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El mito de Ícaro
Tratado de la desesperanza y de la felicidad/1
- 358 páginas
- Spanish
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El mito de Ícaro
Tratado de la desesperanza y de la felicidad/1
Descripción del libro
"La esperanza y la decepción son ambas hijas del mal vivir y lo reproducen indefinidamente. Este libro es un intento de salir de ese círculo, contra el cual sólo conozco dos disposiciones del alma: la
desesperanza y la felicidad. Y sólo dos dimensiones del tiempo:?el presente y la eternidad. Al reflexionar sobre todo esto, he tenido la impresión de que estas dos disposiciones y estas dos dimensiones no estaban tan separadas las unas de las otras como en principio se podría creer, y que incluso en rigor no era posible pensarlas más que como resultado de su mutua relación. Es esta relación la que, por mi parte, querría tratar de explorar en sus diferentes manifestaciones. Digo "por mi parte" pues no es mi propósito ser original. Mi meta no es pensar algo novedoso, sino pensar de un modo certero.?Mi problema -si es preciso resumirlo en una frase- es saber si la idea de sabiduría guarda hoy algún sentido y, en ese caso, cuál. Cuestión anacrónica, dirán algunos.?Quizá. Para saberlo es preciso aún recorrer el camino. Intentémoslo."
En estas páginas presentamos el primer volumen de su obra más ambiciosa y significativa, su Tratado de la desesperanza y la felicidad, saludado en el momento de su aparición como "un ensayo magistral" (Le Monde) y como "el acontecimiento filosófico del año" (Le Point). La apuesta de Comte-Sponville consiste en devolver a la filosofía su auténtico sentido. Un sentido que, lejos de los juegos verbales de moda hace unos años y lejos, asimismo, de la mera y estéril
erudicción, debe centrarse en el arte de vivir y de pensar que desde antiguo recibió el nombre de sabiduría.?Sabiduría materialista y, por ello mismo, irreligiosa, que encuentra en la crítica de las ilusiones la alegre desesperanza por la que la felicidad se hace pensable y posible.
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Información
2LOS LABERINTOS DE LA POLÍTICA: AL ASALTO DEL CIELO
«La clase obrera no esperaba milagros de la Comuna. No tiene utopías hechas de antemano que deba introducir por decreto del pueblo... No tiene que realizar ideal alguno».
Karl Marx
I
Los enamorados están solos en el mundo, se dice, y Narciso no escapa a ese dictum. Está solo, completamente solo, pues nunca nadie lo amará como él mismo se ama, con este amor total, absoluto, exclusivo... que uno sólo tiene para sí. Narciso, oh soledad... Pero soledad no es unicidad. Narciso está solo pero es innumerable. Cada uno ante su propia fuente, espalda contra espalda, hombro con hombro, todos estamos enamorados de nosotros mismos, todos estamos solos, todos somos infelices y todos repetimos la canción de Narciso, el himno de nuestra rareza. Todos solos pero todos juntos. Cada uno recita su solo y todo eso forma un coro necesariamente discordante. Todos diferentes, todos semejantes, todos Narciso... «Mi nombre es legión», podría decir él también, y esta «legión», este «gran animal», como dice Platón [1], es la sociedad. Narciso es el nombre propio, Leviatán el patronímico. Pues no hay más que la fuente. Narciso es ciudadano también, o bien es esclavo, o bien sujeto —en una palabra: no está completamente solo—. La política es aquí la reina. Mejor, es esto mismo: este juego contradictorio de fuerzas y de deseos, de sueños y de voluntades, de potencias y de intereses —laberinto de los egoísmos—. Pues la política no es otra cosa que la sociedad, que será sobreañadida o impuesta, degenerada o parásita, enfermedad o suplemento del alma, pero la sociedad misma, su esencia, que consiste en ser una suma de individuos, de sujetos, de egos —de egoísmos—. «Los individuos, que no tienen, por lo demás, elección alguna, no parten jamás sino de sí mismos» [2]. La sociedad —toda sociedad— es, pues, siempre irrazonable. Racional, pero irrazonable: es el efecto no de la razón en nosotros sino del deseo. Lo contrario resultaría algo irracional: una sociedad razonable es una utopía; y utopía es locura. No hay otra sociedad que la formada por Narcisos.
