
- 357 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Más allá de las lágrimas
Descripción del libro
Según mi manera de pensar, es como si el cine hubiera sido creado para la filosofía -para reconducir todo lo que la filosofía ha dicho sobre la realidad y su representación, sobre el arte y la imitación, sobre la grandeza y el convencionalismo, sobre el juicio y el placer, sobre el escepticismo y la trascendencia, sobre el lenguaje y la expresión.
Cavell entiende la filosofía como un ejercicio de superación del escepticismo a través de la filosofía del lenguaje ordinario. De la misma manera, sus estudios estéticos sobre Shakespeare o el cine se centran en el modo en que el arte reflexiona desde diferentes medios y géneros sobre la siempre presente amenaza del escepticismo y la posibilidad de entendimiento del otro y de pertenencia a una comunidad. En El melodrama de la mujer desconocida, las protagonistas de películas como Luz de Gas, Carta de una mujer desconocida, La extraña pasajera o Stella Dallas representan la dificultad y final imposibilidad de alcanzar la felicidad sin renunciar a la independencia.
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Información
1
Oradores osados: La negación de la voz en Luz de gas
Dije ya que algún aspecto del lenguaje de los melodramas de la mujer desconocida debe asumir el peso que tienen las conversaciones en las comedias de enredo matrimonial. Pues bien, a continuación, en mi comentario de Luz de gas, añadiré que dicho aspecto del lenguaje es su ironía: la negación de la conversación, el reconocimiento de la soledad propia –un conocimiento que, porque todas trascienden el matrimonio, deben poseer en la misma medida las mujeres de nuestros melodramas–. Los diálogos en Luz de gas están llenos de una ironía sádica, por ejemplo, en el torbellino de palabras con el que este marido (Gregory, interpretado por Charles Boyer) castiga incesantemente a esta esposa (interpretada por Ingrid Bergman) («Paula, no te pongas histérica» –cuando provoca que ella se descomponga–; «¿No estarás empezando a imaginarte cosas, verdad Paula?» –cuando todo el tiempo que está con ella lo pasa sugiriéndole cosas en las que pensar–); también en la ironía de las direcciones, como por ejemplo en las primeras palabras pronunciadas en la película: «Atrás, atrás», dirigidas por un policía anónimo hacia los curiosos que se han congregado frente a la casa en la que se ha producido un asesinato, pero que, de alguna manera, debemos asumir que están dirigidas hacia nosotros en tanto espectadores, en cuyo caso, no obstante, debemos interpretar que son ambiguas, irónicas, ya que podría tratarse tanto de un aviso para protegernos de lo que va a suceder, como un consejo para que busquemos una perspectiva desde la que poder ver mejor la película; y, por último, en el desenlace auténticamente melodramático y lleno de ironía en el que la mujer se enfrenta cara a cara con su marido –blandiendo un cuchillo, quizá para liberarlo o quizá para matarlo, pero sin llegar a hacer ninguna de las dos cosas, o quizá haciendo ambas– y le espeta su propio cogito ergo sum la demostración de su existencia, que bien podría yo traducir de manera aproximada para esta película de la siguiente manera: «Ahora existo porque ahora hablo por mí misma; y en particular porque hablo desde el odio que siento por ti, por quien siempre ha actuado como si me entendiera, pero que se comportaba como si no me entendiera, el mismo que ahora sé que es el único que entenderá cada una de mis palabras y de mis gestos» (como si, en nuestro misterioso mundo, existir fuera sinónimo de venganza). A este postrero momento lo denominaré en adelante el aria de Paula, y su declaración es la causa de, o es causada por (esto es, es lo mismo que), su metamorfosis, o su creación, exactamente lo que cabe esperar de una afirmación del cogito que, como en el caso de Descartes, pone fin a la duda escéptica.
