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Clave 1: Habla poco, escucha mucho
Nací el 24 de marzo de 1957 en Zamora. Mi madre, Paca, vivía y trabajaba en su pueblo natal, Vega de Tera, pero como se preveían complicaciones en el parto la trasladaron a la capital. Afortunadamente, al final todo fue bien y vine al mundo sin problemas.
Mi padre, Maximiliano, no estaba allí con ella. Se habían separado a los pocos meses de casarse. Él, por no contrariar a su familia, ni siquiera vino a verme, algo que nunca entendí y que todavía hoy me produce cierto resquemor. La familia de mi padre no quería a mi madre, por eso, cuando él murió tres años después en Avilés, mi abuela paterna, Matea, sus hijas y sus maridos intentaron que yo no heredara. Iniciaron un procedimiento de reclamación de deudas argumentando que mi abuela había dado a mi padre alubias, garbanzos y no sé qué más. Ganaron y el juez decidió subastar los bienes de mi padre, que por herencia me habrían correspondido a mí.
Yo era demasiado pequeño para entender de qué iba todo aquello, pero sí percibía la rabia y el rencor de unos y otros. Como supe luego, en aquel momento mi abuela materna, Natalia, y los hermanos de mi madre decidieron que yo tenía que tener la herencia que me correspondía, como cualquier otro hijo de vecino, aunque fuera poca cosa, así que reunieron el dinero necesario, acudieron a la subasta y compraron los bienes. Alguno intentó pujar, como un tal Felipe, pero mi tío Aurelio lo echó a la calle con cajas destempladas. Recuerdo estar sentado, con solo seis años, en una silla donde los pies me quedaban muy lejos del suelo, en medio de la sala del juzgado observando las caras serias de unos y otros y sintiendo el ambiente crispado, los nervios, el enfado…
Al final acabé teniendo mi pequeña herencia, si bien no heredada, sino comprada. Y creo que ahí empecé a darme cuenta de que las cosas en la vida rara vez son fáciles y que si uno quiere algo tiene que luchar por conseguirlo.
Una persona resiliente
Aquellas circunstancias familiares tan peculiares, junto con la crudeza de la vida rural en la España de los sesenta, hicieron que forjara un carácter bastante introvertido, aunque a la vez muy luchador. A eso contribuyó que un tiempo después del episodio de la subasta me enviaron a estudiar interno a Benavente, un pueblo cercano a Vega de Tera cuya toponimia, por pura casualidad, coincidía con mi apellido. Allí estuve interno en un colegio privado, supuestamente el mejor de la zona, pero donde se comía fatal, el trato era malísimo y se practicaba ese terrible dicho de “la letra con sangre entra”. Allí me dieron varias palizas, en el sentido literal de la palabra, una de ellas simplemente por haber comprado un estuche de pinturas en una librería distinta a la que ellos tenían en propiedad. Fue una época dura, pero contribuyó a convertirme en una persona, como dicen ahora, resiliente. Aprendí que si quería algo tenía que buscarme la vida, resistir y luchar por conseguirlo.
Hasta aquel momento mi madre trabajaba en el campo con apenas dos vacas, un carro y un arado. Era una vida muy dura, especialmente para una mujer sola, y el beneficio que obtenía apenas le daba para comer y pagarme los estudios. Se dio cuenta de que para prosperar tenía que buscar una alternativa, y dándole vueltas se le ocurrió la idea de montar una tienda de comestibles. En realidad, era más que eso: era también bar, ferretería, tienda de congelados, frutería… De todo un poco. ¡Vendía incluso ataúdes! Además, tenía el único teléfono público de Vega de Tera, que daba servicio a todo el pueblo, y uno de los pocos televisores, que congregaba a los vecinos que querían distraerse un poco con los programas que emitían en aquella época.
Durante los fines de semana y las vacaciones yo la ayudaba a despachar. Como digo, era muy tímido, pero allí empecé a foguearme en el trato con la gente. A la fuerza ahorcan, reza el dicho, y al principio fue así, porque no me gustaba nada estar de cara al público, pero con el tiempo aquella tiendecita se convirtió en una gran escuela. Me obligó a tratar con personas de todo tipo, de todo nivel y en todas las circunstancias. Y no solo del pueblo, sino también gente de paso, entre ellos muchos emigrantes portugueses que en verano regresaban desde Francia, Suiza o Alemania a su querida tierra natal. Aprendí lo que es la relación cara a cara con los clientes, tanto satisfechos como descontentos, tanto confiados como desconfiados, tanto respetuosos como faltones, tanto pacíficos como violentos. Incluso me tocó lidiar, siendo poco más que un niño, con algún que otro “borracho” o manejar situaciones límites con personas con enfermedad mental. Fue duro, pero obtuve cierta capacidad de observación de la naturaleza humana que luego me ha servido mucho en mi trayectoria como emprendedor y empresario.
De las muchas cosas que aprendí en aquellos años, una destaca por encima del resto: para entender hay que escuchar y mirar atentamente, abrir mucho los ojos y las orejas. O sea, hablar poco y escuchar mucho. Si te empeñas en hablar de ti, no escuchas y no entiendes.
De forma intuitiva aprendí a practicar lo que se llama la “escucha activa”, un concepto que hoy en día sé que es fundamental en el coaching y la psicoterapia, y que me atrevería a decir que es también clave para cualquier actividad empresarial, porque:
Toda empresa necesita clientes, y todo cliente es una persona que quiere ser escuchada.
