La rosca política
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La rosca política

El oficio de los armadores delante y detrás de escena (o el discreto encanto del toma y daca)

Mariana Gené

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La rosca política

El oficio de los armadores delante y detrás de escena (o el discreto encanto del toma y daca)

Mariana Gené

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En la Argentina, la "rosca política" tiene mala fama: es sinónimo de negociaciones en las sombras y al borde de la legalidad, de un toma y daca que está en las antípodas de las convicciones y el interés general. De un lado, la "política con minúsculas", el barro de las transacciones informales y secretas; del otro, la "política con mayúsculas", la que se enuncia en el lenguaje de los grandes principios de cara a la opinión pública.En un libro atrapante e iluminador, que pone la lupa en el Ministerio del Interior ("el ministerio de la rosca") desde 1983 hasta el presente, Mariana Gené analiza –más allá de la dicotomía entre "inescrupulosos" y "puros"– cómo se ha articulado el trabajo político en la Argentina democrática y cómo se dirime allí, tanto delante como detrás de escena, la construcción diaria de gobernabilidad. A partir de entrevistas en profundidad a primeras y segundas líneas de esa cartera, la autora revela cómo, en coyunturas problemáticas y con resultados dispares, los ministros debieron dialogar con la oposición, con los gobernadores y con los otros poderes del Estado, administrar recursos, controlar las fuerzas de seguridad, organizar el calendario electoral, defender la gestión de gobierno y construir agenda. Mariana Gené muestra cómo es el oficio cotidiano de estos profesionales de la política, cuyo mayor capital es la confianza de los presidentes y sus propias destrezas para no ningunear a sus interlocutores, cumplir los acuerdos y guardar discreción.Así, los "armadores" del Ministerio del Interior son el mirador para entender la política real, la que busca construir estabilidad para sortear las crisis, la que dosifica persuasión y coerción, administrando los conflictos para que la democracia sea viable. Enorme contribución intelectual y sociológica, este libro nos ayuda a pensar la política no solo como el lugar de los valores en abstracto, sino también como el espacio fundamental de articulación de intereses parciales en sociedades complejas.