Por su parte, en el melodrama Luz de gas el cogito se produce en un contexto explícito de ironía y locura. Lo que le escuchamos decirle a su marido permite pensar que está loca, que ella no es sino lo que él ha sugerido que es y lo que él ha permitido que sea –¿o acaso está siendo irónica?–. No tengo noticias de que otros filósofos hayan hablado explícitamente de ironía cuando se refieren al cogito, pero tan sólo en contadas ocasiones han dejado de asociarlo con alguna especie de perplejidad demoníaca, algunas veces al referirse a la presencia de un peculiar círculo en el argumento de Descartes, otras al preguntarse si el cogito es realmente un argumento. Después de todo, cualquiera podría preguntarse lo siguiente: si se supone que sólo existo si reconozco que lo hago, sólo si reivindico mi existencia, ¿quién era yo antes de reconocerme?, y, puesto que la existencia de cualquier otro debe de estar sometida a la misma necesidad de reconocimiento que la mía, ¿ante quién me reivindico? Una perplejidad semejante es la que debe de haber mantenido viva la fascinación por el cogito durante tres siglos y medio, porque es improbable que su supervivencia se deba a alguna complejidad propia de su argumentación aún no comprendida). Ahora bien, es precisamente la asociación del cogito con una escena, o con alguna clase de actuación, alocada la que explica la encrucijada en la que se encontraba el pensamiento francés al comienzo de las dos o tres décadas que transformaron la práctica de la crítica y la teoría literaria: me refiero a la encrucijada provocada por Derrida al secundar el análisis que hizo Foucault de Descartes en su Madness and Civilization: A History of Insanity in the Age of Reason1. Quisiera recuperar aquel momento para definir cuál era mi propio punto de vista la primera vez que escribí sobre estos temas –un punto de vista que estaba, no me cabe duda de ello, estrechamente relacionado con mis primeras reflexiones sobre cine–. Pero primero digamos algo más de lo que estas películas tienen que decir sobre sí mismas, sobre cómo explican que la mujer se vuelva hacia su libertad en busca de la fuente de energía que le permita reivindicar por fin su existencia. ¿Qué ocurre con ella; en qué se ha convertido?
Que la mujer se libere de su marido apelando a la locura y a la ironía sugiere que la representación del matrimonio ofrecida por esta película es, precisamente, el modo de vida del que huyen las mujeres de las comedias de enredo matrimonial y de los melodramas de la mujer desconocida subsiguientes, unas mujeres que viven para liberarse de su modo de vida. En Luz de gas encontramos la contradicción perfecta a la clase de educación y de creación demandadas en las comedias de enredo matrimonial: en este melodrama la mujer está destinada a ser aniquilada, torturada hasta sacarla completamente de sus casillas.
La manera en que el pánico que siente la mujer ante la posibilidad de estar volviéndose loca queda reflejado en la pantalla por medio de los cambios de intensidad de la luz de la lámpara de gas en su habitación y por los tenebrosos sonidos que parten del techo es, según he tenido ocasión de corroborar en los comentarios sobre esta película, memorable–los que vieron la película tan sólo cuando fue estrenada, hará unos cincuenta años, la recuerdan tan pronto como se mencionan estos efectos–. No obstante, por lo general se recuerda equivocadamente que estos efectos son causados por el marido con el objetivo de volver loca a su mujer: sin embargo, los mecanismos que el marido emplea realmente con tal fin consisten, en primer lugar, en hacerle insinuaciones, luego en acusarla y por último en «demostrarle» que olvida cosas, que esconde cosas y que roba cosas.
