1. Adiós a la periferia
La multiplicación de los centros en el arte de posguerra
Cuando recorremos un museo de arte latinoamericano para compartir el arte local con un colega europeo o norteamericano entrenado en el relato del arte moderno, escuchamos comentarios similares. En vez de interrogarnos con curiosidad sobre las características de las obras, sobre los artistas, los movimientos o los contextos en que surgieron, las observaciones nos recuerdan una clase de atribuciones en las que ordenan cada obra y cada artista, cuyo nombre escuchan por primera vez, como heredero o copista de algún célebre vanguardista europeo. El repertorio es clásico y recurrente: Piet Mondrian, Max Ernst, Joan Miró, Theo van Doesburg, Georges Vantongerloo, Paul Klee. Y, por supuesto, Pablo Picasso y Marcel Duchamp. Donde nosotros vemos Alfredo Hlito ellos ven Vantongerloo, donde nosotros vemos Joaquín Torres García ellos ven Mondrian. Por supuesto, el problema no es exclusivo de lo que los centros denominan “periferias”: el esquema bien podría trasladarse a los artistas de la escuela de Nueva York. Así, podría sostenerse que en la obra de Arshile Gorky puede verse a Picasso o a Miró. Las clasificaciones y las filiaciones no solo se articulan desde las miradas externas, también han permeado las historias del arte de los países latinoamericanos, organizadas a partir de los quiebres de las vanguardias europeas.
No es que la relación entre las formas no exista, pero sabemos que no es más que un dato, apenas, para comprender la intervención de las imágenes en la dinámica de la cultura. En este capítulo sostengo que, después de la Segunda Guerra Mundial, se estableció una relación productiva, al tiempo que crítica, con las vanguardias históricas, y que esta relación funcionó en todos los escenarios artísticos, incluso en los movimientos europeos y norteamericanos. Determinadas condiciones materiales e históricas de lectura incidieron en el curso internacional de la vanguardia, trazando una escena global que, en muchos casos, revisó y radicalizó las propuestas de las vanguardias históricas, al punto de llevarlas hacia grados de productividad o consecuencias que hasta entonces habían quedado en suspenso, inexploradas. Desde esta perspectiva, se discute el tradicional esquema que hace de Nueva York el centro hegemónico al que se traslada la vanguardia parisina durante la Segunda Guerra Mundial. Cabría decir que, si nos situamos desde la lógica evolutiva del arte moderno, en aquel momento todos estábamos, aunque de maneras específicas, en el mismo lugar. El corte que marca la Segunda Guerra Mundial, más allá de un dato o una fecha, implica la articulación de un escenario global en el que se hace visible la actualización generalizada y simultánea de las estrategias de las vanguardias, y en el que se vuelve a poner de manifiesto algo que estas ya habían enseñado: que el arte puede activar –es decir, desacomodar, transformar, subvertir– el presente.
En el desarrollo de este argumento voy a partir de autores que reconsideran la tradicional relación entre centros que generan novedades y espacios receptores e imitativos. Autores que vuelven productiva la relación entre las vanguardias históricas y las de la posguerra. Sin embargo, la relectura de las primeras solo permite tornar significativas, visibles, algunas de las tramas vinculadas a la transformación de la cultura visual durante ese momento histórico. No debemos olvidar que las escenas de las vanguardias y las neovanguardias, que abordaremos de la mano de algunos casos latinoamericanos desde la inmediata posguerra hasta los años setenta, se activaron a partir de formas que provenían de complejos materiales visuales y de estrategias culturales muy diversas (tanto de la cultura de la vanguardia como de la prehispánica y colonial, de la cultura de masas y de los medios, de la villa miseria y la favela o de la militancia política). Del mismo modo, estas escenas se gestaron en el contacto con otras disciplinas, desde la literatura, la poesía o la música, hasta el psicoanálisis y la filosofía. Así, mantendremos siempre presente que cada obra produce un estallido particular, único, que no puede encorsetarse en los esquemas de filiación, genealogías o modelos evolutivos que ordenan la lectura fetichizada de los objetos artísticos. Es decir que cada contacto cultural o apropiación estratégica de un dispositivo visual o conceptual genera un campo de teorías y experiencias que actúan como elementos subversivos en un tiempo y lugar específicos.
Voy a detenerme en cuatro escenarios: los artistas concretos argentinos durante la inmediata posguerra; la etapa inicial de Mathias Goeritz, entre Guadalajara y Ciudad de México; el pasaje entre el concretismo y el neoconcretismo brasileño; y una propuesta de relectura del conceptualismo. En este recorrido aspiro a revisar las tramas, la potencia de algunos contactos particulares.
