Futuro presente
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Perspectivas desde el arte y la política sobre la crisis ecológica y el mundo digital

Graciela Speranza

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Perspectivas desde el arte y la política sobre la crisis ecológica y el mundo digital

Graciela Speranza

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Dos fenómenos en apariencia irreversibles se han vuelto insoslayables en el siglo XXI: la devastación de los recursos naturales provocada por los seres humanos y la progresiva digitalización de todas nuestras experiencias. Parece claro que pensar sobre ambas cuestiones es urgente, pero ¿por qué es necesario pensarlas en conjunto? Porque, de manera deliberada, los poderes que las impulsan se mantienen en sombras y la escala global de sus consecuencias nos paraliza. Es esa oscuridad impuesta, justamente, la que el arte y el pensamiento contemporáneos pueden (¿deben?) iluminar.¿Cómo habla el arte de nuestro tiempo de la crisis ecológica? ¿Qué diálogos entabla con las diversas formas de lo digital? ¿Qué cruces son posibles con el activismo político, la filosofía, la sociología y la reflexión sobre la tecnología? En torno a estas preguntas, algunos de los más destacados pensadores, artistas e intelectuales contemporáneos sistematizan ideas hasta ahora dispersas y construyen en conjunto una reflexión sólida, capaz de descorrer el velo que cubre nuestra vida cotidiana.De los videojuegos a la intimidad en Instagram, de los derechos de los animales no humanos a los memes, de la inteligencia artificial a las nuevas formas de visualizar las obras de un museo, los textos de este volumen demuestran la potencia del arte como lenguaje de disenso y de transformación. Por los orígenes geográficos, disciplinas y registros diversos de los autores, este libro está llamado a interpelar no solo a quienes transitan el activo mundo del arte, sino también a todos los interesados en los efectos de la tecnología, los movimientos sociales y la filosofía política.Futuro presente muestra cómo, mientras nos obliga a mirar de frente un mundo amenazante y desigual, el arte puede, en el mismo movimiento, ofrecer alternativas. Incluso, escribe Graciela Speranza, aquel arte "que no tiene vocación política pero se vuelve político cuando hace posibles fantasías a primera vista impracticables".