La escucha activa
¿En qué consiste la escucha activa? Como su nombre indica, es más que simplemente recibir pasivamente información de otra persona, en este caso un cliente o un potencial cliente. Es escuchar de manera atenta y concentrada, prestando atención a todo lo que nuestro interlocutor transmite, no solo con sus palabras, sino también con sus gestos, con su actitud, con su mirada, con cualquiera de sus actos… Es decir, es escuchar con un alto grado de implicación comunicativa.
Puede parecer algo sencillo, pero requiere un esfuerzo y un entrenamiento. Lo normal es que enseguida tengas la tentación de hablar de ti, de las ventajas de tu producto o servicio, de tus virtudes y tus talentos, de tus valores y tus fortalezas, creyendo, erróneamente, que de esa forma seducirás más y mejor. Pero el sistema del pavo real cada vez funciona menos en el mundo de los negocios.
La primera y básica clave para conseguir clientes y mantenerlos es escucharlos de verdad, lo que significa ponerse en su lugar, ser empáticos.
La palabra empatía se ha designificado un poco a base de usarla demasiado, pero sería eso justamente lo que tenemos que practicar. Tenemos que ponernos en el lugar del cliente y escucharlo para entender sus necesidades, sus anhelos, sus motivaciones profundas. No se trata solo de fijarse en sus palabras, sino también en los sentimientos o pensamientos que hay detrás de lo que intenta expresar. El objetivo es establecer un contacto auténtico que se convierta en la base para una relación enriquecedora. Una relación efectiva y “afectiva”.
Yendo un poco a la práctica, la escucha activa incluye procesos cognitivos, afectivos y conductuales:
Cognitivos: hacer preguntas o pedir aclaraciones para que el interlocutor perciba nuestro compromiso y nuestra voluntad de escucharle y entenderle.
Afectivos: enviar señales de aceptación a la otra persona y hacia sus sentimientos, evitando los prejuicios y los juicios. Siempre que sea posible, llamarla por su nombre.
Conductuales: transmitir nuestra atención plena de manera no verbal, mediante el contacto visual, una postura corporal inclinada hacia la otra persona, gestos de asentimiento…
Muchas empresas no tienen una comunicación directa con sus clientes, y mucho menos una comunicación interpersonal. ¿Qué hacer en estos casos? Pues buscarla de alguna forma y por algún medio. Salir del despacho y buscar el contacto directo y cara a cara con ellos y ellas. Solo así se puede conseguir una comunicación de persona a persona, que es, al final, la única verdaderamente valiosa.
La experiencia temprana en aquel comercio-bar-tienda-para-todo de mi madre me ayudó intuitivamente a entender esto. Aunque, por supuesto, todavía no había oído hablar de escucha activa, ni siquiera del concepto de atención al cliente, aprendí sobre la marcha a tratar con clientes y proveedores, a tomar decisiones y a funcionar con mucha autonomía. Me convertí en un adolescente tan independiente que con catorce años decidí dejar la residencia de estudiantes para irme a vivir con unos amigos a un piso de estudiantes en Benavente, donde seguí estudiando bachillerato y trabajando como camarero. Ahí empezó una de las etapas más interesantes y a la vez más peligrosas de mi vida. Pero esa ya es otra historia…
Para ganarte un cliente tienes que empezar por escucharlo, y no de cualquier manera, sino poniendo todos los sentidos.
Clave 2:
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Clave 2: Persevera hasta encontrar tu océano azul
Al acabar el bachillerato tenía claro que quería salir del pueblo y me propuse estudiar la carrera de Ciencias Económicas y Empresariales en Madrid. Por proximidad me tocaba Salamanca, pero en aquel momento no había Económicas allí. El problema fue que las autoridades docentes de la Universidad Autónoma de Madrid se negaron a admitir el traslado de mi expediente aduciendo que no había plazas suficientes. Podría haberme resignado y hacer otra carrera, de hecho me habían aceptado en Santiago de Compostela para estudiar Medicina, pero la resignación es algo que nunca ha ido conmigo. Ya en aquel entonces sabía que en la vida las cosas rara vez son fáciles, que hay que superar obstáculos y problemas si quieres conseguir lo que quieres. Así que decidí irme a Madrid y asistir a las clases de la Autónoma, aunque no estaba matriculado, y mientras tanto seguir pidiendo que trasladaran mi expediente. A puro insistir, a falta de otros talentos, la persistencia siempre ha sido una de las cualidades que me han ayudado a triunfar. En mayo de aquel curso, ya en plenos exámenes finales, el rector, Eduardo Bueno Campos, accedió al traslado (creo que le di pena), de modo que pude examinarme del curso que finalizaba y seguir haciendo la carrera en Madrid.
No fui un buen estudiante, ni durante el bachillerato ni durante la carrera. Por eso, al licenciarme en Ciencias Económicas y Empresariales con unas notas más bien regulares y un nivel de paro en España que superaba el 25 %, pensé: “A mí no me contrata nadie. O me lo monto por mi cuenta o es imposible”. Aun así, tuve una primera experiencia laboral como administrativo-contable, aunque el título, más pomposo, era “director financiero”, en una empresa de pescado y marisco congelado de Barcelona que tenía una delegación en Madrid. La experiencia no fue buena y duró apenas unos meses. El gerente puenteaba a los propietarios y les hacía la competencia a sus espaldas, y pretendía que yo cerrara los ojos y mirara hacia otro sitio. Me negué y me despidió. Los principios éticos siempre han estado para mí por encima de todo. Es algo que me inculcó mi madre y que siempre he llevado a gala.
Aunque estaba a quince días de casarme cuando me despidieron y no se lo dije a la familia para no preocuparla, en realidad me hicieron un gra...