Prati, Maldonado, Kosice y los artistas concretos de la posguerra en Buenos Aires
Al término de la Segunda Guerra Mundial, Europa se encontraba exhausta y, en varios sentidos, destruida. A la escena artística no solo le faltaba la fuerza para pensar idearios de futuro, sino que el propio futuro –aquel que sí se creyó que se podía anticipar hasta los años treinta, cuando se formaban en París sucesivos frentes de arte abstracto en oposición al surrealismo– había sido cancelado por la más brutal realidad de la guerra. Mientras en el viejo continente reinaba la sensación de que todos los caminos artísticos explorados se habían agotado, América empezaba a dibujarse como el lugar donde podrían reconvertirse en éxitos los grandes fracasos de una Europa que emergía del mayor revés de la historia. En este contexto se reformulaban las escenas de la vanguardia en América Latina, que sostenían, a partir de textos e imágenes, que el arte que representaban reinscribía la idea de vanguardia en su dimensión de renovación estética y utópica: las innovaciones artísticas aspiraban también a unir el arte con la vida.
En un sentido, el discurso de las vanguardias latinoamericanas se encastraba bien en el relato del arte moderno occidental, en el que cada nuevo “ismo” se explicaba como la respuesta a problemas que el precedente había dejado irresueltos, un diálogo en el tiempo en el que todo parecería obedecer a un plan maestro.
En 1944 surgió en Buenos Aires la revista Arturo, publicación fundamental para comprender algunos de los postulados de la abstracción de posguerra en la Argentina. No nos detendremos en el análisis de esta publicación, pero sí importa destacar tres aspectos que sirven de referencia para un estudio más amplio de las vanguardias latinoamericanas. En primer lugar, que esta fue una plataforma regional que anudó las contribuciones de chilenos, argentinos, brasileños, uruguayos y artistas europeos en el exilio; en segundo lugar, que se trató de una de las primeras en teorizar sobre el marco recortado, entendido como un avance respecto de las formulaciones de la abstracción europea; finalmente, que en la revista se encuentra una de las claves para comprender la cultura artística durante la inmediata posguerra en América Latina: el poder de las reproducciones.
En 1945 Lidy Prati (1.1) y Tomás Maldonado realizaron obras centrales en el desarrollo del marco recortado (la subdivisión con figuras de un perímetro irregular explicada por Rhod Rothfuss en Arturo (1.2) y el coplanar (la estructura de elementos interrelacionados donde el espacio circundante se trama con la forma y adquiere así relevancia plástica). La colección del MoMA parece haber sido crucial para ambos. En sus propuestas, se fundían Painterly Realism (1915) de Kazimir Malévich, incluida en la famosa exposición Cubism and Abstract Art, realizada en el MoMA en 1936, y Composition en blanc, noir et rouge (1936) de Piet Mondrian, la obra reproducida en la página de la revista Arturo. La reproducción de esta última aparecía en Arturo en blanco y negro; pero con la particularidad de que se sobreimprimió el único fragmento rojo de la obra (García, 2018) y fue el único elemento de color en una revista en la que todas las obras se reprodujeron en blanco y negro. Esto subraya hasta qué punto era relevante para ellos hacer visible ese rojo que solo podían imaginar a partir de las reproducciones (recordemos que es en 1948 cuando Maldonado vio por primera vez en Suiza un original de Mondrian).
Las paletas eran las mismas, ambos artistas, Malévich y Mondrian eran referentes del arte concreto y en ambos se señalaban limitaciones que querían superar con sus propias estructuras. Estas composiciones, encerradas en el marco ortogonal en Malévich o irresueltas en su tensión expansiva en Mondrian, eran reformuladas en las obras de Prati y Maldonado por medio del marco recortado y el coplanar. Esta es la representación de la historia del arte que suscribían sus obras y sus textos. En 1946 Maldonado afirmaba que el coplanar era el descubrimiento máximo de su movimiento (también representado en artistas como Lidy Prati, Alberto Molenberg o Raúl Lozza); una propuesta en la que el cuadro, como “organismo continente”, quedaba abolido (Maldonado, 1946: 5-7).
El objetivo no era, sin embargo, tan solo formal. El itinerario de Maldonado, su vínculo con el Partido Comunista y el conflicto que termina con su expulsión, además de la definición que da del sentido social del arte concreto en relación con el diseño industrial (sobre todo a partir de la tarea que desarrolla en la escuela de Ulm), remiten a las dimensiones política y utópica inscriptas en la discusión sobre el lenguaje y las formas.
El proceso de relectura de obras de Mondrian, Malévich o Vantongerloo se gestaba en un movimiento de circulación de imágenes pautado por las condiciones que imponía la guerra. Los materiales llegaban esporádicamente, las reproducciones no eran buenas (había que imaginar los colores, incluso sobreimprimirlos) y los artistas intercambiaban las escasas reproducciones de las que disponían. Estas condiciones propiciaron la lectura intensa de copias que habían quedado circulando en Buenos Aires y cuyo repertorio no se renovaba con fluidez. De cada imagen, analizada y debatida con insistencia, extraían complejas consecuencias formales.