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Información

Año
2019
ISBN
9789876299701
Categoría
Art
Segunda parte
Mundos digitales
6. El derrame de lo subjetivo y la construcción de un real asistido
Margarita Martínez
Mi presentación tiene que ver con el abordaje de ciertas mutaciones en la sensibilidad y en los modos de percibir que son evidentes en nuestra contemporaneidad, y de las cuales ya se han dicho cosas importantes. En principio, estos cambios están vinculados con las denominadas nuevas tecnologías, término amplio si los hay. Nuestra vivencia cotidiana en contacto con los artefactos tecnológicos es que cada vez los necesitamos más, que ciertos usos “novedosos” de súbito se nos han vuelto imprescindibles, y que cambiaron de tal modo nuestra relación con lo real que ya no sabríamos vivir sin ellos. Sin embargo, no está de más aclarar que estas tecnologías, que a veces parecen novedosas porque son novedosos los aparatos que las encarnan, no siempre suponen novedades en términos de las relaciones sociales que involucran. ¿Qué significa esto? Que en ocasiones un aparato “nuevo” actualiza una función social previa. Que no es necesariamente este el que nos “abre” a una serie de posibilidades, sino que, porque reclamábamos otros modos de vincularnos u otras formas de vivir, quedan habilitadas las condiciones culturales para que esos aparatos aparezcan, sean pregnantes, se expandan, e incluso se desvíen de las funciones originales para las cuales habían sido concebidos. Hay un ejemplo que da un pensador clásico de la técnica, Gilbert Simondon, que es muy ilustrativo: cuando apareció el lavarropas, la máquina como “máquina lavadora” supuso una novedad; sin embargo, en otras épocas históricas, quienes podían permitírselo tenían a un esclavo que realizaba la penosa tarea de limpiar la ropa del amo. Podríamos decir, junto con Simondon, que la máquina es nueva, pero la función social no lo es. De esta manera, muchas de nuestras máquinas del confort doméstico buscaron absorber tareas antes desempeñadas por esclavos: no es de sorprender, entonces, que temamos su rebelión, como alguna vez temimos la revuelta de los siervos.
Pero, mientras tanto, cada vez mayor cantidad de máquinas nos acompañan en nuestra vida cotidiana; ellas imponen usos, pero también se modifican por lo que les exigimos. No es porque tenemos celulares que nos sacamos selfies, sino que el aparato, primero concebido para hablar, se convierte en una terminal de mensajes, y luego de imágenes, y termina siendo diseñado por esa práctica imprevisible: se vuelve más liviano, más ergonómico para sostenerlo y manipularlo para una toma fotográfica. Y hay nuevas “vueltas de tuerca”. Éric Sadin lo ha planteado con gran claridad en su libro La humanidad aumentada: si antes la técnica parecía cumplir una función protésica (al completar o resolver alguna insuficiencia biológica), ahora parece haber asumido la vocación de “orientar la conducta”. ¿Cómo? A través de una multiplicidad de aplicaciones destinadas a hacer más “sencilla” (asumo su ironía) nuestra vida cotidiana y que se “instalan” de forma gratuita en nuestros smartphones, dejándonos al instante conectados a una multitud de sistemas que reciben de manera permanente datos de todo orden y que nuestros cuerpos suministran (gustos, consumos, movimientos). Una de las cuestiones más interesantes relacionadas con el destino de los aparatos es que, aunque el teléfono prácticamente se use solo en última instancia para “hablar” (lo que sería función primaria), para instalar todas estas aplicaciones hay que tener una “línea” que no se usa, un “número” que es en verdad la identificación del artefacto exclusivo para cada quien. Ese es el momento en que el smartphone se convierte en una suerte de prótesis subjetiva. Sobre las consecuencias de este hecho, ampliaremos más adelante.
Los cambios a los que nos referimos (y cuyo producto son estas máquinas de la información) tienen una filiación profunda que podemos situar en el mundo de la posguerra con la aparición de la cibernética, con la concepción de la información como algo que se puede medir y traficar mediante máquinas, y luego, décadas más tarde, con la aparición de máquinas individuales para usos sociales. El origen de estos cambios se relaciona con las reestructuraciones en los campos del conocimiento, sobre todo en el de las ciencias duras, y con el ejercicio de una cierta transdisciplinariedad que trajo aparejado el pasaje de nociones y conceptos desde las ciencias exactas hacia la lingüística y la biología, y viceversa. Fue un proceso largo y complejo. Uno de sus impactos más evidentes es el quiebre, que hoy parece definitivo, de los pares antitéticos con los cuales la Modernidad nos había enseñado a organizar y pensar el mundo: activo/pasivo, sujeto/objeto, amo/esclavo, verdadero/falso, animado/inanimado y otras tantas oposiciones binarias. En este sentido, la técnica y, lógicamente, las máquinas inducen terceros estados que se pueden ilustrar de manera muy sencilla. Pensemos en uno de esos pares antitéticos, vida y muerte. Hasta hace poco tiempo, se sabía con claridad qué era estar vivo, y qué era no estarlo. Hoy, podemos tener a un individuo en estado vegetativo conectado a un respirador por años. ¿Está vivo o está muerto? En efecto, ese par dicotómico vivo/muerto que me permitía pensar con sencillez una dimensión de lo real ya no me lo permite tan claramente. No