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Información

Año
2019
ISBN
9789876299657
Parte II
El ministerio en acción desde la vuelta de la democracia
El trabajo político ante la incertidumbre
3. Armadores políticos en la transición democrática (1983-1989)
A fines de 1983, el radicalismo llegó al poder tras ocho años de dictadura. La dimensión histórica del triunfo era potente: no solo se dejaba atrás la última experiencia autoritaria sino que, por primera vez en la historia desde que existía el peronismo, la UCR se había impuesto a su contrincante en elecciones abiertas y sin proscripciones. Ese resultado electoral tomó por sorpresa a muchos peronistas, que consideraban imbatible a su partido, y también a buena parte de los radicales.
Con esa novedad como marco, los años transcurridos entre 1983 y 1989 fueron agitados y contradictorios. Se iniciaron con el clima festivo que acompañó la recuperación de la democracia y concluyeron con la gran crisis que escoltó el final anticipado del gobierno. En este capítulo nos concentramos en el trabajo de los armadores políticos en el Ministerio del Interior durante el primer gobierno posdictatorial, que pasó de la gran ilusión fundante en 1983 a un desenlace desordenado seis años más tarde. El carácter de este período es singular en varios sentidos. El ministerio debía reinventarse, conquistar rutinas democráticas y volver a la “normalidad” tras la excepcionalidad que lo había caracterizado durante la dictadura. Que las fuerzas de seguridad dejaran de ser apéndices del terrorismo de Estado, que las instituciones electorales se reorganizaran, que los vínculos con los gobernadores –ahora electos y no designados por el presidente– encontraran canales y modos legítimos de desarrollo: todo estaba por hacerse, y en gran parte, bajo la égida de este ministerio.
A su manera, también la cartera de Interior expresó el contraste entre la efervescencia y la desilusión que acompañó el primer mandato de la transición democrática. En este capítulo lo mostraremos siguiendo dos gestiones singularmente diferentes: la de Antonio Tróccoli y la de Enrique Nosiglia.
Ministros políticos alfonsinistas: de la primavera democrática a la realpolitik
El camino por el cual Raúl Alfonsín logró sobresalir y diferenciarse dentro de la UCR fue lento pero sostenido. Poco a poco se desmarcó de la impronta conservadora y tradicional que Ricardo Balbín había dejado en las filas radicales y otorgó al partido un contenido más progresista y renovador. Pasó de ser uno de los hombres de confianza del conductor de la UCR desde 1957[51] a constituirse en su mayor opositor interno y en la expresión de la izquierda dentro del partido (Acuña, 1984: 204). Hubo numerosos hitos en ese camino: desde la fundación en 1972 de su fracción interna, el Movimiento de Renovación y Cambio, hasta su actitud decididamente crítica hacia el gobierno de facto. Ante la posición ambigua de Balbín hacia los militares y la violencia empleada en la “guerra contra la subversión”, Alfonsín participó en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) desde su creación en 1975 y criticó con dureza la dictadura y a las dirigencias civiles que la habían apoyado (Persello, 2007: 268 y ss.). Tras la muerte de Balbín, el dominio alfonsinista sobre el partido aumentó, acompañado por cambios discursivos y sucesivas diferenciaciones ideológicas.
Una vez perdida la guerra, que aceleró la caída del régimen militar, no haber apoyado la contienda de Malvinas fue la marca registrada del éxito de Alfonsín, quien pudo mostrarse como alguien distinto del resto de la clase política. En este sentido, el triunfo alfonsinista se cimentó en su capacidad de establecer rupturas con el pasado autoritario, tanto en lo atinente a la violencia ejercida por la dictadura como a las prácticas faccionalistas en los partidos políticos y las organizaciones corporativas (cuya máxima expresión sería el denunciado pacto entre los militares y ciertos políticos y sindicalistas peronistas) (Aboy Carlés, 2001). La fuerte prédica democrática de Alfonsín tuvo la virtud de “limpiar” al radicalismo de sus aportes a la dictadura[52] y a los ciudadanos de su apoyo masivo a la Guerra de Malvinas (Aboy Carlés, 2004).
La democracia se transformó en una gran promesa y también en una gran épica que comportaría enormes expectativas y desafíos. El “entusiasmo democrático” (Smulovitz, 2010) asimilaba este régimen de gobierno al bienestar general, el pluralismo, la libertad y la reversión de todas las injusticias cometidas hasta entonces. Las demandas que pesaban sobre él parecían ilimitadas. La transición había sido sui generis, empujada por el derrumbe del régimen militar tras la derrota en Malvinas antes que por la activa oposición de los partidos o la ciudadanía (Portantiero, 1987). Los frentes abiertos se multiplicaron: el militar, con el compromiso de buscar justicia para los crímenes cometidos; la recuperación y construcción de instituciones democráticas; la herencia económica con la crisis de la deuda en ciernes; la relación tensa con los sindicatos, aliados históricos del PJ y blanco de las críticas del presidente; el vínculo de conflicto y colaboración entre los partidos, que poco a poco se descongelaban. Estos desafíos, que el gobierno en su conjunto debió afrontar durante la restauración democrática, afectaron diferencialmente al ministerio político, que funcionó como mediador en sus distintas negociaciones.
La vuelta de la democracia y el ideario radical renovado: la gestión de Antonio Tróccoli
