Vergüenza y necesidad
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Vergüenza y necesidad

Recuperación de algunos conceptos morales de la Grecia antigua

  1. 286 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Vergüenza y necesidad

Recuperación de algunos conceptos morales de la Grecia antigua

Descripción del libro

Este libro se centra en lo que denomino, en sentido amplio, ideas éticas de los griegos: en particular, en las de acción responsable, justicia, y en las motivaciones que llevan a las personas a hacer cosas admiradas y respetadas. Mi objetivo es describir filosóficamente una realidad histórica. Lo que se ha de recuperar y comparar con nuestros tipos de pensamiento ético es una formación histórica: determinadas ideas de los griegos; pero la comparación es filosófica, porque tiene que poner al descubierto ciertas estructuras de pensamiento y experiencia y, sobre todo, plantear preguntas sobre su valor para nosotros. En algunos sentidos -defenderé-, las ideas éticas básicas que poseían los griegos son diferentes de las nuestras, y su condición es también mejor. En algunos otros aspectos, lo que ocurre es que en buena medida nos basamos en las mismas concepciones que ellos, pero no reconocemos hasta qué punto.

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Información

Año
2015
ISBN del libro electrónico
9788491140481
Edición
1
Categoría
Arte

1 La liberación de la Antigüedad

Hoy en día estamos acostumbrados a pensar en los antiguos griegos como un pueblo exótico. Hace cuarenta años, en el prefacio a Los griegos y lo irracional, Dodds se disculpaba, o más bien declinaba disculparse, por emplear material antropológico para «tratar de llegar a alguna comprensión de la mente griega»1. Desde entonces, nos hemos familiarizado con la aplicación a las sociedades de la antigua Grecia de métodos similares a los de la antropología cultural. Mucho se ha logrado de esta manera, y en particular los esfuerzos para desvelar las estructuras del mito y del ritual en dichos términos han dado fruto en algunos de los trabajos más iluminadores de los últimos tiempos2.
Estos métodos definen ciertas diferencias entre nosotros y los griegos. Los antropólogos culturales, en su conocido papel de observadores que habitan en una sociedad tradicional, pueden acercarse mucho a las personas con las que conviven, pero tienen el compromiso de pensar en esa vida como diferente; el objeto de su visita es entender y describir otra forma de vida humana. El tipo de trabajo que he mencionado nos ayuda a entender a los griegos, en primer lugar, volviéndolos extraños: es decir, más extraños de lo que parecen cuando su vida es asimilada con demasiada ligereza a las concepciones modernas. No podemos vivir con los griegos ni imaginarnos haciéndolo en un grado sustancial. Buena parte de su vida está oculta a nosotros, y simplemente por eso, es importante que conservemos una percepción de su otredad, percepción que los métodos de la antropología cultural nos ayudan a mantener.
Este estudio no emplea esos métodos. Muchos de los temas que comento han sido tratados en esos términos, pero en buena medida he dejado a un lado tales debates3. Quiero plantear un tipo distinto de pregunta sobre el mundo antiguo, una pregunta que lo sitúa en una relación diferente –y, en un solo sentido, más estrecha– con el nuestro. Pero no quiero negar la otredad del mundo griego. No diré que los griegos del siglo V a. C. eran, después de todo, más modernos de lo que últimamente se nos ha animado a suponer, y que a pesar de los dioses, los dáimones, las poluciones, las culpas de sangre, los sacrificios, las fiestas de la fertilidad y la esclavitud, en realidad eran casi tan parecidos a caballeros victorianos ingleses, pongamos por caso, como a algunos caballeros victorianos ingleses les gustaba pensar4.
Subrayaré algunas similitudes no reconocidas entre las concepciones griegas y las nuestras. La antropología cultural, por supuesto, también invoca similitudes, pues de otro modo no podría hacer inteligibles para nosotros las sociedades que estudia. Ciertas similitudes resultan muy obvias, residen en necesidades universales: los seres humanos precisan en todas partes marcos culturales con los que afrontar la reproducción, la alimentación, la muerte, la violencia. Algunas de las similitudes pueden no resultar obvias, pues son inconscientes; los teóricos afirman haber encontrado el sentido de los mitos y rituales griegos y de sus reflejos en la literatura apelando a estructuras del imaginario que, a cierto nivel, nosotros compartimos. Nada de lo que digo entrará en conflicto con este tipo de investigaciones, pero las similitudes que subrayaré se encuentran en un nivel diferente y atañen a los conceptos que utilizamos para interpretar nuestros propios sentimientos y acciones y los de otras personas. Si estas similitudes entre nuestras formas de pensar y las de los antiguos griegos no resultan obvias en algunos casos, ello no se debe a que surjan de una estructura oculta en el subconsciente, sino a que, por razones culturales e históricas, no se las ha reconocido. Es por efecto de nuestra situación ética, y por nuestra relación con los antiguos griegos, por lo que podríamos estar ciegos a algunos de los aspectos en los que nos parecemos a ellos.
