Cómo crear un ser humano
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Cómo crear un ser humano

Philip Ball

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Cómo crear un ser humano

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A todos nos han contado esa historia de que "papá pone una semillita en mamá…" y todos sabemos cómo termina: con un bebé. Sin embargo, ¿sabríamos decir realmente cómo un óvulo fecundado se convierte en un ser humano? La respuesta de la ciencia resulta incluso más asombrosa que el famoso relato.Philip Ball explica de una manera fascinante cómo se crea, efectivamente, la vida. Y, además, cómo la ciencia es hoy capaz de reproducirla en un laboratorio. Nos introduce en los últimos avances científicos que ya evitan ciertas enfermedades congénitas, ofrecen múltiples opciones de reproducción asistida, revelan nuestro linaje genético… y tantas cosas más.Tan irresistible es escudriñar la realidad a la escala microscópica del ADN como abstraernos en reflexiones filosóficas. Cómo crear un ser humano no es una mera discusión científica, sino que adquiere implicaciones morales y sociales, y nos lleva incluso a cuestionar nuestro sentido de la identidad: ¿qué significa ser humano?

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Información

Editorial
Turner
Año
2020
ISBN
9788417866853
vii
¿PROGENIE ABOMINABLE?
El futuro de la creación de seres humanos
Las conversaciones sobre cómo crear un ser humano surgen a menudo en Villa Diodati, a orillas del lago de Ginebra, en el verano “húmedo y desapacible” de 1816, donde la adolescente Mary Godwin intenta conciliar el sueño. Algunos días antes, lord Byron, el glamuroso soberano de esa selecta camarilla de románticos, había propuesto que cada uno escribiera una historia de fantasmas. Y cada día que pasaba, los amigos de Mary le insistían: “¿Has pensado ya la tuya?”.
En esa fatídica noche, el amante de Byron y Mary, Percy Bysshe Shelley, había discutido sobre “la naturaleza del principio de la vida, y si había alguna probabilidad de que alguna vez fuera descubierta y comunicada”. Quizá, reflexionaron, “podría reanimarse un cadáver”.1
Cayó la noche; Mary se retiró a la cama, pero no pudo dormir. Y entonces se le ocurrió:
Vi –con los ojos cerrados pero una visión mental aguda–, vi al pálido estudiante de artes no consagradas arrodillado junto a lo que había creado. Vi el espantoso fantasma de un hombre tendido y, después, por el funcionamiento de algún poderoso motor, mostró signos de vida y se agitó con un movimiento inquieto y medio vital.2
Este texto, extraído de la introducción que Mary –ahora Shelley y viuda durante casi una década– escribió para la edición revisada de 1831 de Frankenstein, es tan bueno como el relato que dio en el propio libro de cómo Frankenstein creó su monstruo. “Duerme –continúa describiendo su visión nocturna–, pero está despierto; abre los ojos; he aquí que la cosa horrible está de pie junto a su cama, abre sus cortinas y lo mira con ojos amarillos, llorosos pero especulativos”.3
La moraleja de esta historia, sin duda, era clara: “Supremamente aterrador sería el efecto de cualquier esfuerzo humano por burlarse del increíble mecanismo del Creador del mundo”.4 Frankenstein mostraba qué sucedería cuando el hombre intentara jugar a ser Dios.
Así es como se suele interpretar el extraordinario libro de Mary Shelley en la actualidad y, si bien pocas personas entienden ahora la acusación de “jugar a ser Dios” como una impiedad genuina, sirve como advertencia contra la arrogancia científica que se asocia a los intentos de manipular la vida, y tal vez incluso de crearla.
Pero lo más revelador de esta narrativa es que es la sociedad, no Shelley, quien la ha impuesto a Frankenstein. Quizá os preguntéis por qué afirmo eso, si la propia autora declaró que ese es el mensaje del libro. Pero hay buenas razones para pensar que la introducción de Shelley en 1831 fue moldeada por la forma en que la sociedad quería leer su historia, publicada por primera vez de forma anónima en 1818. En la versión anterior había menos referencias a Víctor Frankenstein tentando o desafiando a Dios a través de su sombrío trabajo, y ninguna de las críticas originales remarcaba ese concepto. De hecho, Percy Shelley parece mucho más cercano a esa idea en una reseña del libro (que ayudó a dar forma y a editar) que escribió en 1817, publicada póstumamente en The Athenaeum en 1832: “La moral directa del libro consiste en lo siguiente: […] Trata a una persona como si estuviera enferma y se volverá malvada”.56Lo cierto es que Frankenstein no tiene una moraleja que pueda resumirse en una frase, pero si nos viéramos obligados a elegir un tema, sería este: debemos asumir la responsabilidad de lo que produzcamos. De la vida que produzcamos.
