La caída del hombre
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La caída del hombre

Grayson Perry, Grayson Perry, Aurora Echevarría Pérez

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La caída del hombre

Grayson Perry, Grayson Perry, Aurora Echevarría Pérez

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¿Qué significa (y qué debería significar) "ser hombre" hoy en día. Este divertidísimo e inteligente manifiesto nos da la clave.¿Qué clase de hombres haría "del mundo un lugar mejor para todos"? ¿Qué pasaría si redefiniésemos la vieja, machista y anticuada versión de la masculinidad para abrazar una nueva manera de "ser hombre"? La práctica de lo masculino suele identificarse con experiencias extremas: ganar batallas, seducir a mujeres o ejercer el mando. Pura adrenalina. Pero hay otros caminos. Grayson Perry ha escrito un manifiesto para hombres donde se analizan con humor fenómenos tan masculinos como la violencia, el exhibicionismo físico o la competitividad. Una de sus propuestas es renunciar a la voluntad de poder y asumir las emociones como parte esencial de nuestra felicidad. La caída del hombre incluye ilustraciones del propio autor."Grayson Perry podría ser, a la vez, nuestro rey y nuestra reina de Inglaterra. Imaginaos qué genial sería nuestro país."Caitlin Moran"Perry es el perfecto guía, elocuente e ingenioso, para ese jardín que es la masculinidad. Solo él podía hacerlo."The New York Times Book Review"Sustancial y perspicaz. La caída del hombre encaja en la tradición del tratado del siglo XVIII, una súplica para un orden social nuevo e ilustrado a la manera de Mary Wollstonecraft o William Hazlitt."The Atlantic

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Información

Editorial
MALPASO
Año
2018
ISBN
9788417081645
Edición
1
Categoría
Social Sciences