Los antropólogos culturales que hacen trabajo de campo no se dedican a realizar ninguna evaluación particular de la vida que estudian en comparación con la de sus lugares de origen, con la que podríamos llamar la vida de la modernidad. Tienen muchas razones para no sentirse superiores a los pueblos que observan, pero éstas giran con cierto recelo, quizás, en torno a la asimetría básica entre las partes, creada por el hecho de que una de ellas en efecto estudia a la otra e introduce en sus relaciones un aparato teórico que ha analizado a otros con anterioridad. Por lo que respecta a nuestras relaciones con los antiguos griegos, la situación es diferente. Están entre nuestros ancestros culturales, y nuestra visión de ellos se encuentra íntimamente ligada a nuestra visión de nosotros mismos. Ése ha sido siempre el motivo principal para estudiar su mundo. No se trata únicamente, como puede ocurrir al investigar otras sociedades, de que lleguemos a conocer la diversidad humana, otros logros sociales o culturales, o incluso aquello que se ha visto degradado o marginado por la historia de la dominación europea. Aprender estas cosas constituye de por sí una importante ayuda a la comprensión de uno mismo, pero aprender sobre los griegos forma parte de manera más inmediata de esta autocomprensión. Y seguirá siendo así aunque el mundo moderno se ensanche por todo el planeta y absorba otras tradiciones en su seno. Estas otras tradiciones le darán configuraciones nuevas y diferentes, pero no cancelarán el hecho de que el pasado griego es en especial el pasado de la modernidad.
El proceso por el que la modernidad pueda absorber otras tradiciones no anulará el hecho de que el mundo moderno fue una creación europea presidida por el pasado griego. Podría, sin embargo, hacer que este hecho perdiera su interés. Quizá resultara más útil, más productivo de una nueva vida, olvidar este hecho, al menos a cualquier nivel que se pretenda histórico. Es demasiado tarde para asumir que el pasado griego tiene que ser interesante simplemente porque es «nuestro»5. Necesitamos una razón, no tanto para decir que el estudio histórico de los griegos guarda una relación especial con las formas en las que las sociedades modernas pueden comprenderse a sí mismas –lo cual es bastante evidente– como para justificar que esta dimensión de autocomprensión deba ser importante. Creo que existe esa razón, y que fue expresada de forma condensada por Nietzsche: «No sabría qué sentido tendría la filosofía en nuestra época si no fuera el de actuar intempestivamente dentro de ella. Dicho en otras palabras: con el fin de actuar contra y por encima de nuestro tiempo en favor, eso espero, de un tiempo futuro»6. Nosotros ahora deberíamos intentar comprender de qué manera se relacionan nuestras ideas con las de los griegos, porque hacerlo puede ayudarnos especialmente a ver aspectos de nuestras ideas que puedan ser erróneos.
Este libro se centra en lo que denomino, en sentido amplio, ideas éticas de los griegos: en particular, en las de acción responsable, justicia, y en las motivaciones que llevan a las personas a hacer cosas admiradas y respetadas. Mi objetivo es describir filosóficamente una realidad histórica. Lo que se ha de recuperar y comparar con nuestros tipos de pensamiento ético es una formación histórica: determinadas ideas de los griegos; pero la comparación es filosófica, porque tiene que poner al descubierto ciertas estructuras de pensamiento y experiencia y, sobre todo, plantear preguntas sobre su valor para nosotros. En algunos sentidos –defenderé–, las ideas éticas básicas que poseían los griegos son diferentes de las nuestras, y su condición es también mejor. En algunos otros aspectos, lo que ocurre es que en buena medida nos basamos en las mismas concepciones que ellos, pero no reconocemos hasta qué punto7.