Nosotros hemos heredado una situación compleja, una crisis muy grave, en donde tenemos que reconstruirlo todo. Hasta los hábitos democráticos que, de alguna manera, habían sido deformados después de un largo período de autoritarismo. […] De modo que nosotros hemos tenido que admitir esta transición entre el gobierno autoritario y el democrático. Este tránsito siempre es traumático, siempre genera fricciones porque, obviamente, de la opresión a la libertad hay manifestaciones que se exceden, que creen que todo esto se puede resolver en un día, que las libertades no tienen límites. De manera que a esta administración le ha costado trabajo. Habremos cometido errores porque somos hombres de carne y hueso que venimos de la calle. No tenemos oficio para gobernar, hemos estado cuarenta años demandando, reclamando el régimen democrático, y estamos en eso…[53]
En todos los frentes tenemos planteada la pelea entre lo viejo y lo nuevo; están los hábitos del autoritarismo y del corporativismo en todos los escenarios, tanto en los civiles como en los militares.[54]
La cartera política no fue ocupada por alguien del riñón presidencial durante esta primera etapa de gobierno. Por el contrario, Alfonsín eligió a uno de los principales referentes del balbinismo: Antonio Tróccoli. Este abogado y dirigente histórico del partido, nacido en 1925, tenía una extensa carrera política y múltiples cargos partidarios en el marco de la tradicional Línea Nacional. Afiliado al radicalismo desde los 18 años, había sido dos veces diputado (1963-1966, 1973-1976) y su adhesión ferviente al ideario radical lo había llevado incluso a llamar Arturo Hipólito a su séptimo hijo en honor a los presidentes radicales Arturo Illia e Hipólito Yrigoyen.[55] El Gabinete inicial de Alfonsín estaba integrado solo por radicales y en él predominaban sus colaboradores leales de antaño y exfuncionarios del gobierno de Illia: Bernardo Grinspun (Economía), Carlos Alconada Aramburú (Educación y Justicia), Conrado Storani (secretario de Energía), Roque Carranza (Obras Públicas), Raúl Borrás (Defensa), Germán López (Secretaría General de la Presidencia), Enrique García Vázquez (Banco Central) son apenas algunos ejemplos.
Sin embargo, sin ser de su confianza personal e incluso teniendo diferencias importantes con el primer mandatario,[56] la designación de Tróccoli contribuyó a cerrar filas en el partido y aportó pericias importantes a la cartera: su larga experiencia partidaria y su paso por el Congreso lo habían convertido en un hábil negociador, además de permitirle conocer a múltiples dirigentes radicales y peronistas. Para la mayoría de sus interlocutores, el ministro resultaba accesible y confiable. En este sentido, no solo los radicales lo valoraban; muchos de los peronistas entrevistados lo recuerdan con respeto y algo de cariño. Por lo demás, a su amplio conocimiento del mundo político se sumaba su formación en economía, relevante en una cartera que tenía a su cargo las relaciones con las provincias, indisociablemente económicas y políticas.
Paradójicamente, antes del advenimiento de la democracia este dirigente había expresado diferencias importantes con Alfonsín en un tema central para la transición: los derechos humanos. Tróccoli era –al igual que el candidato peronista a la presidencia, Ítalo Luder– uno de los muchos políticos argentinos proclives a aceptar la autoamnistía de los militares. Si Alfonsín fue uno de los pocos que se opusieron a rajatabla a esa alternativa, su futuro ministro político se ubicó entre quienes proponían que los militares “resolvieran” la cuestión de los desaparecidos proveyendo la información necesaria según su propio criterio: en julio de 1982 les pidió a las Fuerzas Armadas “una razonable explicación” que a su entender bastaría para “realizar el cierre, el epílogo final de aquella guerra sucia que fue la de la subversión” (Siete Días, citado en Ferrari y Herrera, 1987: 236). En ese contexto llamó a “no hacer una revisión política de los problemas ocurridos porque en definitiva todos somos responsables del estado en que se encuentra la Argentina y no podemos entretenernos en un juicio de responsabilidades políticas para ver quién tiene más culpa, si las Fuerzas Armadas o los partidos políticos o determinado sector económico”, y expresó su negativa a judicializar esos acontecimientos aduciendo: “creo que esto es trabajo para el historiador” (Siete Días, citado en Ferrari y Herrera, 1987: 236).[57]
Sin embargo, la cuestión del juzgamiento de las violaciones a los derechos humanos quedó bajo la égida del Ministerio del Interior en esos primeros años de gobierno. Pese a sus posiciones iniciales, Tróccoli fue uno de los principales voceros presidenciales sobre este tema y un nexo fundamental con la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep). Ya desde la campaña electoral, Alfonsín había sostenido la doctrina de los “tres niveles de responsabilidad”, que distinguía entre “los que habían dado las órdenes, los que las habían cumplido en un clima de horror y coerción, [y] los que se habían excedido en el cumplimiento” (Alfonsín, 2004: 35). A partir de un diagnóstico que señalaba que muchos uniformados habían participado en la represión ilegal y que no podía juzgarse a todos sin poner en peligro el orden institucional, la solución elegida era intermedia: castigar solo a los responsables ideológicos que habían planificado la tortura y la desaparición, es decir, a las cúpulas responsables, y a quienes se habían excedido en la ejecución de crímenes aberrantes (Novaro, 2006: 157). Pero esta delimitación entrañaba distintos dilemas. ¿Cómo distinguir entre quienes habían obedecido órdenes y quienes se habían excedido en su ejecución? ¿Cómo justificar que se juzgara a los “represores paradigmáticos” y no a otros engranajes fundamentales de la represión, aunque menos conocidos?
