La estética del Renacimiento
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La estética del Renacimiento

  1. 317 páginas
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La estética del Renacimiento

Descripción del libro

En los dos siglos y medio en los que, más o menos y siempre convencionalmente, se ha establecido la duración del Renacimiento en Italia, se acaban en cualquier caso fijando los nuevos caracteres que determinan ese aspecto y esa forma que fueron característicos de los siglos posteriores y que, ampliándose por encima de sus límites, conservan y, a veces, adquieren vitalidad autónoma. Los aspectos estéticos de este período no pueden relegarse solamente al análisis de tratados filosóficos ampliados a la teoría artística, sino que tienen que ser estudiados a través de programas de diferente tipo que van desde la exploración de las tierras desconocidas a la corrección y enmienda de los textos de los autores griegos y latinos, y hasta de los políticos, con frecuencia tan diferentes de aquellos hombres que hicieron de aquel período algo tan importante. Las problemáticas ético-políticas, el interés por lo desconocido, el estudio de los cielos, la traducción de algunos aspectos filosóficos en las formas del 'vivir civil', modelos de comportamiento y hasta en las cuestiones de costumbres, como las predicaciones herméticas y platonizantes, explicitan los cambios de gusto y los climas de un período excesivamente estratificado.

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Información

Año
2015
ISBN del libro electrónico
9788491140474
Edición
1
Categoría
Arte

Segunda parte Senderos estéticos del Renacimiento

V Estéticas antiguas y estéticas nuevas: las ruinas y el paisaje

Vuelan los años, los meses y las horas, un poco muere, si cabe, cada cosa…
Antonio Alamanni
«Por encima del interés arqueológico y más allá de los sentimientos de solemne patriotismo, las ruinas tuvieron también la fuerza de suscitar, tanto en Roma como fuera de Roma, manifestaciones de carácter elegíaco y sentimental»1.Las observaciones de Burckhardt, en las que quizá resuene la frase de Chateaubriand, «todos los hombres tienen una secreta atracción por las ruinas» (Genie du Christianisme, 1802), captan perfectamente la estrecha relación entre el modelo moral que ofrece la antigüedad y el pasional hálito que en el Renacimiento se desprendía de cuanto había sido, que ya no era y que jamás iba a volver a serlo. Este interés por lo antiguo, presente ya en autores clásicos como Virgilio, Ovidio, Horacio Lucano, continúa en el Versus de Roma de Hilde-berto de Lavardin (1056-1113), obispo de Le Mans y luego de Tours. El canto 36 de Hildeberto recoge en esencia lo que más tarde, con diferente valoración, encararán y celebrarán humanistas, poetas y artistas. La referencia a la grandeza de la ciudad eterna –«Roma quanta fut ipsa ruina docet»– señalará un complejo itinerario encaminado a definir no sólo los aspectos fabulosos de la antigüedad, sino también los descubrimientos arqueológicos reales, la medida de las ruinas. En un trozo no olvidado, Eugenio Garin, a propósito de los versos del Obispo, pone de relieve que «los hombres, ante las ruinas cuya tristeza sienten, crean una nueva belleza no indigna de la antigua»2. Belleza que, sin embargo, por las contraposiciones entre poder mundano y reino espiritual «tunc urbes, nunc mea regna polus», es bastante diferente de la veneración humanista por las ruinas. Petrarca y Boccaccio, precursores, pero todavía ligados a esta lamentación elegíaca, escriben páginas inmortales. El primero en la célebre carta de marzo de 1337 dirigida al cardenal Giovanni Colonna, celebra la grandeza de las ruinas: «Roma es más grande de cuanto yo pensaba y mayores son también sus reliquias»3. El segundo, en una de sus cartas describe la belleza de Baia: «Aquí, junto a Baia, hay edificios grandísimos y maravillosos de Gaio Mario, de Julio César, de Pompeyo el Grande y de muchos otros que, todavía hoy, están en pie»4. Pero será en el Quattrocento cuando las ruinas alcancen otro significado, tanto para quien las admira como para quien las estudia, como Donatello y Brunelleschi que, al llegar a Roma, «a la vista del tamaño de los edificios y la perfección de los volúmenes de aquellos tiempos, estaba tan abstraído que parecía fuerade sí»5. La descripción de Vasari, a unos dos siglos de distancia de las cartas de los humanistas, señala con lucidez la aparente locura en la apreciación de las ruinas y restos de la antigüedad de Roma. El término «abstraído» indica, a partir de Enrique de Blois, obispo de Winchester, hermano del rey inglés Enrique II, que deambulaba, con la gravedad de un filósofo de la antigüedad, sin afeitar, entre las ruinas de Roma entre 1143 y 11506, la absoluta confusión con la que se contemplan por primera vez los restos de la antigüedad.