Ambas afirmaciones se oponen a una imagen usual de nuestras relaciones éticas con los antiguos griegos. Evidentemente, nadie piensa que las opiniones de los griegos sobre estas cuestiones fueran exactamente iguales a las nuestras; nadie supone que no haya ninguna diferencia real entre la moral moderna y las perspectivas típicas del mundo helénico. La imagen usual de las ideas éticas griegas y de sus relaciones con las nuestras es, más bien, desarrollista, evolucionista y –con una fea palabra que no he encontrado manera de evitar– progresista*. La exponen explícitamente algunos autores modernos, y muchos otros la dan por sentada8. De acuerdo con la versión progresista, los griegos poseían unas ideas primitivas de acción, responsabilidad, motivación ética y justicia, que en el curso de la historia han sido sustituidas por un conjunto más complejo y refinado de concepciones que definen una forma más madura de experiencia ética. Conforme a esta versión, todos los autores coinciden en que el desarrollo llevó mucho tiempo, y también en que algunas de las mejoras se produjeron durante la propia Antigüedad griega, mientras que otras quedaron reservadas para etapas posteriores. En este marco, sin embargo, no hay consenso sobre el momento en que se produjeron los diversos avances. Se acepta que el mundo de Homero plasma una cultura de la vergüenza, y que más adelante ésta fue sustituida, en su función ética crucial, por la culpa. Algunos piensan que este proceso llevabamucho tiempo en marcha en la época de Platón, o incluso en la de los trágicos. Otros consideran que toda la cultura griega estaba gobernada por nociones más próximas a la de vergüenza que a un concepto pleno de culpa moral, con sus implicaciones de libertad y autonomía; piensan que la culpa moral no se alcanzó hasta la conciencia moderna9. Desacuerdos similares suscita la capacidad de acción moral (o agencia). Los hombres y mujeres de Homero –se nos dice– no eran agentes morales; según una influyente teoría, que comento en el capítulo siguiente, no eran agentes siquiera. A las personas de Platón y Aristóteles se les concede la calidad de agentes, pero quizá no llegaban aún a la categoría de «morales», porque –al menos conforme a ciertas versiones– carecían de una concepción adecuada de la voluntad.
Estos relatos resultan profundamente engañosos, tanto histórica como éticamente. Muchas de las preguntas que plantean, sobre el momento en que se supone que surgieron tal o cual elemento de una conciencia moral desarrollada, son imposibles de responder, puesto que la noción de conciencia moral desarrollada que da lugar a estas preguntas es básicamente un mito. Estas teorías evalúan las ideas y la experiencia de los antiguos griegos conforme a las concepciones modernas de libertad, autonomía, responsabilidad interna, obligación moral, etcétera, asumiendo que tenemos un control perfectamente adecuado de estas concepciones. Pero si nos interrogamos a nosotros mismos con sinceridad, creo que nos daremos cuenta de que no tenemos una idea clara de la sustancia de estas concepciones y, por tanto, tampoco de qué es eso que, de acuerdo con las versiones progresistas, los griegos no tenían.
Existe, en efecto, una palabra para eso que supuestamente no tenían, la palabra «moral», y es signo evidente de que nos encontramos en el mundo de los progresistas cuando se nos dice que los griegos, todos o algunos de ellos, carecían de nociones «morales» de responsabilidad, aprobación o cualquier otra cosa. Se supone que esta palabra, según parece, transmite en sí misma los presupuestos cruciales de los que nosotros disfrutamos y los griegos carecían. Quizá sea indicativo de cierta intranquilidad justificada por parte de estos autores respecto a si el vocablo en cuestión puede o no transmitir tal cosa (o si en realidad puede, por sí sola, transmitir nada en absoluto) el que con tanta frecuencia crean necesario reforzar su poder salvífico poniéndola en cursiva.
La forma en que a menudo pensamos en estas cuestiones –en la moral, en particular, aunque también en la modernidad, el liberalismo y el progreso– está estructurada de manera tan simple que es muy difícil decir la clase de cosas que acabo de decir sin ser considerado un reaccionario clasicista. Es más, dado que los recientes estudios antropológicos que mencioné anteriormente y el trabajo de los eminentes estudiosos que los precedieron han oscurecido, con razón, el mundo helénico con imágenes más sombrías, el tipo de reaccionario clasicista por el que le tomarían a uno podría llegar a ser increíblemente tétrico. Por tanto, he de declarar con la mayor celeridad y la mayor firmeza posibles que no propongo que el Estado moderno deba gobernarse por los principios de Teognis, ni quiero aliarme con quienes sospechan que las escenas finales de las Euménides ya manifiestan una peligrosa debilidad hacia el liberalismo. No estoy sugiriendo que debamos revivir las actitudes que mantenían los griegos respecto a la esclavitud, ni perseverar en las que manifestaban –los hombres, quiero decir, y sin duda muchas mujeres– hacia las mujeres.