1

EL PEZ NO SABE QUE ESTÁ EN EL AGUA

Si vamos por el río Támesis en canoa, a la vuelta de un recodo veremos un bosque de grandes tótems proyectados hacia el cielo. Estos brillantes monolitos de formas fálicas son los extraordinarios monumentos de una tribu singular. Todos conocemos a algún miembro de esta poderosa tribu, pero muy pocas veces, si alguna vez lo hacemos, atribuimos su poder al hecho de que tienen una identidad tribal.
Creo que esta tribu, una pequeña minoría de nuestra población indígena, requiere un análisis minucioso. En el Reino Unido, sus miembros constituyen aproximadamente el 10 % de la población; en todo el mundo, probablemente menos del 1 %. Por emplear una frase aplicada sobre todo a las celebridades que cometen abusos sexuales, están entre nosotros ocultos a la vista de todos. Me interesan porque ejercen casi todo el poder en Gran Bretaña y Occidente, aunque operan bajo una capa de banalidad cortés.
Dominan las altas esferas de nuestra sociedad imponiendo, deliberadamente o no, sus valores y preferencias al resto de la población. Con sus llamativas vergas textiles colgadas del cuello, forman una gran mayoría en el gobierno (77 %), en las salas de juntas (79 % de los altos ejecutivos en las 100 mayores empresas de la Bolsa británica; 92 % de los directores generales) y en los medios de comunicación (un alto porcentaje).
Son, naturalmente, hombres blancos, heterosexuales, de clase media y, por lo general, de mediana edad. Y cada uno de estos factores ha desempeñado históricamente un papel en la consolidación de esta tribu como un grupo que actúa muy por encima de sus presuntas habilidades. Para referirme a esa identidad o a ese individuo he intentado hallar un término elocuente que no llene la página de siglas tan impronunciables como HBHCMME. «Asno blanco» era una buena opción, pero al final decidí llamar «hombre por defecto» al varón que lo es de forma automática cuando no busca una alternativa a aquello que le viene dado. Además, la polisemia de defecto viene como anillo al dedo para lo que quiero expresar.
Cabría pensar que en la Gran Bretaña políticamente correcta del siglo XXI han cambiado las cosas, pero el gran hombre blanco no deja de medrar y sigue colonizando los puestos de mando y los ingresos más altos. La mezcla de buena educación, modales, encanto, seguridad en sí mismo y atractivo sexual (o «dinero», como prefiero llamarlo yo) se traduce en un fuerte control de las llaves que abren las puertas del poder. Naturalmente, si tiene esas cualidades es, sobre todo, por ser quien es, no por lo que ha logrado. En su blog Whatever, John Scalzi sostenía que ser un varón heterosexual blanco era como jugar a un videojuego llamado Vida en el nivel más bajo de dificultad. Si eres un hombre por defecto, ya exhibes la imagen del poder.
Debo confesar que yo mismo puedo considerarme un hombre por defecto en muchos sentidos, pero siendo artista, travesti y de origen proletario creo que estoy a suficiente distancia cultural de la torre del poder para poder volverme a contemplar el edificio con perspectiva.
Cuando hablamos de identidad tendemos a pensar en personas que destacan en su medio, personas poco corrientes y bien diferenciadas, pero lo que distingue al hombre por defecto es que, en muchos aspectos, él es el medio.
Su visión del mundo, su perspectiva social, se solapa de tal modo con el relato hegemónico que podemos llegar a confundir la visión con el relato. Es imposible desligar sus pensamientos o sentimientos de las conductas «adecuadas» o «sensatas» en nuestra sociedad. Como cuando los muy redichos y engolados figurines de la BBC insistían en que ellos no tenían acento, que eso era cosa de pobres y norteños. Vivimos y respiramos en el mundo del hombre por defecto: no es de extrañar que tenga éxito, ya que gran parte de la sociedad funciona según sus términos. La perspectiva del hombre por defecto impregna el Estado, los medios de comunicación y los negocios e introduce en el tejido social un sesgo (unas veces evidente, otras muy sutil) favorable a su sexo, su raza y su clase. Ese hombre prioriza metas tan «razonables» como la rentabilidad, la eficacia, el autodominio o la ambición frente a recompensas emocionales como la cohesión social, la calidad de vida, la cultura o la felicidad. Siglos de patriarcado han forjado un mundo que refleja y sostiene la perspectiva masculina de clase media. Para que florezca la igualdad hay que descoser la ideología por defecto del tejido social y ponerla junto a las perspectivas contrapuestas de tal modo que podamos tejer más fácilmente un mundo justo.
Chris Huhne (sesenta y dos años, formado en Oxford y autodestructivamente heterosexual), el hombre por defecto con quien hablé para mi serie televisiva Who Are You?, rechazó con desdén la insinuación de que podía representar a ese grupo o beneficiarse de pertenecer a él. En solitario, el hombre por defecto nunca admitirá ni será plenamente consciente de las ventajas tribales que comporta su identidad. Como es natural, los hombres por defecto respaldan con entusiasmo el glorioso proyecto capitalista: ellos son «individuos».
