Constanza Manuel: Reina de Castilla y León y Princesa de Portugal
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Constanza Manuel: Reina de Castilla y León y Princesa de Portugal

  1. 194 páginas
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  4. Disponible en iOS y Android
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Constanza Manuel: Reina de Castilla y León y Princesa de Portugal

Descripción del libro

Estas páginas recogen la vida de Constanza Manuel, reina de Castilla y León y princesa de Portugal. Nacida dentro de una de las familias peninsulares más influyentes de su época alcanzó las cotas más altas gracias a la política matrimonial de su padre.Sin embargo, la desdicha marcó su destino desde los nueve años, edad a la que contrajo matrimonio por primera vez, hasta su muerte dando a luz al heredero de Portugal, Fernando.Con estilo claro y sencillo, José Juan del Solar rescata a Constanza del olvido al que ha sido sometida para descubrirnos el papel fundamental de esta mujer en la Historia. Nos presenta un texto de fácil lectura, minuciosamente documentado, fiel testigo de la vida de Constanza.

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Información

Año
2019
ISBN del libro electrónico
9788468529615
Categoría
History
Categoría
World History
PRIMERA PARTE
I
Una madre infanta de Aragón
El avanzado estado de gestación en el que se encontraba le impidió acompañar a su marido en la cacería a la que partía en ese momento, por lo que para ella el único entretenimiento era pasear entre los viñedos que se extendían a los pies del altozano donde se levantaba el castillo. El médico catalán que le enviara su padre unos años antes y que le pronosticó la tisis que padeció largo tiempo no le permitía otra distracción, y menos montar a caballo para seguir el vuelo de los halcones o galopar tras la jauría de perros en el acoso de ciervos y jabalíes; aquello había sido su pasatiempo, su escape, en los largos seis años que pasara en Villena hasta alcanzar la edad núbil y poder contraer matrimonio, como así hizo en Játiva una primaveral mañana de abril, y también fue su recreo una vez casada, en Peñafiel y Garcimuñoz, hasta quedar preñada de lo que ella intuía que iba a ser una niña, muy a pesar de su marido, que esperaba un varón para hacerle heredero del vasto patrimonio que poseía.
Sí. A ese hombre que la saludaba con cariño desde el patio de armas fue entregada por su padre cuando era una niña. Con él compartía el lecho desde los doce años, cuando aún sus senos eran dos pequeñas protuberancias en su cuerpo; y ahora, con escasos dieciséis años, le iba a dar el primer hijo. No había conocido a otro. Depositada en el castillo de Villena, su mundo se circunscribió hasta el día de su matrimonio a largas jornadas de cetrería, a paseos y juegos con las hijas de las damas puestas para su cuidado, y a no pocas horas de estudio y escritura bajo la supervisión de buenos maestros y del escribiente Juan Alfonso; todo ello bien reglado por Saurina, su querida aya, que la acompañaba desde que naciera en la torre de los Ángeles del hermoso palacio del Real de Valencia, junto al río, y donde ella jugaba con su hermano Alfonso entre naranjos y el cercano rugido de las fieras con las que su padre había enriquecido el zoológico incorporado al alcázar.
De allí eran la mayoría de los recuerdos de su madre, Blanca de Nápoles o de Anjou, que, como ella, también fue muy joven al matrimonio, y antes de morir, con apenas treinta años, le había dado diez hijos a su esposo, sin que los largos embarazos fueran cortapisa para acompañarlo por todo el reino, incluso a acciones militares. Cuando falleció en Barcelona, ella estaba en Villena, pero acudió a su entierro en el monasterio de Santes Creus de Tarragona, donde por primera y única vez vio llorar a su padre, el gran rey de Aragón Jaime II.
Por esa cuna, hija de rey y nieta de reyes por ambas ramas, venía programado su destino. Era la servidumbre a pagar por los infantes y por los hijos e hijas de los grandes señores. Con esas alianzas se ganaban reinos y se sellaban paces, relegando los sentimientos de los que con su entrega hacían posibles tales eventos. De ahí que no fuese extraño que luego surgieran adulterios, repudios y forzados enclaustramientos; de ellos estaba llena su propia familia. Su abuelo, Pedro III de Aragón, no se privó de tener hijos ilegítimos, y su tía Isabel llevaba con santidad reconocida el vergonzante espectáculo de defecciones y adulterios que ofrecía su marido, el rey Dionisio de Portugal.
Sin embargo, el destino con ella había sido magnánimo al permitirle desarrollar una gran admiración hacia don Juan Manuel, que así se llamaba su esposo, y, lo que era mejor, un profundo cariño; un sentimiento que su aya llamaba amor pero que ella no sabía cómo definir. Lo había notado crecer dentro de sí desde que él, día tras día, con respeto y suma delicadeza, le fue mostrando el mundo que habrían de compartir, lo que esperaba de ella. Por eso, ante la sorpresa de las camareras y de la propia Saurina, acudió sin recelo y temores al lecho conyugal, donde Juan Manuel, rodeándola con los brazos, supo darle la ternura que como niña reclamaba e introducirla en los juegos amatorios que ya alentaban su curiosidad e imaginación.
Poco o nada le importaba haber sido fruto de una transacción política entre su padre y su poderoso marido; ni tampoco el que la hubiera precedido en el tálamo su tía Isabel de Mallorca, muerta al año siguiente de contraer nupcias; ni que su esposo le doblase en edad. Ahora don Juan Manuel, Juan Manuel de Villena y Borgoña, hijo del infante Manuel, sobrino del rey Alfonso X de Castilla y nieto de Fernando III, era su marido; y junto a él era inmensamente feliz, a pesar de que sus acciones, intrigas y defecciones, realizadas más allá de las paredes de la alcoba y de los muros del castillo, la hiciesen llorar.