Sin embargo, en 1831, la interpretación faustiana de Frankenstein se había establecido firmemente en el imaginario colectivo, sobre todo porque muchas personas se habían acercado a la historia a través de las adaptaciones escénicas simplistas y enormemente populares que comenzaron a aparecer a mediados de la década de 1820. Mary Shelley, que ahora tenía que manejar una imagen pública (su sustento dependía de ello), y quizá también afectada por el conservadurismo que, por desgracia, suele llegar con la edad, respondió alineando su texto con la opinión general. También es posible que quisiera distanciarse de las opiniones del antiguo médico de su esposo, William Lawrence, quien había sido condenado por el Royal College of Surgeons por sus opiniones materialistas de la vida; dijo que era “simple materia” y que no requería un alma misteriosa que la animara. La influencia de las ideas de Lawrence se puede percibir en el texto de 1818; pero su libro Lectures on Physiology, Zoology and the Natural History of Man [Conferencias sobre Fisiología, Zoología y la Historia Natural del Hombre], publicado un año después, fue ferozmente atacado y acusado de irreligioso e inmoral. Los cambios que Mary Shelley llevó a cabo en la edición de 1831, convirtiendo a Víctor Frankenstein en alguien más religioso y reduciendo su formación científica, fueron, en opinión de la crítica literaria Marilyn Butler, “actos de control de daños”.7
La idea de que Frankenstein es el texto fundamental de advertencia contra la arrogancia científica es, en gran medida, una visión del siglo xx. Esto no significa que “entendiéramos mal” Frankenstein, o al menos, no simplemente eso. Significa más bien que necesitábamos una historia admonitoria para lidiar con nuestras confusiones y ansiedades sobre la vida y sobre cómo crearla y cambiarla, y Frankenstein tiene una interpretación posible que se ajusta a ese objetivo.
La moraleja faustiana sobre el alcance de la ciencia podría aplicarse y, de hecho, se ha aplicado, a cualquier tecnología, desde la energía nuclear hasta internet. Sin embargo, Frankenstein es pura carne; eso es lo que hizo que fuese tan repugnante para algunos de sus primeros lectores. La criatura se crea a partir de la carne de forma indebida; carne hecha monstruo, carne fuera de lugar. La crítica de la Edinburgh Magazine en 1818 suplicó al autor y a “sus” secuaces que “estudiaran el orden establecido de la naturaleza tal como aparece, tanto en el mundo de la materia como en el de la mente, en lugar de seguir rebelando nuestros sentimientos con innovaciones peligrosas en cualquiera de esos ámbitos”.8
La novela de Shelley mostraba tejidos humanos con nuevas formas, ensamblados en una complexión de “gigantesca estatura”. Es precisamente esta visión perturbadora la que vemos revitalizada, por así decirlo, con el advenimiento del cultivo de tejidos, con sus historias de crecimiento incontrolado de materia humana, de cerebros en frascos y de órganos mantenidos vivos gracias a sangre controlada por bombas y válvulas, de bebés químicos criados en tanques.
Estos son los alcances externos de nuestra capacidad recién descubierta para crear y transformar células y tejidos. A veces suenan a eso que ahora se invoca comúnmente como “ciencia frankensteiniana”. Pero testifican a favor de la visión materialista de William Lawrence sobre la materia viva, pues implican que el organismo es de hecho una colaboración de estructuras fisiológicas, un “gran sistema de organización” sin necesidad de alma o espíritu intangible. Todavía no sabemos hasta qué punto pueden probarse y extenderse los límites de esa “organización”, y tampoco estamos muy seguros de dónde se ubican los conceptos de humanidad y ser en ese espacio de posibilidades. Pero estamos en ello. Al hacerlo, no estamos jugando a ser Dios; este dicho se disuelve al indagar en él (tanto desde la teología como desde la lógica) en una vaga expresión de inquietud y aversión. Sin embargo, nunca tenemos que perder de vista el deber de cuidarnos –a nosotros mismos, a nuestras creaciones y a la sociedad– que Víctor Frankenstein tan lamentablemente desatendió.
Coser o juntar tejidos y órganos parece una forma extraña, torpe e improbable de crear un ser humano. Para William Lawrence, la vida estaba íntimamente ligada al cuerpo animal intacto y completo. Sin em...

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