sabemos con precisión si ese individuo “está vivo” o no lo está, y por eso es tan difícil decidir una desconexión desde el punto de vista ético. ¿Cómo se indujo ese estado intermedio? Mediante la técnica. Otro ejemplo: sexo, género, tópicos tan actuales. Hasta hace poco, se nacía biológicamente hombre o mujer. La noción de género no había sido formulada (también una noción fechada, por cierto). Aquel que no se sintiera, diríamos hoy, “genéricamente” acorde con su sexo no tenía mucho que hacer más que confrontar a su sociedad y, si se atrevía o lo deseaba, travestirse. Hoy tenemos la posibilidad de inducir terceros estados híbridos también gracias a la técnica; por ejemplo, el injerto de una prótesis y, sobre todo, las terapias hormonales, que son prótesis bioquímicas producto de la técnica. Esas salidas de la polaridad clásica hombre/mujer, estos “terceros estados”, son espacios abiertos por la técnica. Es en este sentido que la matriz técnica contemporánea presiona a los sujetos y su modo de erguirse ante lo real. En primer lugar, porque ahora nos pide definiciones todo el tiempo (la toma de posición parece ser el grado cero de la sociedad de la información, en política, en consumos, en todos los aspectos); en segundo lugar, porque esas posiciones no pueden no ser públicas.
Lo que mencionamos respecto de otras polaridades también ocurre con la polaridad público/privado: la segunda parte del siglo XX es el escenario de un desplazamiento del eje de la interioridad hacia lo visible. Estos cambios se han agudizado sobre todo en los últimos veinte años: lo que los demás pueden ver parece haberse transformado en lo más valioso que posee un individuo para su vida social, y esto supone una transformación muy larga, contradictoria y con resistencias. Para explicar este nuevo estadio intermedio entre lo público y lo privado la antropóloga argentina Paula Sibilia recurre a un neologismo proveniente del psicoanálisis, que es la noción de “extimidad”. Sibilia define la extimidad como aquello que tan bien conocemos nosotros a través de nuestras prácticas en las redes, y que es una intimidad que ha nacido para ser pública; es decir, la intimidad que exhibimos en redes sociales y en las pantallas. Ese “entre” (entre lo íntimo y lo público, lo éxtimo) –lo digo entre comillas– es el tercer estado donde se teje un nuevo tipo de sensibilidad de la que vamos a hablar aquí; este tercer estado rompe con la división público/privado, y también con otra disyunción, la de activo/pasivo, bajo la cual estábamos acostumbrados a medir nuestro vínculo con la máquina. Nuestra subjetividad, nuestra personalidad, parece derramarse más allá de las fronteras de eso que denominamos piel, y fluir, vía estos aparatos, hacia otros espacios mientras seguimos estando en este. Eso también transforma la noción de cuerpo propio, en la medida en que estos aparatos inteligentes, el smartphone y otros, son una suerte de extensión, una prótesis intelectiva, pero, sobre todo, una prótesis subjetiva. ¿De qué manera pensar entonces procesos tan complejos como aquellos anticipados por importantes autores, McLuhan por ejemplo, que consideraba que las tecnologías de la comunicación podían colaborar en la noción de un cuerpo extendido? Es en este punto en el que la vuelta de tuerca de la época nos obliga a enfrentar una situación delicadamente más compleja: en lugar de ser estos artefactos de la comunicación prótesis que extienden el cuerpo individual, el cuerpo individual parece ser una suerte de extensión de las tecnologías globales de la comunicación, a las que alimenta de manera constante con una multitud de datos y en tiempo real. La falta de acoplamiento entre las categorías que tenemos para pensar el mundo que nos lega la Modernidad a través de la filosofía, pero también la antigua metafísica, y la realidad a la que nos enfrentan los artefactos y la técnica de hoy, nos obliga, según algunos filósofos, a redefinir la propia noción de lo humano. La relación con uno mismo se da a través de la euforia o el miedo como efecto de la exposición: mientras que “mi cuerpo” pasa a ser más que nunca una suerte de mercancía social que hay que visibilizar, “mi cuerpo” deja de ser una unidad, incluso una propiedad: las formas técnicas actuales exigen abrirlo, lanzarlo hacia el espacio de la técnica, al convertirlo en proveedor de un nuevo tipo de materia prima: el dato que será procesado vía el data mining. Aquí recupero otras palabras de Éric Sadin de La humanidad aumentada: la liberación de los cuerpos que supuestamente ofrece la portabilidad (dada por el puntapié inicial del walkman en 1979) supuso, a la vez, un anclaje a las tecnologías miniaturizadas, que se constituyen, dice él, como “especies de álter ego indisociables de nuestras existencias y parcialmente superiores a nosotros”. Estos dispositivos, entonces, son en parte superiores a nosotros, en el sentido de que nuestros cuerpos individuales son, como decíamos, una suerte de extensión de las tecnologías globales de la comunicación que alimentan a estas tecnologías, vía sus redes, de datos en tiempo real; pero, a la vez, esos datos en tiempo real modelan nuestras conductas, orientándolas. Entonces, si estos aparatos, como el smartphone, hacen entrar en crisis la lógica de lo sensible, no es solamente por el hecho de que se desdibuje aquella antigua frontera llamada piel que conectaba el interior de nuestro cuerpo con el mundo; es mucho más que eso. Es nuestro carácter de “centro” de nuestro propio mundo el que se ve afectado en la época del ego total.