Por eso pensar la sociedad es siempre explicar cómo pasar del yo al nosotros, es decir, no desde luego del egoísmo al altruismo (pensar no es soñar), sino del egoísmo de uno solo al egoísmo de todos. Y no importa que el orden pueda ser también (y, de hecho, sea) el inverso: del nosotros al yo, de la sociedad al individuo... Que la conciencia sea «de entrada un producto social y siga siéndolo desde que hay hombres» [3], no hace que nada cambie en cuanto a su estatuto de conciencia individual: es también la conciencia de este cuerpo, que sufre y que desea, de este cuerpo solitario... Hay ya suficientes problemas verdaderos como para no plantear uno que no lo sea; del huevo o de la gallina, lo que buscamos no es, en todo caso, su origen. La sociedad está ahí, y los individuos, y el egoísmo por doquier. Es eso lo que hay que pensar: este juego colectivo de intereses singulares, este sistema de egoísmos, este equilibrio en la discordia, esta armonía en el odio, esta gran comedia del poder y del dinero —este laberinto, el más grande de todos y el lugar de todos los demás: la sociedad.
Antes que nada hay que comprender que este laberinto es un laberinto, es decir, que de él no se sale, jamás, y que cualquier camino lo hace a uno prisionero de él. O por decir este truismo de otra forma: que todo es social. Pero dado que la sociedad y la política son una y la misma cosa, este truismo se puede enunciar aun de otro modo, bajo esta tautología: toda política es política, es decir, luchas, conflictos, antagonismos y enfrentamientos. Una política puede, desde luego, ser pacifista, pero no pacífica: puede tener la paz como fin, pero no como medio. E incluso la no-violencia, Gandhi lo ha hecho evidente, es un combate —o sea: lo contrario de la paz—. La política es la guerra; no porque allí se mate (no siempre se mata), sino porque en ella nos enfrentamos y no podemos hacer otra cosa que enfrentarnos. Me parece que la historia es aquí una confirmación suficiente, desde el momento que se admita que la guerra no se reduce a sus formas armadas o explosivas. Pues la guerra, dice Hobbes, «no consiste (solamente) en un combate efectivo, sino en una disposición constatada que va en esa dirección» [4], aunque pueda hablarse de guerra desde el momento en que «cada uno se esfuerza en destruir o dominar al otro» [5]. ¿Y quién negará que sea éste el caso de la política? Y es que toda política no tiene otra apuesta que la apuesta por el poder (o, al menos, cualquier otra apuesta supone el poder o un poder, al menos como medio), y que no hay poder, en una situación dada de conflicto, si no es sobre o contra alguien. En otros términos: todo poder es violencia; no hay poder que no sea opresivo.