El conflicto para definir ese límite fue in crescendo durante los primeros años de gobierno de Alfonsín y se volvió muy difícil de controlar. Los movimientos de derechos humanos se manifestaron contra esa decisión y el propio radicalismo se mostró escindido: los radicales más tradicionales que acompañaban a Alfonsín compartían la idea de que los juicios debían limitarse, mientras que el ala más progresista del Movimiento de Renovación y Cambio, y en particular la Junta Coordinadora Nacional, buscaba ampliarlos más allá de los márgenes establecidos (Novaro, 2006: 157). El ministro del Interior elegido por el presidente funcionó como contrapeso de las posiciones más reivindicativas: era alguien que coincidía con el primer grupo y que incluso había tenido que recorrer un largo camino para ajustar su discurso a los nuevos vientos de la democracia.
El derrotero del juzgamiento de los militares tuvo diversas etapas y concentró gran parte de las energías del gobierno en los primeros años de la transición.[58] Durante el primer y segundo año se iniciaron los procesos judiciales a las juntas militares y la Conadep realizó su investigación, que culminó en la histórica publicación del Nunca más y una emisión televisiva de sus resultados.[59] Esa emisión generaba resquemor en el gobierno por el malestar que causaría en las Fuerzas Armadas y las reacciones que podría desatar. Sin embargo, ante el intento de suspenderla, el escritor Ernesto Sábato, que presidía la Comisión, amenazó con renunciar, y se acordó finalmente que el programa fuera emitido enmarcado por dos alocuciones del ministro del Interior al inicio y al cierre (Feld, 2002).
En ellas Tróccoli desempeñó el rol de intérprete oficial y trazador de límites: condenó el terrorismo de Estado pero también la violencia de la subversión, y enunció lo que más tarde se conocería como “teoría de los dos demonios” (Crenzel, 2008).[60] Por un lado, calificó de “patriótica” la tarea de la Conadep; por el otro, advirtió que su relato no abarcaba la historia completa de la violencia: “La otra cara se inició cuando recaló en las playas argentinas la irrupción de la subversión y el terrorismo alimentado desde lejanas fronteras”; su proyecto, “basado en el terror con una profunda vocación mesiánica […] terminó desatando una orgía de sangre y de muerte” (Tróccoli, 1984, extracto de su presentación televisiva citado en Crenzel, 2008). En su exposición retomó el discurso castrense que identificaba a la subversión como extraña y externa a la sociedad argentina, pero criticó la metodología aberrante utilizada por las Fuerzas Armadas equiparándola en ese plano a los grupos subversivos (Crenzel, 2008: 2). Los juicios a los militares y las amenazas de un nuevo golpe de Estado estaban íntimamente anudados, y el gobierno procuraba avanzar con cautela en ese escenario.
El ministro del Interior tuvo que mediar en esa tensa disputa y fue el encargado de transmitir la voz oficial en un terreno minado, con actores fuertes que presionaban para obtener distintas decisiones. Otro tanto ocurrió con la sanción de la denominada “Ley de Punto Final” en diciembre de 1986 y el efecto inverso al buscado que suscitó, al desbordar los límites planeados por el gobierno y multiplicar las citaciones y procesamientos judiciales de agentes militares.[61] Igualmente tensa resultaría su intervención en los restantes mojones de ese camino: el levantamiento militar de Semana Santa en 1987, la posterior negociación del gobierno con los militares rebeldes que dio por resultado la sanción de la Ley de Obediencia Debida y los posteriores amotinamientos militares (Pucciarelli, 2006).
También en relación con ese pasado autoritario, el ministerio concentró una parte importante de su actividad en el manejo de las fuerzas de seguridad. La policía fue, junto con la relación con las provincias, su área de intervención primordial. El desafío de tener una fuerza policial democrática signó su gestión, que comprendió avances, retrocesos y tanteos constantes. En mayo de 1984 Tróccoli reconoció el descrédito que arrastraba la policía, sin duda comprometida con el terrorismo de Estado, y admitió la complejidad del proceso para purgarla:
Todos los órganos de seguridad respondieron a una forma y a un estilo. El común denominador fue la estrategia represiva acompañada de subestimación y gran desprecio por la dignidad humana, de manera que no es imposible que esas características también las hayan tenido las policías de todas las provincias e inclusive la Federal (Tróccoli, entrevista con Symns y González, El Porteño, 5/1984: 10).
El reto se replicaba en los servicios de inteligencia, de pronto llamados a redefinir y “democratizar” sus tareas:
Hay una cosa muy difícil, que es la eficacia y la sincronización de los servicios de inteligencia. Antes esos servicios estaban para espiar o para determinar qué hacía o pensaba la gente en el campo político. Sacarlos de eso y ponerlos a detectar los actos de delincuencia, tanto común como política, es una tarea que nos va a llevar tiempo. Armar un servicio de inteligencia para la democracia no es trabajo ni de un día ni de un año (Tróccoli, entrevista con Mendelevich, La Razón, 6/1/1985: 10-11).
Con las fuerzas de seguridad en lenta transición, el Ministerio del Interior debió enfrentar nuevos delitos, como los secuestros extorsivos –en los que muchas veces participaban agentes activos o retirados de las propias fuerzas, así como exmiembros de grupos guerrilleros–[62] y la penetración incipiente del narcotráfico, y también tuvo que dirigir la investigación y represión de actividades “terroristas” o de grupos de tareas remanentes de la dictadura (desde las bombas en locales radicales hasta el atentado al avión en que debía viajar Isabel Perón, desde los destrozos en nombre de Montoneros ante la llegada de Rockefeller al país hasta la profanación de los restos de Peró...

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