de las paredes: abundan los libros de arte y textos de literatura consagrada, canónica. En uno de los estantes está el libro de las estancias que me dará más tarde. También se exhiben fotos de su marido con presidentes argentinos y extranjeros y recortes de diario de su autoría.
Lorenza es una mujer de unos 60 años, alta, delgada, muy agradable. No logro distinguir si está maquillada. Creo que sí. Lleva un pulóver marrón y un pantalón a cuadros escoceses. Usa botas de carpincho. Las cejas perfectamente depiladas, las manos prolijísimas, pero las uñas sin pintar. Eso me recuerda que me comí las mías: intento que no las vea (nueva señal de que me siento fuera de lugar).
Antes de comenzar, aparece Patricio y ella me lo presenta. Son las 15 hs y está vestido con pantalón, saco “Príncipe de Gales” y chaleco. Es un señor mayor. Debe de tener unos 85 años. Le cuesta hablar pero deja ver una lucidez impresionante. Tiende la mano para saludarme. Le digo “Mucho gusto”, y pienso: “¡Qué aparata!”. Lorenza: “Ella es Vicky, la amiga de Laura que se fue a Francia con una beca […] y que trabaja sobre la clase alta”.[10] “Ah, ¡qué interesante!” Ella se ríe y me dice: “Nos está embromando a las dos”. Ambos salen de mi campo de visión y conversan. Lorenza va a la cocina a buscar el café, trae la bandeja de plata. Me sirvo el café y derramo la leche sobre la mesa. ¡Quiero desaparecer! Casi por reflejo, quiero usar la servilleta para limpiar, pero me quedo inmóvil: es de hilo, blanca, impoluta y planchada. No me animo a limpiar con eso. Lorenza ni se inmuta; toda su preocupación es que el café (uno “que trajo Laura de Costa Rica”)[11] no se nos enfríe, aunque eso “no importa, lo calentamos”.
Durante toda la entrevista Lorenza llevó la voz cantante, en ningún momento me planteó si quería hacerle una pregunta. Pude retomar cuestiones de su discurso, pero ella contó de todo sin ceder la palabra. En realidad, quiso saber cómo llegué a interesarme por la clase alta. Le conté cómo habían surgido mis inquietudes, cuando analizaba los sectores medios y bajos en torno a la crisis de 2001. Y en ese momento consideró que había llegado su turno. “Podemos hablar acá porque nadie nos va a interrumpir y después vas a hablar con Patricio también.” Ese tono imperativo dominaría su discurso. “Porque vos estás interesada no sólo en la educación, sino en una movida de ver quién corta el bacalao. Podemos organizar esta semana nuestro primer encuentro y después los otros, porque seguro vas a necesitar más”, me dice, asertiva. Esta postulación unilateral en clave paternalista que ofreció como guía e informante clave me resultaba ideal. Lorenza me adelantó algo que efectivamente ocurriría durante las entrevistas: “Yo te voy a hacer listas y vas a ver que, si los mirás con cara de ‘¡qué interesante!’, ¡te cuentan hasta el color de los calzones!”.
Relaciones en el campo
Al acercarme hoy a las notas de mis encuentros con Lorenza, reconstruyo cómo fue cambiando mi actitud. Mientras todo era nuevo para mí, la torpeza que caracteriza los primeros días en cualquier campo –cuando uno no sabe dónde ponerse ni cómo abordar algunas cuestiones– se mezclaba con la sorpresa que me generaba este terreno en particular. La distancia de nuestras posiciones sociales profundizaba la incomodidad de la fase liminar (Jackson, 2010): ese período inicial en que comenzamos a dejar atrás nuestros mundos familiares y aún no nos hemos integrado de un modo satisfactorio –aunque jamás completamente– en el nuevo entorno.[12] La excesiva preocupación por la vestimenta, por los modales y por evitar decir cosas inadecuadas que delataran la extrañeza que me generaba ese espacio se sumaban al estrés inicial esperable, que en el campo es manejado de maneras a veces poco conscientes. La reflexividad sobre aquello que ocurría en esos primeros contactos permite entender las soluciones culturales que se desarrollan ante la experiencia humana general de no encajar (Davies, 2010). El trabajo de adaptación que siempre realizamos al abordar mundos distantes se traduce en formas concretas específicas cuando la distancia compromete a la posición social. Ese esfuerzo adopta una forma específica –una de las posibles–, pero no es exclusivo del abordaje de los sectores dominantes (Cerletti y Gessaghi, 2012).