Esa adhesión a la individualidad es el quid de la cuestión. Ser un «individuo» significa que todo lo que uno alcanza se debe a sus propios esfuerzos. Hablé con tipos muy exitosos que trabajaban en el sector financiero y siempre se describieron como inconformistas que se apartaban de la manada. Conocen bien las fronteras que rebasan por ser espíritus libres y despreocupado, pero ignoran felizmente los límites que constriñen a todos los demás. Creen que están donde están gracias a su talento, no a su condición de hombres por defecto; y, dada esa condición, los otros hombres por defecto los consideran a todas luces más capaces que el común de los mortales. Si meten la pata, también atribuyen su error al individuo, no al género, la raza o la clase. Cuando el hombre por defecto comete un delito, no es porque el fraude o el acoso sexual son endémicos en su tribu (carraspeos), sino porque él es malo. Cuando el hombre por defecto se emociona o irrita es por su «naturaleza apasionada», mientras que en el caso de una mujer a menudo se culpa a su sexo. El hombre por defecto no solo se siente y parece neutral: es neutral, encarna la neutralidad. Pero no deja de ser una pose: los hombres por defecto se visten para encarnar la neutralidad, pero no es cierto que sean neutrales. Si George Osborne hubiera presentado sus presupuestos ataviado como un húsar o con la capa y la guadaña de la Parca, no con chaqueta y corbata, tal vez nos habríamos hecho una idea más exacta de quién administra las finanzas del país.
Cuando hablamos de identidad solemos pensar en grupos como las lesbianas musulmanas y negras en silla de ruedas. Esto se debe a que la identidad solo parece un problema cuando se cuestiona o está amenazada. Cuando nuestra identidad funciona a la perfección no somos conscientes de ella; que nos veamos obligados a tomar una incómoda conciencia de nuestro sexo, raza o clase suele indicar que hay prejuicios o deficiencias en el sistema. El clásico hombre por defecto casi nunca afronta una amenaza existencial; su identidad, por lo tanto, tiende a no ser examinada. Deambula alegremente sin verse obligado a luchar por sus derechos o a defender su patria. Milenios de poder masculino han conseguido construir una sociedad donde todos crecemos aceptando como algo natural y sensato un sistema manifiestamente sesgado a favor del hombre por defecto, cuando ocurre todo lo contrario. El problema es que muchos hombres creen estar siendo totalmente razonables cuando en realidad solo actúan de acuerdo con una agenda inconsciente y sin duda sesgada.
El hombre por defecto cree ser el paradigma según el cual se juzgan valores y culturas. Tal vez no tenga conciencia de ello, pero se ve a sí mismo como el meridiano cero de las identidades.
Ha creado una sociedad a su imagen y semejanza, hasta el punto de que así es como se sienten y piensan ahora muchos de los otros grupos. Adoptan las mismas actitudes que el hombre por defecto porque son las actitudes de nuestros mayores, nuestras instituciones educativas, nuestro gobierno y nuestros medios de comunicación. El hombre por defecto ha influido demasiado en la formación de los ideales que hemos interiorizado. Ha moldeado los yoes idealizados a los que todos intentamos no defraudar en versiones que se ajustan a sus necesidades. El Ministerio de la Masculinidad tiene en la cabeza de cada uno de nosotros una oficina atendida por el hombre por defecto que inconscientemente envía sin cesar sus instrucciones. Si el hombre por defecto aprueba algo, ese algo debe ser bueno, y si no lo aprueba debe ser malo, de modo que uno acaba odiándose a sí mismo porque el hombre por defecto que lleva dentro lo está reprendiendo por ser negro, mujer, gay, tonto, extravagante o alocado.
Es difícil erradicar de nuestra cultura el código del hombre por defecto, tan arraigado está después de muchos siglos rigiéndonos por sus normas. Un amigo regresaba de Egipto en avión y, cuando este se disponía a aterrizar en Heathrow, observó las hileras de lujosas viviendas estilo Tudor del oeste de Londres. «De vuelta a la vieja y aburrida Inglaterra», le dijo al egipcio sentado a su lado. Este respondió: «Pues todo esto es muy exótico para mí». Y tenía razón. Para buena parte del mundo, el inglés por defecto es un pintoresco icono popular con bombín, traje de Savile Row y acento a lo Hugh Grant que vive, como los ejecutivos de las comedias, en una de esas encantadoras casas adosadas de la periferia. En cualquier caso, su traje tribal y sus rituales probablemente adornan y configuran la élite del poder global más que ninguna otra liturgia. Los líderes visten esa ropa, hablan ese dialecto y suscriben ese modelo de sociedad, ese «debe ser» social.
A lo largo de los siglos, el pensamiento empírico y la claridad conceptual se han asociado a la imagen de los hombres por defecto. No necesariamente a propósito, pero a ellos se les han dado las oportunidades, la educación, el ocio y el poder necesarios para arrojar sus ideas al mundo. En la mentalidad popular, ¿qué aspecto tienen los catedráticos? ¿Y los jueces? ¿Y los dirigentes políticos? Pasará tiempo antes de que el estereotipo de juez sea Sonia Sotomayor o el de líder político sea Angela Merkel.