El cuerpo, como baza sensible, entra en juego desde un lugar más complejo que como soporte de aquello llamado “apariencia”, que engendra la imagen. A decir verdad, el cuerpo es además el soporte de una serie de operaciones destinadas a presentarnos según nuestra apariencia. Pero ahora lo estamos pensando desde otro lugar, y para eso reconsideramos el rol de las manos; su rol cuando “acarician” la superficie de la pantalla, pero también el “hacer con las manos” como transmisión de flujos energéticos desde el cuerpo hacia los objetos técnicos. Siempre se ha dicho que, si hay un órgano sensible por excelencia en el cuerpo humano, ese órgano es la piel. ¿Cómo no poner en jaque la diferenciación animado/inanimado si ese dispositivo en principio inanimado reacciona como la más sensible de nuestras superficies: reacciona al tacto, parece tener una piel de cristal? Así como Marx detectaba bajo el capitalismo el hechizo que la mercancía provocaba en nosotros (Debord va a decir que “tenemos una cierta familiaridad con la mercancía”), no debería sorprendernos que, en el momento en que el aparato parece reaccionar a lo más íntimo, al tacto, nosotros experimentemos hoy cierta intimidad con él. La pantalla táctil nos habla de una continuidad con nuestra piel que sugiere una intimidad real con lo inanimado de nuevo cuño (de ahí que caiga también la antigua oposición activo/pasivo en relación con la máquina). Éric Sadin observa que se constituye una “nueva mitología de artefactos digitales no ya proyectada sobre una distancia casi celestial, sino sobre una familiaridad carnal”. Es como si nos relacionáramos con otro cuerpo desde la reacción ante nuestro tacto, el comando vocal o el reconocimiento de los rostros. Un “cordón umbilical con el mundo” dado por artefactos que son, como dijimos, miniprótesis de nosotros mismos que reciben nuestros flujos proyectados mientras nosotros también vamos siendo cubiertos por otros flujos digitales (los anteojos Google) o monitoreados por ellos (las aplicaciones de salud). Desde este punto de vista, los smartphones instauran así, en palabras de Sadin, un modelo civilizatorio basado en un acompañamiento algorítmico de nuestras existencias.
Podemos discernir, entonces, dos lógicas de lo sensible que son reestructuradas por las máquinas como el smartphone. La primera es la que tiene que ver con la relación “táctil” con la herramienta, sumada al hecho de poder poseerla, que quepa (o no) en un puño, sentir su peso, tramar una interacción. La segunda lógica de lo sensible es la que involucra el llamado diseño de personalidad con el fin de construir un perfil, la que, según Boris Groys, convierte al común de los mortales en artistas de su apariencia, mientras que el artista deviene alguien que también debe “diseñar” su personalidad en redes. En este sentido, Internet y las redes basadas en la hiperconectividad se convirtieron en un espacio de diseño de personalidades dentro del cual, como señala Paula Sibilia, hay dos imperativos que parecen redefinir nuestra vida social más íntima: por un lado, el imperativo de la visibilidad; por el otro, el de la conexión. Qué estoy haciendo, qué me gusta, qué estoy pensando, cómo me visto hoy, qué estoy almorzando, cómo veo hoy a mi mascota. Facebook e Instagram, con sus enormes diferencias, son redes que exponen de manera sucesiva momentos cotidianos bajo una serie de postales en las que soy protagonista como sujeto u objeto de la mirada, o ambas cosas a la vez (la selfie). No es un dato menor que el baño o la habitación, por ejemplo –los espacios privados por excelencia de la casa moderna, los que solo conocían los más allegados–, estén hoy entre los escenarios más elegidos para selfies individuales; es decir, sean de los escenarios “más públicos” en la virtualidad. Asimismo, estos procesos están acompañados por un adiestramiento en la percepción y la capacidad de manipular la imagen de un usuario común; de ahí el seudocarácter de artista de “todos”. Como señala Sibilia, cada vez hay mayor cantidad de contenidos producidos por los usuarios, que, a su vez, están cada vez más entrenados en cuestiones como la producción y edición de imágenes, y el montaje de su propia vida para crear sus perfiles en red. Para Paula Sibilia, la disyuntiva supone preguntarse si estos perfiles “éxtimos”, híbridos de lo público y lo privado, tan cuidadosamente producidos por sus portadores, son obras generadas por artistas (que seríamos nosotros mismos) que encarnan nuevas formas de arte o “documentales verídicos sobre vidas reales”. Pensemos en la categoría de “seguidor” en las redes, homologable a la categoría de fan: personas que no conozco pueden seguir con avidez las noticias sobre mi vida a medida que las subo a Facebook, las fotos que subo a las historias de Instagram o las opiniones que voy volcando en Twitter, y eso en tiempo real, como si siguieran la trama de una novela por televisión; justamente, como si fuera un reality. En suma, el imperio de la emoción, lejos de quedar restringido al campo privado, hoy alimenta la mayor parte de lo que se sube a las redes; el goce se vincula con la pulsión escópica (espiar por el agujero de la cerradura qué está haciendo el otro); una pulsión antig...

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