Ello es evidente en Hobbes, que es el teórico del poder absoluto, es decir, no sólo de una forma histórica de monarquía, sino del carácter absoluto de todo poder: dado que el soberano permanece fuera del contrato que le hace serlo, el poder que recibe, al no estar sostenido por nada, sólo puede ser poder sin límites [6]. Pero ello es verdad también en Spinoza, cuyas preferencias se inclinan sin embargo, como se sabe, por la democracia: pues decir que «en cualquier Estado, al magistrado supremo no le compete más derecho sobre los súbditos que el que corresponde a la potestad con que él supera al súbdito» [7], es decir también que él supera efectivamente al súbdito, y que «cada ciudadano o súbdito posee tanto menos derecho cuanto la propia sociedad es más poderosa que él» [8]. De ahí la opresión: «No hay razón alguna que nos permita siquiera pensar que, en virtud de la constitución política, esté permitido a cada ciudadano vivir según su propio sentir; por tanto, este derecho natural, según el cual es su propio juez, cesa necesariamente en el estado político» [9]. Desaparece al menos de derecho, es decir, «en virtud de la constitución política», pues de hecho «el derecho natural de cada uno (si lo pensamos bien) no cesa en el estado político» [10]. Eso significa que tanto el derecho del Estado, como el derecho de los ciudadanos no se define sino por el hecho de su potencia respectiva en un sistema dado de conflicto. «Omnis determinatio est negatio»: el Estado forma parte del conatus también [11] y, en tanto que tal [12], no puede sino estar limitado por otros conatus. Dicho de otra forma: cualquier poder, sea el que sea, no está definido (es decir, determinado como este o aquel poder) más que por las limitaciones de hecho (en una relación dada de fuerzas) de su propia potencia; e inversamente: los derechos de los sujetos (o de los ciudadanos) no están definidos (determinados) más que por sus propias fuerzas, en tanto que están siempre limitadas por la fuerza del Estado —sin lo cual «el estado político deja de existir y se retorna al estado de naturaleza» [13]—. Es por lo que todo poder resulta siempre poder absoluto de derecho (en lo cual Hobbes tiene razón) y jamás de hecho (en lo que Hobbes se equivoca) [14]. Todo poder es opresivo, pero toda opresión es finita.
Esta opresividad del poder podríamos también pensarla (para que todo sea claro y amigos y enemigos puedan reconocerse en ella) a partir de Rousseau; alguien que si ha servido para combatirla en tan gran medida ha sido por lo bien que él mismo la ha comprendido; alguien que, como se suele decir, no ha podido desembarazarse de Hobbes más que siendo «más hobbesiano que el mismo Hobbes» [15]. Pero mostrar todo ello en detalle y enfrentar sobre cada uno de esos aspectos a Hobbes, Rousseau y Spinoza sería demasiado prolijo y es más sencillo aquí (y quizá más ajustado a los debates de nuestro tiempo) seguir los textos de Marx, Engels y Lenin. Uno se da cuenta enseguida de que de ellos se desprende una teoría de la opresión. En efecto, cualesquiera que sean las formas —algo, por cierto, no indiferente— bajo las que el poder se ejerce, éste es siempre [16] la expresión de una relación de fuerzas, es decir, a la vez la apuesta y el resultado de una lucha o, como lo expresa nítidamente Lenin, «la organización de una violencia» [17]. Y es que, como señalaba Marx ya desde 1847, «el poder político es precisamente el resumen oficial del antagonismo en la sociedad civil» [18]. Dicho de otra forma, el Estado, pues es de eso se trata aquí, es siempre «un organismo de dominación de clase, un organismo de opresión de una clase por otra» [19]. «El Estado es el producto y la manifestación de este hecho: que las contradicciones de clase son inconciliables. El Estado surge en el momento y en la medida que, objetivamente, las contradicciones de clase ya no pueden ser conciliadas. Y a la inversa: la existencia del Estado prueba que las contradicciones de clases son inconciliables» [20]. No hay, pues, Estado neutro o sometido exclusivamente a la razón: pues no hay otro Estado que el Estado de clase, ni razón que no sea razón universal. «Gobernar es elegir», se dice con justeza, pero es siempre elegir contra alguien y en función del interés de algún otro. No hay otro poder que el político; no hay otra política que la del deseo. Engels llevaba razón al reconstruir así, contra Hegel, la génesis y la naturaleza del Estado:
El Estado no es, pues, un poder impuesto desde fuera de la sociedad; no es desde luego «la realidad de la idea moral», «la imagen y la realidad de la razón», como Hegel pretende. Es más bien un producto de la sociedad en un estadio determinado de su desarrollo; es el reconocimiento de que esta sociedad se halla enfrascada en una insoluble contradicción consigo misma, quedando escindida en oposiciones inconciliables que ella misma es incapaz de conjurar. Pero para que los antagonistas, las clases con intereses económicos opuestos, no se consuman ambas, clases y sociedad, en una lucha estéril, se impone la necesidad de un poder que, situado aparentemente por encima de la sociedad, debe difuminar el conflicto, mantenerlo en los límites del «orden»; y este poder, nacido de la sociedad, pero que se sitúa por encima de ella convirtiéndose por momentos en algo cada vez más ajeno, es el Estado [21].