El orden general de estos sucesos es más o menos el siguiente. Tras la secuencia inicial, en la que una joven Paula abandona la casa de su tía asesinada acompañada de un hombre mayor, la historia de Paula es retomada diez años más tarde a través de una serie de escenas en Italia que empieza con las lecciones de canto que recibe del viejo profesor de su tía, y finaliza la mañana posterior a su boda con un hombre que había conocido dos semanas antes (que resulta ser el pianista que la acompañaba en las lecciones de canto) y al que le habría prometido que vivirían en su casa –una casa sorprendentemente parecida a la casa en una pequeña plaza de Londres en la que él, según le confiesa, soñó que viviría algún día con la mujer que ama–. De nuevo en Londres, tras reabrir la casa y después de almacenar en el ático, por sugerencia de Gregory, todo el mobiliario que pudiera recordar a la tía de Paula, el deterioro de ésta –aparte de las crecientes muestras de pánico por culpa de los arrebatos de Gregory– se hace patente en su incapacidad para salir sola de la casa a dar un paseo vespertino, en su incapacidad para oponerse al violento rechazo de Gregory a la idea de recibir invitados en la casa, en su fracaso para lograr que sus sirvientes respeten sus deseos, y todo ello salpicado por los momentos de soledad bajo la vacilante luz de gas. Cuando, en una fiesta formal en la casa de lady Dalroy, una vieja amiga de la tía de Paula, ésta públicamente se desmorona tras un reproche que Gregory le ha hecho en privado, un joven detective de Scotland Yard (interpretado por Joseph Cotten) –amigo de la dueña de la casa y un admirador en su juventud de la famosa tía de Paula– adivina la urgencia de la situación y esa misma noche aprovecha que el marido de Paula vuelve a salir después de dejarla en casa para acceder a ella. El detective consigue que Paula recobre la suficiente confianza en su memoria y en sus propios sentidos e inteligencia como para poder aceptar una historia en la que el hombre con el que se casó fue quien asesinó a su tía.
De entre los muchos detalles memorables de la película, mencionaré sólo dos que tienen lugar después de que el detective abandone la casa con intención de interceptar a Gregory en su ruta habitual de regreso: 1) aquel en el que una cocinera algo dura de oído, al «confirmar» las exasperadas negaciones de Gregory de que un extraño haya estado en la casa el tiempo que él estuvo fuera, porque piensa que de esta forma protege a Paula, precipita sin embargo lo que da la impresión de que será la reaparición definitiva de su inseguridad –de tal manera que el mundo de las mujeres se ve involucrado en una conspiración con el exasperante mundo de los hombres–; y 2) aquel en el que Cukor homenajea a Hitchcok, quien podría haber filmado una película con este material, al enfocar fijamente la puerta de la casa durante más tiempo del que parece estrictamente necesario, después de que el detective haya abandonado la casa y Paula cierre la puerta dispuesta a esperar acontecimientos. En ese preciso instante, la cámara comienza a moverse distraídamente, como si se tratara de uno de los sueños de Paula, hasta que descubre a Gregory entrando en la casa por el piso superior –forzando la puerta del ático– en un momento de exposición y vulnerabilidad desconcertante, como si, después de todo lo que hemos presenciado, únicamente descubrimos que ese maníaco obsesivo ha estado persiguiendo su obsesión a tan sólo unos pocos metros de distancia de la mujer que ha convertido en su víctima, cuando ésta lo niega, como si también nosotros hubiésemos negando en parte esa obsesión, como si negásemos una parte de nuestra propia victimización. Un reconocimiento tardío de que no sabemos de dónde proviene el peligro.
Tan sólo el matrimonio que ha completado la clase de desarrollo histórico que otorga el poder para sanar, tendría el poder que tiene este matrimonio para destruir. La aniquilación de la mujer se consigue, en primer lugar, destruyendo la confianza que tiene en su propia memoria, consiguientemente, destruyendo su memoria. Algunas de las primeras palabras pronunciadas en la película son las de un hombre (una especie de tutor oficial, un funcionario, podemos suponer) que le dice a la joven Paula, cuya tía, y tutora, ha sido asesinada: «No, no, Paula. No mires atrás. Tienes que olvidar todo lo que ha ocurrido aquí» (en un momento en el que no hay nada delante de ella hacia donde mirar); más adelante, su marido Gregory le dirá: «Te estás volviendo olvidadiza, Paula» (al volver al escenario de su pasado y cuando tan sólo quiere, precisamente, mirar hacia delante). De manera que no sólo son hombres concretos los que están destruyendo su mente, sino que el mundo de los hombres, con sus propias contradicciones, es el que destruye la idea y la posibilidad de una realidad para ella. Esto guarda cierto parecido con lo que ocurre en el tratamiento, o en el relato del caso en que Freud convierte el tratamiento, de la paciente llamada Dora. (La actitud de Freud hacia Dora fue descrita por Steven Marcus en un ensayo de 1974 con el que logró reconducir la atención de la cultura literaria y psicoanalítica americana hacia este material cultivado de manera tan destacada por Freud, y que, en la actualidad, está siendo analizado de manera notable por el feminismo.2)