En esos primeros encuentros, no podía más que dejarme conducir por los entrevistados, aceptar con poca resistencia lo que imponían, abrumada por nuestras diferencias. Con el tiempo, aprendí de los sujetos y me sentí más segura en mi propia posición, de modo que pude negociar ciertas cosas e imponer otras sin preocuparme por su aceptación; por ejemplo, dejé de disfrazarme. Desde luego, las relaciones se modifican a medida que uno conoce y es conocido por los otros, generando relaciones de confianza. Pasé de una distancia que nunca fue geográfica, sino de extrañeza ante las diferencias en las posiciones sociales, a una distancia no inherente al objeto sino construida para comprender su lógica (Abélès, 2008). Ya no quedé atrapada en ella: empezaba a desentrañar los modos en que los entrevistados la construían como parte de la producción de la distinción social. Ese fue el punto de partida para desentrañar las relaciones sociales que construían las dificultades en el terreno. Como dice Godelier (2008), de esas experiencias nunca se sale indemne, sino transformado.
“El tema es que uno tiene que distanciarse de sus prejuicios –me decía Lorenza, y me aleccionaba–: tiene que mirar eso como quien mira a un marciano. No podés mirarlos ni con admiración ni con resentimiento.” “Como yo vengo de otro medio social, para mí es todo nuevo”, fue mi inexperta respuesta. “Como yo le digo a mi hija: como si estuvieras viendo a un mocoví.” Así aprendí que el terreno puede ponerte nervioso y que necesitaba comprenderlo como conflicto, como una configuración de relaciones intersubjetivas negociadas constantemente, asimétricas y cambiantes. (Por eso la etnografía plantea la necesitad de una permanencia prolongada en el terreno.)
Pero la relación con la clase alta no es distinta de cuando se investigan los sectores subalternos (Cerletti y Gessaghi, 2012). La dominación-subalternidad en el campo es siempre una negociación entre sujetos en posiciones sociales que no se reducen a la de clase. Lógicamente, es imposible borrar la diferencia. Subrayo ese carácter negociado: más allá de la ingenuidad moralizante, suponer que varía según el lugar ocupado en la estructura es imputar pasividad al sujeto-objeto o bien al investigador. Cualquiera de estos abordajes resulta problemático (Abélès, 2008).
Como se verá, según el momento del campo y las personas con las que se interactúe, las posiciones están en pugna. Como explicitaba Lorenza, también algunos sociólogos sostienen que los estudios sobre las élites suelen caer en la “crítica del resentimiento” o en el “enaltecimiento” de los sujetos (Bourdieu y De Saint Martin, 1978, Pinçon y Pinçon-Charlot, 2000). No sé si, al escucharlos, es evitable sentir rechazo, en algunas situaciones, o caer en la celebración, en otras. Creo que el trabajo, entendido como “relaciones en el campo”, implica registrar una experiencia que es necesariamente subjetiva (involucra emociones, sensaciones y afectos). La “reflexividad etnográfica” implica volverlas parte constitutiva de la construcción del conocimiento (Rockwell, 2009 y Stoller, 2009). El respeto, la “diversión” o el rechazo que me generaron distintos sujetos se configuran y se forjan en el orden y en las relaciones sociales: son resultados reales, anticipados, recolectados o imaginados, y por eso aportan claves para decodificar relaciones de poder (Otero Bahamón, 2006).