Este estupor seduce a quien admira los restos de una ciudad que se asimilan a las partes del cuerpo de un gigante derrotado y que, tras exhalar el último suspiro, está ya empezando a corromperse. Le corresponde a Poggio Bracciolini, en su De varietate fortunae, la primera y prestigiosa descripción de las ruinas de Roma del Quattrocento, vistas desde la Roca Tarpeia, desde donde relaciona los restos de la antigüedad con la «crueldad» de la fortuna. De su escrito, rezuma un melancólico lamento por aquella Roma antigua ahora «desierta» que, en su tiempo, «nudata, prostrata, jacet instar gigantei cadaveres corrupti»7. Es precisamente la crueldad de la fortuna la que cambia y destruye la primigenia belleza de la ciudad8. Perdida la belleza, Roma, para Poggio, no es más que un gigantesco cadáver putrefacto y corrupto, una ciudad desprovista de su majestad («majestas sua expoliata») y reducida a la más vil de las servidumbres («addictam vilissimaes servituti»). El lamento de Bracciolini, por encima de las conside-raciones de Petrarca y de Boccaccio, unía la decadencia de la belleza áulica con la descomposición del imperio, proyectando una indisoluble unidad entre belleza y orden político sobre el que se había ensañado la fortuna9. El uso de la metáfora giganteus cadaver corruptus evidencia, de algún modo, un nuevo parámetro para el Quattrocento que lleva inevitablemente, como resulta evidente en otras cartas del mismo Poggio, a la aproximación de polos opuestos que proponen al lector la dicotomía que ha tenido lugar entre el antes y el después. Las secuencias narrativas de Poggio, la evocación de los edificios de la ciudad («templa, porticus, thermas, theatra, acquaeductus, portus manufactus, palatia»)10, constituyen, más que un índice útil, adecuado para la localización de las mismas arquitecturas, una imagen simbólica de un ‘bosque de piedra’ semiderruido en el que los peregrinos se pierden y se reencuentran.
Vestidos de peregrinos, viajeros, humanistas, papas, visitan, solos o acompañados, las ruinas. Tanto si se va a verlas personalmente, como hace Poggio con su amigo Antonio Loschi o el mismo Pío II Piccolomini, como cuando son protagonistas de una ficción literaria como Polífilo, héroe de la Hypnerotomachia. Naturalmente, «ver» estas ruinas comporta ulteriores novedades para la ‘mirada’ que se les dirige, por la diferente disposición del punto de vista, una «vista» desde arriba o desde abajo, que se configura en «revelación» tras un recorrido laberíntico de medieval recuerdo.
Poggio, con las alocuciones conscindere collem y descendere ex equis, delinea con toda claridad aquel ansia trepidante que le lleva, junto a Loschi, a considerar las ruinas de Roma comparables, por los mismos caprichos de la fortuna, a las de Car-tago. El carácter trágico de la contemplación desde arriba, recuérdese el modelo de Petrarca en su ascensión al Mont Ventoux o Monte Ventoso11, comporta una pausa de meditación moral al final de un laico peregrinaje a través del cual se ve, con otros ojos, lo que uno se había propuesto contemplar con el alma puesta en recuerdos lejanos12. El «admirari alta montium» de Petrarca se amplia en el «conscendere […] admirantes animo» el «Capitolum collem».
A la ascensión se contrapone el descenso desde la colina del Opio y el arañar la tierra, una especie de macabra profanación de los recovecos subterráneos del Esquilino, es decir, la Domus Aurea de Nerón: «Hay cavernas grutas en ruinas / Completamente decoradas con estucos, otras incoloras / […] Están tumbados con buena provisión de atún, pan, jamón, fruta y vino / más que extraños resultan divertidos»13.
En el interior de las grutas varía la manera de mirar lo antiguo, embellecido ahora por la luz de las antorchas que alumbran colores de oro brillante14. Celebradas por Pomponio Leto, por el joven Aretino, por Daniel Barbaro y por infinidad de humanistas, artistas y viajeros describen las «picturae somnium» que representan, como observa Chastel, una cate-goría artística detras de la cual «se esconde un indefinible juego de oscilaciones y simetrías, un principio de irregularidad cósmica, de ‘libertinaje’»15. Precisamente en este principio de irregularidad se basan los juicios de los tratadistas de la Reforma que, como Paleotti condenan su carácter demoníaco. Otro apreciado aspecto de las ruinas es el de la belleza que se revela emergiendo de entre hierbas amontonadas, zarzas y flores silvestres, de las que hace un magistral descripción Pío II Piccolomini cuando describe los restos de la villa de Tívoli, que sigue proponiendo como modelo de la «cambiante naturaleza de las cosas mortales»16. La vetustas deformatione rápidamente se convertirá en el articulado e insólto lenguaje de lo antiguo de la Hypnerotomachia Poliphili, donde sólo la asonancia, la evocación, la «chatarra» lingüística dan al lector, junto con las imágenes que acompañan al texto, el placer de la evocación de lo antiguo17. Las «hipnóticas» listas del material de la antigüedad, mezcladas con los «aromas verbales» que perfuman los bosques en los que florecen «citisos, carrizos, cerintas, panaceas almizcladas, floridos ranúnculos, hierbas de ciervo y rudas» cierran el Quattrocento con la presentación de cascadas, abismos y grutas, abriendo de par en par elsiglo siguiente a otros precipicios evocativos a través del uso del adjetivo «sagrado», como puede leerse en el soneto anónimo de 1547, atribuido a Baltasar Castiglione: «Soberbias colinas, y vosotras sagradas ruinas / que de Roma sólo os queda el nombre».