El proceso de confusión mental provocado es tal que, o bien hace que la mujer, en el melodrama de la mujer desconocida, parezca estúpida, o bien resulta en sí mismo increíble: ella no sabe cuál es la causa de los sonidos de pasos, bastante obvia, sin embargo, que escucha en el piso de arriba; ni sabe por qué, y muy pronto ni siquiera si, la lámpara de gas está, como también resulta obvio, apagándose en su habitación – el proceso es en sí mismo increíble, pero lo es de tal modo que lo que ella se imagina no puede ser descartado, ni por ella ni por nosotros, en base a que pueda tratarse de una estupidez ordinaria; sería como si la sugerencia cartesiana de que es posible que sueñe estar sentado delante del hogar pudiera ser descartada por él o (si le hacemos caso) por nosotros, sobre la base de que se trata de una estupidez ordinaria. Más bien se trataría de una estupidez metódica. (Claro está que lo que estoy ofreciendo aquí no es más que una pequeña broma acerca de lo que los filósofos han aprendido a llamar duda metódica a partir de Descartes, aunque no dejaré que mi broma sea interpretada con demasiada facilidad. Su finalidad es cuestionar si esta descripción filosófica es satisfactoria; pero también afirmar que una descripción filosófica semejante es necesaria en este punto.)– ¿Cómo se representa la superación por parte de la mujer de su estupefacción, su acceso al conocimiento?
Este acceso se inicia tras la aparición del joven, el hombre que viene de fuera, en este caso el detective, cuyo acceso a la casa es, de entrada, impedido por la mujer. El detective logra conquistar su confianza sólo cuando le muestra el otro guante del misterioso par de su tía que conserva en su caja de recuerdos; este emparejamiento es una manera aventurada de identificar un contacto auténtico. (Este emparejamiento puede provocar que nos preguntemos cómo consiguió Gregory ganarse su confianza en primer lugar –está bastante claro que Paula no ha tenido una relación romántica con otro hombre–.) El joven confirma la realidad de sus sensaciones (se trata efectivamente de pasos, la luz realmente parpadea) –llamémoslas expresiones de la realidad de su vida interior– y a continuación explora esta realidad haciendo preguntas terapéuticas, como las que hace un detective, sobre los momentos en los que disminuye la intensidad de la luz y en los que vuelve a aumentar. Su conocimiento alborea y comienza a terminar la noche de auto-estupefacción gracias a la insistencia del detective: «Lo sabe, ¿no es verdad, señora Anston? Sabe quién es el que está ahí arriba», y ella, de entrada, confirma esta afirmación de su conocimiento negándolo: «No. No. No puede ser él.» De nuevo, hay aquí un parecido estructural notable con el que quizá sea el punto crucial en el tratamiento de Freud a Dora, su insistencia en que ella posee alguna clase de conocimiento que es importante para su teoría, y la resistencia de ella a tenerlo en consideración (podemos estar seguros de que se trata de un conocimiento de índole sexual).
No puedo decir que me sorprenda esta temprana, y repetida, intrusión del caso de Dora en mis deliberaciones y, puesto que le doy la bienvenida, le prestaré un poco más de atención; concretamente debería explicar por qué no me sorprende esta intromisión. He sugerido que existe una conexión interna entre los descubrimientos del psicoanálisis y las formas de la narración cinematográfica, porque ambas tienen su origen en los últimos años del siglo XIX, concretamente en sus respectivos estudios sobre los sufrimientos de las mujeres. El papel fundacional de la mujer en el psicoanálisis se está volviendo un tema familiar a la vez que crece el interés por los primeros casos de...
Índice
- Prefacio
- Introducción
- 1. Oradores osados: La negación de la voz en Luz de gas
- 2. Psicoanálisis y cine: Momentos en Carta de una mujer desconocida
- 3. Patito feo, divertida mariposa: Bette Davis y La extraña pasajera
- 4. Postdata: A quien pueda interesar
- 5. El gusto de Stella: una lectura de Stella Dallas
- Bibliografía
- Filmografía