Por último, en enfoques como este, los entrevistados están interesados en desplegar recursos suficientes como para hacerse escuchar; el desafío consiste en no ser un vocero del grupo o árbitro de sus disputas. Por lo general, los antropólogos se han ocupado de los “otros menos poderosos” y recién comienzan a plantearse cómo representar a las élites que no están en una posición de desventaja en cuanto a los medios de autorrepresentación (Yanagisako, 2002, Pina-Cabral y Pedroso de Lima, 1999). Marcus (1992), por ejemplo, en su análisis sobre las familias dinásticas de los Estados Unidos, les da voz a los miembros marginales dentro de ellas para deconstruir sus historias autorizadas. Sin embargo, Yanagisako (2002) señala que el problema principal es que los relatores de las historias familiares no tienen una autoridad inherente, sino que esta debe serles otorgada. En un texto etnográfico, es ineludible el poder de representación que tiene el antropólogo como escritor y como último árbitro de las diferencias entre las narrativas de los sujetos.
Como ha señalado una serie de estudios sociológicos,[13] los científicos sociales deben incluirse entre los muchos enunciadores que posibilitan la definición durable de los grupos. Mi posición siempre fue bienvenida; nunca recibí una negativa a un pedido de entrevista o para observar alguna situación. Creo que eso se vincula con que estaba ahí para reconocer la existencia de la clase alta y con que que su propio “trabajo de construcción” implica el conocimiento y el reconocimiento por parte de los “otros”. Si bien es inevitable otorgar visibilidad a sujetos situados en una posición que no necesita ser reforzada, mi compromiso es desnaturalizar la diferencia; dejar en claro que es fruto de relaciones históricas y no derivación de alguna índole esencial. En cuanto tal puede ser cuestionada.
Familias “con apellido”
Desde un principio y contrariamente a lo que esperaba, los entrevistados señalan que pertenecer a la clase alta no implica “poseer mucho dinero”. Lorenza me aclara que hay que diferenciar entre este sector y las “clases pudientes”. “Esto pasa en todos lados –me dice–, en Europa hay más tradición”. Los atributos característicos son los mismos que se destacan en el Viejo Mundo: las casas –que ahora son museos o atracción turística–, las residencias en Mar del Plata, las quintas en San Isidro, los casamientos, los clubes y las guías sociales. Y se extiende: “Patricio les dice ‘la aristocracia’; pero vos no les digas así, ‘clase alta’ tampoco: no sé si les va a gustar, es muy fuerte. Yo creo que ‘familias tradicionales’ o ‘grandes familias’ está bien. Patricio también les dice gratin, upper crust, pero yo diría ‘grandes familias’”. Seguiré esa línea en la interacción con los entrevistados, aunque ellos enseguida harán sus propias traducciones: “clase alta”, “nobleza”, “patriciado”, “aristocracia”, “grandes familias” o “familias tradicionales”. (Más tarde descubriré que no son sinónimos, sino que expresan sutiles matices.)
Recapitulemos: la clase alta está integrada por determinados apellidos. Ese es el primer signo distintivo de pertenencia. Pero ¿qué sentidos se condensan en esos patronímicos? En primer lugar, hacen reparos: “La plata marca mucho; pero hay gente que no tiene un mango”, me dice Lorenza. Por ejemplo, “Laura trabaja en la Laica Norte 1,[14] y me dice que sus alumnos son todos high, pero yo le digo: ‘A ver, decime los apellidos’. ‘No, esos son todos armenios, todas familias judías. Los armenios hicieron mucha plata pero no les importa nada, hacen lo que quieren’”.
El apellido remite a quienes participaron en la construcción de nuestro país como nación. Las “grandes familias”, así, se separan de “la aristocracia” y se ligan a “los patricios”. Los sentidos con los que se construye ese mérito[15] han cambiado a lo largo de la historia; pero anticipo que la clase alta siempre se ha visto imposibilitada de construir con buen éxito una casta de nobles cuyos privilegios se sustentan sólo en el nacimiento.