Pero este poder sólo puede «difuminar» el conflicto de fuerzas y de intereses imponiéndose como poder, es decir —precisa Lenin—, creando «un “orden” que legalice y consolide esta opresión moderando el conflicto de clases» [22]. Dicho con brevedad: sólo se puede «difuminar» el conflicto «consolidando» la opresión. La opresividad del poder no es, pues, la característica de tal o cual Estado o de tal o cual de sus formas, sino, en toda sociedad de clases (incluyendo ahí el socialismo), su esencia o su definición: «El Estado es una maquinaria que permite a una clase oprimir a otra, una maquinaria destinada a mantener sujeta a una clase a todas las demás clases que dependen de ella. Esta maquinaria reviste formas diferentes» [23]. Todo Estado, incluso el más democrático, es, por tanto, en gran medida opresivo o, como dice Lenin, dictatorial. Sí: incluso el más democrático; pues la democracia misma no es más que una de las formas posibles —y, ciertamente, la mejor [24]— de la dictadura de clase: «El Estado no es otra cosa que una maquinaria dispuesta para la opresión de una clase por otra, y eso tanto en la República democrática como en la monarquía» [25]. Lenin, como siempre, termina de rematar el clavo: «La democracia es un Estado que reconoce el sometimiento de la minoría a la mayoría; dicho de otra forma, es una organización destinada a asegurar el ejercicio sistemático de la violencia de una clase contra otra, de una parte de la población contra otra» [26]. Por ello el Estado tiene, como se suele decir, el monopolio de la violencia legítima: porque se trata de la violencia que se impone como legitimidad o, al menos, como legalidad. Por ejemplo, continúa Lenin: «Las formas del Estado burgués son extremadamente variadas, pero su esencia es una: en último término, todos estos Estados son, de una u otra manera, pero necesariamente, una dictadura de la burguesía» [27]. Y todo estado obrero, por democrático que sea, una «dictadura del proletariado» [28], es decir, apelando esta vez a Marx, «el proletariado organizado como clase dominante» [29]. El problema no consiste, pues, al menos a corto o a medio plazo en suprimir la opresión, sino en reemplazar una opresión por otra. Todo lo demás no es más que sueño o utopía. Sin embargo dice Lenin: «No somos utopistas. No “soñamos” con acabar de golpe con toda administración, con toda subordinación; esos sueños anarquistas [...] son completamente ajenos al marxismo y no sirven además sino para diferir la revolución socialista hasta el día en que los hombres hayan cambiado. Nosotros queremos la revolución socialista con los hombres tal y como son hoy» [30]. Desesperanza. No tenemos otra elección que no sea la de la forma de nuestra opresión.
La desesperanza, aquí no más que en cualquier otra parte, jamás está dada y siempre es difícil. La tendencia de muchos consistirá en negar esta opresión: bien porque son ellos los que la ejercen (y tanto más eficazmente cuanto menos manifiesta sea), bien porque la sufren (y tanto más fácilmente cuanto más niegan su existencia). De ahí nace un cierto tipo de apoliticismo que a menudo no es sino la negación, en el sentido freudiano del término, de la opresividad de todo poder. Es el caso, en concreto, de lo que podría denominarse el apoliticismo tecnocrático, cuyo discurso estándar puede reconstruirse así: «La política está superada. El problema hoy no es ya una cuestión de poder cuanto de gestió...
Índice
- Prólogo
- Introducción: El laberinto: desesperanza y felicidad
- Los laberintos del yo: El sueño de Narciso
- Los laberintos de la política: Al asalto del cielo...
- Los laberintos del arte: Un gran cielo inmutable y sutil...
- Conclusión provisional
- Índice de materias