El hombre por defecto ha monopolizado la estética de la seriedad. Quien aspira a ser tomado en serio en la vida política, los negocios o los medios de comunicación se viste como un hombre por defecto, con ese traje gris de ejecutivo occidental. No en vano lo llaman «hábito del poder». Todos hemos visto fotos protocolarias de los líderes mundiales: tanto los colores como los modelos huelen a anacronismo. En consecuencia, muchas mujeres han adoptado la armadura de lo ordinario. Angela Merkel, la mujer más poderosa del mundo, ofrece una versión feminizada, discreta y predecible del look masculino. Hillary Clinton, al presentarse como candidata a la presidencia de Estados Unidos, se inclinó por un estilo similar. Algunas mujeres de negocios se refieren a esta necesidad de atenuar su apariencia femenina como «adoptar el tercer género».
El rasgo preponderante de la identidad por defecto es que se disfraza de «normal» con suma destreza, y normal (o natural) es una palabra peligrosa que a menudo se halla en la raíz de los prejuicios más detestables. «Tus costumbres no son normales» es una frase que a menudo se lanza abiertamente a las minorías oprimidas. La idea que hay detrás de esos ataques es la misma que hay detrás de cada decisión que conforma las estructuras cotidianas y triviales de nuestra vida. Hay que señalar constantemente estas injusticias en apariencia pequeñas porque, como cuando apagamos el ruidoso extractor, podemos descubrir que se está muchísimo mejor sin los incordios a las que nos hemos acostumbrado. Como escribe Sherrie Bourg Carter, autora de High-Octane Women:
A diferencia de la discriminación de género de primera generación (prejuicios evidentes y actos deliberados contra las mujeres), las mujeres que constituyen la fuerza laboral de hoy, sobre todo las que trabajan en campos tradicionalmente dominados por varones, se están enfrentando con un enemigo camuflado: los prejuicios de género de segunda generación que dificultan su avance y estresan sus vidas. Según los investigadores del Centro para el Género en las Organizaciones (CGO), los prejuicios de género de segunda generación son «actitudes y prácticas laborales neutras y naturales en apariencia» que, sin embargo, reflejan conductas y valores masculinos que han predominado en la evolución de los entornos laborales tradicionales.
Por supuesto, esa minoría extraña, esos hombres blancos curiosamente dominantes, son todo menos normales. Como dijo Carl Jung, «ser normal es la meta de los fracasados». Les gusta que su poder anormal se mueva en la discreción: cuanto mayor es el poder, más insulsos el traje y la corbata, mejor un Mercedes que un Rolls y otro viejo anodino charlando con ministros en la boda del director de un tabloide.
Cuando se habla de grupos identitarios, a menudo aflora la palabra «comunidad». La comunidad obrera, la gay, la negra o la musulmana siempre están representadas por un «líder» (varón). En muy pocas ocasiones, si alguna vez sucede, oímos hablar de la comunidad blanca de clase media. Las «comunidades» se definen de acuerdo con la opinión del hombre por defecto. Comunidad parece un eufemismo para aludir a las clases inferiores más vulnerables. La comunidad siempre es el «otro», el excluido.
En su ensayo Placer visual y cine narrativo, publicado en 1975, Laura Mulvey acuñó el término «mirada masculina» para expresar cómo las cámaras de cine reflejan el punto de vista masculino y heterosexual de los directores (un punto de vista aún vigente si tenemos en cuenta que en 2015 solo el 7 % de las 250 películas producidas en Hollywood fueron dirigidas por mujeres y que en 2012 solo el 2 % de los cineastas eran mujeres).
La mirada masculina por defecto no solo domina el cine, sino que además contempla a la sociedad por encima del hombro como el ojo de Sauron en El señor de los anillos. Cualquier otra identidad es excluida.
Cuando estudiaba Bellas Artes a finales de los setenta y principios de los ochenta, uno de los lemas feministas era «objetividad es el nombre de la subjetividad masculina». La frase plasma brillantemente la manera como el poder masculino anida en nuestro propio lenguaje y deforma realidades básicas. Los hombres, y en particular el hombre por defecto, han presentado sus muy sesgadas y muy emotivas opiniones como ideas razonables y meditadas: «cálmate, cariño», le dicen a la mujer que no las comparte. La actitud aún dominante es que los hombres son racionales y las mujeres de alguna manera víctimas de sus propias emociones. Una encuestada del proyecto Everyday Sexism contó la historia de un colega que, a modo de presunta broma, usaba la expresión «lógica de damisela» para despachar las opiniones o sentimientos de las mujeres.
Como escribió Hanna Rosin en el artículo «El final de los hombres» que la revista Atlantic publicó en 2010:
Con los años, los investigadores han exagerado a veces esas diferencias y han reducido las aptitudes especiales de las mujeres a burdos estereotipos de género: las mujeres son más empáticas, tienden a buscar el consenso y son más proclives al pensamiento lateral; ellas aportan una sensibilidad moral superior a un mundo tan feroz como el de los negocios. Durante los noventa se ll...

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