“Tenés que mirar en estos libros”, me dice Lorenza, mientras me acerca a la biblioteca del living y me introduce en una vasta producción bibliográfica que participa de la construcción de las familias tradicionales. Me muestra libros de fotografías de reciente edición; aquí parafraseo los títulos: Estancias de Buenos Aires, Retratistas franceses en Buenos Aires, Los Años Dorados y Vivir en Buenos Aires. Me cuenta que allí voy a encontrar a “los apellidos”, especialmente en el libro de las estancias que me presta para que me lleve. La casa de Patricio es una de las retratadas. En el libro Vivir en Buenos Aires, “ya aparecen los nuevos”, me dice. “Los que compran departamentos en Nueva York o en Miami. Están los que compraron mal. Hay muy pocos que compraron bien, pocos compraron impresionistas. Acá se compró mucha Venus de Milo.”
Los libros que me muestra Lorenza son documentos de la existencia y vigencia de su grupo social. Son recientes, en su mayoría publicados por la editorial Larivière –cuyas fundadoras pertenecen a familias tradicionales–, pero un aire de nostalgia o añoranza por esos “años dorados” sobrevuela a muchos. Uno de los autores, Alberto Dodero, señala que emprendió el
rescate de la memoria visual del país radiante que fue alguna vez la Argentina, una cualidad que los avatares de la historia hicieron que se perdiera. […] Las sucesivas etapas de decadencia y retroceso, de olvido y desdén, han terminado por volver fabulosa esa época del pasado. Cuesta creer que hayamos tenido tanto y tan bueno. Las nuevas generaciones, en el vértigo de un presente de constantes crisis, ignoran casi todo del pasado y nos imponen la responsabilidad de hacerles conocer y apreciar lo mejor de nuestra historia (Dodero y Cros, comps., 2007: 7 [prefacio]).
Así, esta bibliografía justifica reglas y precedentes y, como veremos, contrapone definiciones (Latour, 2008: 53).
De las entrevistas y de la lectura de estos materiales se desprende que el apellido condensa también sentidos asociados a las élites terratenientes de principios del siglo XX. Como señala María Sáenz Quesada en Los Años Dorados, durante las primeras décadas del 1900 la estancia argentina constituía el centro de la vida económica y social del país. Así, construyó su leyenda destinada a perdurar a pesar de sucesos de los años venideros. Según señala la historiadora, los cambios políticos ocurridos con el advenimiento de la sociedad de masas modificaron el lugar que el estanciero ocupaba en la sociedad. Otro factor de relevancia serían las transformaciones en la economía nacional que eclipsaron la prosperidad del mundo rural anterior a la Segunda Guerra Mundial. Pero la leyenda no desapareció, sino que parte de su magia originaria persiste y
suma su atractivo a las actuales ofertas turísticas que proponen visitar, [siquiera] una noche, los míticos establecimientos rurales de nuestra pampa para evocar en ellos el modo de vida de una clase social que alcanzó su cenit en 1910 cuando el futuro parecía asegurado gracias a los productos del suelo (Sáenz Quesada, 2007: 41).
La imagen del estanciero también sufrió cambios, que Roy Hora (2015 [2002]) analiza en detalle. Remito a su excelente estudio para comprender esa representación en su dinamismo y heterogeneidad. Subrayo deliberadamente el auge, en época reciente, de la imagen de la clase alta asociada al campo, a la tierra y a los años de una nación esplendorosa. El desarrollo de la industria del turismo y la Argentina como “marca país” han tenido mucho que ver. Las reconstrucciones históricas en torno de los bicentenarios también. Más allá de esas revalorizaciones coyunturales, hay sentidos históricos, socialmente instalados, que vinculan “al campo” y a sus propietarios con la élite política que construyó una parte decisiva de la Argentina moderna. Sin embargo, producen un olvido de la heterogeneidad misma de ese grupo social y la historicidad de su c...

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