Cuando critico lo que llamo progresismo no estoy diciendo que no haya habido ningún progreso. De hecho, hubo progreso en el propio mundo griego, especialmente en la medida en que la idea de areté, de excelencia humana, se liberó hasta cierto punto de la determinación en función de la posición social. Sobre todo hay diferencias, diferencias que debemos reconocer, entre nosotros y los griegos. La cuestión es cómo debemos entender estas diferencias. Yo afirmo que la mejor forma de hacerlo no es en términos de un desplazamiento de las concepciones éticas básicas de capacidad de acción, responsabilidad, vergüenza o libertad. Por el contrario, captar mejor estas concepciones mismas y la medida en que las compartimos con la Antigüedad puede ayudarnos a reconocer algunas de nuestras ilusiones acerca del mundo moderno y, de esta manera, a lograr un dominio más firme de las diferencias que valoramos entre nosotros y los griegos. La cuestión no es revivir nada. Lo muerto, muerto está, y en muchos sentidos importantes no querríamos revivirlo ni aun cuando supiéramos lo que tal cosa podría significar. Lo que está vivo del mundo griego está ya vivo y contribuye (con frecuencia de maneras ocultas) a mantenernos con vida10.
Cuando digo que la mejor forma de entender nuestras diferencias con los griegos no es en términos de un desplazamiento de las concepciones éticas básicas, quiero decir dos cosas distintas. En primer lugar, en los casos en que nuestras concepciones subyacentes son diferentes de las de los griegos, lo que más valoramos de nuestras diferencias no suele proceder de dichas concepciones. Es más –y esta es la segunda cuestión–, no es cierto que se haya producido un desplazamiento tan grande en las concepciones subyacentes como suponen los progresistas. El grado de desplazamiento que se ha producido, la medida en que efectivamente nos basamos en ideas modificadas de cosas como lalibertad, la responsabilidad y el agente individual, constituye una cuestión escurridiza que a fin de cuentas no puede resolverse por completo; resolverla implicaría trazar una línea clara entre lo que pensamos y lo que meramente pensamos que pensamos. Por la misma razón, al decir que la noción de la «conciencia moral desarrollada», frente a las nociones supuestamente más primitivas de los griegos, era un mito, introduje dos ideas diferentes, que inevitablemente colisionan entre sí. Hasta cierto punto, tal conciencia existe, pero su contenido distintivo consiste en un mito; hasta cierto punto es un mito que tal conciencia exista siquiera. Lo que es cierto sin lugar a dudas es que, en mayor medida de lo que afirma el relato progresista, nos apoyamos en ideas que compartimos con los griegos. En mi opinión, es necesario que sea así, puesto que las concepciones supuestamente más desarrolladas no ofrecen gran cosa en que apoyarse. Por lo que a dichas concepciones básicas se refiere, los griegos pisaban tierra firme, a menudo más firme que la nuestra. De ello, y de cómo en ciertos aspectos algunos griegos pisaban tierra más firme que otros, me ocupo en los capítulos segundo, tercero y cuarto de este estudio, en los que trato las cuestiones de la agencia, la responsabilidad y la vergüenza.
Si es verdad que las concepciones éticas básicas de los griegos eran en muchos aspectos más seguras que las nuestras, este hecho no debería llevarnos a negar las diferencias sustantivas entre ellos y nosotros, en cuestiones de justicia, por ejemplo, sino a comprenderlas de formas nuevas. La manera adecuada de medir nuestra distancia de las actitudes griegas hacia los esclavos y las mujeres (actitudes de las que me ocupo en el capítulo 5) no consiste en aplicarles el rasero de una nueva concepción estructural llamada «moral», sino en emplear factores que pueden remontarse al mundo griego: factores de poder, fortuna y formas de justicia muy elementales.
Resulta tentador suponer que, lógicamente, sólo pue...

Índice

  1. Prefacio
  2. 1. La liberación de la Antigüedad
  3. 2. Centros de la capacidad de acción
  4. 3. Reconocer responsabilidades
  5. 4. Vergüenza y autonomía
  6. 5. Identidades necesarias
  7. 6. Posibilidad, libertad y poder
  8. Apéndice 1: Los mecanismos de la vergüenza y la culpa
  9. Apéndice 2: La distinción de Fedra: versos 380-87 del Hipólito de Eurípides
  10. Bibliografía