Mediante esta reconstrucción de un tiempo histórico desde las imágenes, se propone poner de relieve una condición central en las vanguardias abstractas latinoamericanas. Estos artistas entendían que, comprendida la lógica que pautaba el desarrollo del arte moderno, en cualquier territorio podía surgir la innovación, la respuesta a un problema irresuelto, incluso nunca vislumbrado por sus antecesores. Es en este sentido que en una entrevista Gyula Kosice afirmaba: “Lo que quería era no parecerme a nadie” (Pérez-Barreiro, 2012: 119). Trasluce aquí la imaginación vanguardista, caracterizada por las ideas de anticipación, originalidad y heroísmo. Entre otras innovaciones de Kosice, sobresalen su participación en la conceptualización del marco recortado, las estructuras de metal manipulables, la escultura Röyi nº 3 (escultura cinética, aleatoria y participativa, en la que se destaca la centralidad del espectador que la manipula), la escultura con gas de neón, el hidrocinetismo, la ciudad hidroespacial con formas nomádicas e interplanetarias y la propuesta de hidrociudadanos. También la concepción de una ciudad suspendida, capaz de autoabastecerse de agua, como una solución a los problemas que anticipaba para el futuro de la humanidad. Una utopía cósmica alimentada por el imaginario de las casas transparentes, capaces de generar sociedades nuevas y, al mismo tiempo, inscrita en el relato de la carrera espacial. Las formas del arte que desde 1944 proponía la vanguardia abstracta en Buenos Aires servían para inaugurar la idea de un futuro que partía del último momento de los logros europeos. Las metáforas de la anticipación y la originalidad bastaban para encender la imaginación y establecían sus propios criterios de valoración. Estas representaciones tenían mucho de arrebato. Los artistas no se autopercibían como alumnos o continuadores. Para ellos, las vanguardias europeas no eran deudas ni tributos, sino cajas de herramientas de las que se servían para formular sus propias vanguardias.
Sus innovaciones iban dirigidas a un público que se extendía más allá de las audiencias locales, al público del arte moderno de Occidente, a todos aquellos que estuviesen dispuestos a reconocer las soluciones que ofrecían y que implicaban una superación de las cuestiones que el arte tenía que resolver para “avanzar”, en el sentido que marcaba la idea de arte moderno.
Suspender el modelo evolutivo: vanguardias simultáneas, en todas partes y al mismo tiempo
Después de la guerra, las vanguardias investigaron el capital de dispositivos acumulados en los momentos prebélicos. ¿Era este un movimiento de continuidad o de retorno? ¿De avance o de retroceso?
Analizadas a partir de la modernidad europea, las vanguardias latinoamericanas podrían conceptualizarse desde la perspectiva que señaló Benjamin Buchloh (2000) para referirse a la escuela de Nueva York en los años cuarenta y cincuenta: como su extensión inmediata o su desarrollo lógico. En su división entre vanguardias y neovanguardias, Peter Bürger (1987: 24) había señalado que, mientras las primeras eran innovadoras, críticas y cuestionadoras del orden establecido, las segundas eran tan solo una repetición malversada desde la perspectiva de la moda y, en tal sentido, inauténticas. Su postura está marcada por la melancolía de una pérdida: la del potencial innovador de las vanguardias primigenias. Buchloh introdujo un enfoque opuesto al ubicar en 1951 el redescubrimiento del dadá y del constructivismo como el momento en que su productividad estética se volvió visible, se exploró nuevamente, se retomó para extraer de esa ruptura inicial nuevas consecuencias. Contra el desencanto de Bürger, que solo ve fracaso en el arte de la neovanguardia, Buchloh se fija en su capacidad de resistencia y en su potencia crítica persistente respecto de la espectacularización de la cultura.
Desde otro punto de vista, también Hal Foster cuestionó el evolucionismo residual que percibe en Bürger y aportó materiales para repensar la productividad de las neovanguardias. Foster invierte la idea de una dispersión imitativa en función de una repetición productiva:
En el arte de posguerra plantear la cuestión de la repetición es plantear la cuestión de la neovanguardia, un agrupamiento no muy compacto de artistas norteamericanos y europeos occidentales –yo agrego aquí latinoamericanos– de los años cincuenta y sesenta, que retomaron los procedimientos vanguardistas de los años diez y veinte como el collage y el ensamblaje, el readymade y la retícula, la pintura monocroma y la escultura construida (Foster, 2001: 3).
En vez de fijarse en los síntomas del desgaste, Foster pone el énfasis en los de vitali...