El género literario, la investigación filológica, las medidas de lo antiguo se transfieren al arte figurativo. El «ruinismo» invade los nacimientos, pero no como participación de lo bello ya caduco, sino como el triunfo de la cristiandad sobre el paganismo, de acuerdo con la explícita y fantasiosa mención de Giovanni Rucellai, que señala el Templum Pacis como un «templo de ídolos y del que los Romanos decían que tenía que durar hasta que una virgen pariera y que, precisamente, se cayó, convirtiéndose en ruinas la misma noche que nació N.S. Jesucristo»18. La imagen de la caída del templo, anteriormente difundida en una glosa a los Mirabilia, puesta en relación con la dorada estatua de Rómulo, del Romuliano palatio, donde estaban los dos templos de la Piedad y de la Concordia, se menciona en la Leyenda Áurea de Jacopo da Varazze que contribuyó a su difusión tanto en el ámbito literario como en el figurativo. La moda del ruinismo se difundió en los diferentes niveles de la cultura figurativa, entrelazándose con el triunfo de las nuevas sagas de héroes, como por ejemplo, los Este de Ferrara (Ferrara, Schifanoia), los santos mártires (Mantegna, San Sebastián, París, Museo del Louvre) y los temas mitológicos.
A la turbadora belleza de las ruinas se añade, en la segunda mitad del siglo XV, la de las rocas19 en las que florecen helechos, hiedra y zarzas en una simbiosis total que denuncia, además de la consunción histórica y geológica, la conjura del tiempo que «todo lo quita y todo lo da». En el Cinquecento, grietas, cuevas y ruinas son parte indisoluble de los escenarios de las novelas de caballería denunciando la artificiosidad de la naturaleza, como magistralmente pone de relieve Leonardo en el códice Arundel: «Llevado por mi anhelante deseo de ver la gran copia de las diferentes y extrañas formas hechas por la artificiosa naturaleza» (c.155r). En el párrafo surgen los adjetivos «artificiosa», «umbrosa», «oscura» que introducen, en la parte final, a la «amenazante y oscura caverna», contrapartida de la erosionada e histórica ruina que se refleja y se une a modelos literarios de finales del Quattrocento. En esa mezcla total toman cuerpo las artificiosas grutas de los jardines del Cinquecento, atravesados y vivificados por aguas rumorosas y sonidos del viento. Aquí está «la cristalina fuente del agua que gotea con leve susurro de la roca simulada mediante estalactitas de Tívoli»20. En este transformismo alquímico, los ingenieros, hurgando en el suelo, crean artificios uniendo al recuerdo del Antro delle ninfe de Pofirio21, impreso en Roma en 151822, aguas, hierbas, roca y ruinas. En los jardines se evocan, entre estalactitas artificiales, las fábulas antiguas, como en la gruta de Buontalenti en Boboli, donde el mito de Decalión y Pirra recuerda la carne nacida de la piedra corroída que parece convertirse en el gran sello de la cultura figurativa del Cinquecento dirigida ahora a experimentalismos artificiales. Artistas y científicos se recreaban enla elaboración de vidrios, cristales y aguas en el interior de las rocas y de las ruinas y en la construcción de aquella «pila ovalada» en la que se recoge el agua que, al caer desde lo alto, crea sonoridades y placenteras sensaciones. «Y todo aquello que de bello y caro en las obras aumenta, / el arte que todo lo hace, nada se descubre» (Jerusalén liberada, XVI, 9).
«Los italianos son los primerísimos entre los modernos que observaron y disfrutaron del lado estético del paisaje». Con estas palabras, Jacob Burckhardt, en su ya citado La cultura del Renacimiento en Italia23, tras las huellas de Alexander von Humboldt, remite a aquella particular atención que el Renacimiento dedicó a la naturaleza rica en adornos naturales. El modo de ver, de percibir la naturaleza llega a ser, efectivamente, la guía de una nueva condición de la interpretación del mundo, que se hace explícita y evidente en la pintura, en los testimonios literarios, filosóficos y científicos del Quattrocento. Factor coadyuvante en esta dirección son los viajes y descubrimientos no sólo de nuevos mundos, sino incluso de polvorientos y, sin embargo, fascinantes textos de la antigüedad clásica, vehículos de lecturas paisajísticas y arqueológicas, pero más frecuentemente, ocasión para volver a meditar acerca de la grandeza de los autores del pasado, como metafóricamente escribió Poggio Bracciolini en una carta a Guarino Veronese, redactada durante el Concilio de Constanza (1416), a propósito del descubrimiento de algunos volúmenes de Quintiliano a los que se refiere con viveza: «Efectivamente, era triste y sórdido, como solían ser los condenados a muerte, con la barba rala y los cabellos llenos de polvo»24.
Mermada, aunque no perdida la percepción del locus amoenus, ...

Índice

  1. Prólogo
  2. Primera parte: Los cánones de la estética del Renacimiento
  3. Segunda parte: Senderos estéticos del Renacimiento
  4. Bibliografía