En ese momento, no obstante, el hombre de perfilada barba y enfundado casquete sobre la cabeza que se encontraba en el patio de armas dispuesto a partir con sus compañeros era uno más de los caballeros que cada mañana en los reinos de España, tras despedirse de sus mujeres, recorrían los campos ejercitando su entretenimiento favorito: la caza. Después vendrían los días de correría contra el infiel y las horas de confabulaciones para alcanzar cotas de poder. Una actividad, esta última, en la que su marido era un consumado maestro.
Cuando Constanza de Aragón vio salir por el portón del castillo al último cetrero, se retiró de la ventana y se puso de charla con su aya, que la esperaba para vestirla. Aquel día, acaso por la brisa que soplaba, su permanente palidez se perdía tras unas mejillas sonrosadas y también por el inusual brillo de sus ojos azules, apagados de continuo por las fiebres y secuelas de su anterior larga enfermedad, curada gracias a las buenas artes del físico catalán y sin necesidad de peregrinar a Soissons, como así quería su padre, para que la tocase su pariente el rey francés Felipe IV el Hermoso, en orden a la leyenda sobre los poderes extraordinarios de este monarca, y así la tisis desaparecería con dicha unción real: «Le roy te touche et Dieu te guerit» (El rey te toca, Dios te cura).
II
Un padre cazador, escritor y poderoso
Una vez que salieron por el puente del castillo y cruzaron los viñedos y las huertas que existían alrededor, los jinetes se adentraron en el páramo donde, a decir de don Juan Manuel años más tarde, en su Libro de la caça: «Otrosí del Castillo, encima del páramo. Entre Santa María del Campo et el Castillo ay lagunas, et cuando ay agua vienen ánades et ay buen lugar para las caças con falcones». Y mientras los caballos penetraban por los aún enverdecidos trigales, el ilustre caballero, recubierto con un manto de terciopelo, charlaba con su amigo Lope García de Villodre, aguacil mayor.
Don Juan Manuel, por aquellos días de entrada de la primavera, estaba exultante, raro en él, pues el señor de Escalona y Peñafiel era de carácter más bien adusto y reservado. Mas, en esa hora, estaba pletórico de alegría, casi campechano con todos los que lo rodeaban, fuesen señores o sirvientes; algo impensable en un hombre que se autoproclamaba con su espada Lobera «principal vengador de la muerte de Cristo» y que con altanería no solo se dirigía y tuteaba a las testas coronadas, sino que, no pocas veces, con sus mesnadas hacía que los propios reinos se tambaleasen.
La razón principal que en aquellas jornadas mantenía eufórico al ilustre caballero no era otra que su próxima paternidad, la llegada eminente de un hijo, del heredero de su inmenso patrimonio, que se extendía desde Navarra hasta Córdoba, y de las muchas dignidades que ostentaba. No había tenido suerte en su primer matrimonio por la prematura muerte de su esposa, pero ahora, con Constanza de Aragón, iba a recibir el preciado fruto en el que descansaría no solo su cuantiosa herencia, sino también, quizás, proyectos acordes con el abolengo de la criatura por nacer.
Al avistar la cercana torre vigía de Santa María del Campo, los jinetes, buenos conocedores del terreno, decidieron bordearla y encaminarse hacia el río Rus, no sin antes tantear algunas lagunas, que abundaban en la zona y en las que en aquellas fechas del año anidaban gran cantidad de ánades, garzas y grullas, para así probar la destreza de los nuevos halcones girifaltes, traídos desde la ribera del Araduey (Valderaduey) y de los encinares de Mayorga, contando, además, con la presencia de dos halconeros extraordinarios como eran Pere Roig, del rey Jaime II de Aragón, y Sancho Martínes, para muchos, el mejor falconero de todos los reinos.
La cetrería, para don Juan Manuel, era el arte de la caza por excelencia, superior al acoso del jabalí con lanzas o al «arte de venar» o «caça de los venados que se caçan en el monte», suertes en las que también era especialista; pero la nobleza de la lucha que se desarrolla entre los dispares vuelos de los neblíes y sus posibles víctimas (ánades, grullas, perdices…) o el majestuoso planeo de avistamiento de los borníes para luego lanzarse en caída vertiginosa sobre los conejos que buscan en veloz carrera un risco donde guarnecerse eran algo grande e inmejorable.
Y así, sin perder de vista la mole granítica del castillo de Garcimuñoz, que era el lugar adonde habían partido, don Juan Manuel y el resto de los cazadores se acercaron a las grandes charcas y, tomando cada cual el ave que le pertenecía, aguardaron a que en el aire surcase la presa codiciada. Eran momentos de tensión y de nervios entre los caballeros, pues, mientras sostenían en el brazo izquierdo el halcón, mantenían la mano derecha suspendida sobre el capirote que ocultaba la cabeza de la rapaz, a fin de descubrirla con rapidez cuando la presa estuviera en el cielo y alguno de ellos recibiera la orden de iniciar el lance. Si así sucedía, al que le correspondiese daría un paso al frente respecto al resto de sus compañeros, libraría a su girifalte o neblí del capirote y con firmeza lo lanzaría hacia la espectacular y, no pocas veces, sublime captura.
Después, a la caída de la tarde, tras la noble justa, saboreando el rico guisado condimentado con la caza de la mañana y catando los buenos vinos del paraje de Rus, y a la espera del anochecer para iniciar el aguardo del jabalí entre la espesura de los ma...

Índice

  1. A GUISA DE INTRODUCCIÓN
  2. PRIMERA PARTE
  3. SEGUNDA PARTE
  4. TERCERA PARTE