El declive de la ciudadanía
eBook - ePub

El declive de la ciudadanía

  1. 192 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

El declive de la ciudadanía

Descripción del libro

La condición de ciudadano se ha convertido en uno de los focos de atención de los estudiosos y críticos de la democracia. Para el liberalismo el concepto de ciudadanía queda reducido a sus características jurídicas, a la pertenencia a un Estado que garantiza unos derechos fundamentales, con menoscabo de las obligaciones y el compromiso de las personas con una serie de valores éticos y políticos. Existe un déficit de ciudadanía que deriva de la idea de una libertad exclusivamente liberal, entendida como no interferencia, estrictamente negativa. Una libertad distanciada de los imprescindibles vínculos cívicos que constituyen el sustrato de toda democracia.La convicción de que la ciudadanía sufre un declive que amenaza los cimientos de la convivencia y de las instituciones democráticas ha inspirado el proyecto de educación cívica, con el objetivo de inculcar los mínimos éticos necesarios que cualquier ciudadano debe hacer propios. Un proyecto que no debería limitarse a ser una mera asignatura, sino que deberían hacer suyo todos los agentes sociales.Este libro analiza los factores que han contribuído a deslucir la función del ciudadano así como los intentos teóricos y prácticos propuestos para invertir la situación en que nos encontramos. Especial atención merece la propuesta de "educación para la ciudadanía" aportando elementos que la justifican y pueden ayudar a que se desarrolle satisfactoriamente.

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
  • Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
  • Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Ambos planes están disponibles con ciclos de facturación mensual, cada cuatro meses o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a El declive de la ciudadanía de Victoria Camps Cervera en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Teología y religión y Religión. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
PPC Editorial
Año
2010
ISBN de la versión impresa
9788428822268
ISBN del libro electrónico
9788428822589
Categoría
Religión
1
ÉTICA SIN ATRIBUTOS
A los mejores les falta convicción, mientras que los peores están llenos de intensidad apasionada.
W. B. Yeats, Second Coming
En dos sentidos distintos, pero complementarios, la ética de nuestro tiempo puede ser calificada como una ética sin atributos, un título reminiscente del conocido libro de Rober Musil, El hombre sin atributos. Por una parte, nuestro tiempo se parece al descrito por el autor vienés: una época de crisis en la que ya no es posible una mirada totalizadora con voluntad de comprender el mundo, una cultura desengañada y vacía, llena de contradicciones imposibles de evitar. Una época que invita a ser contemplada con un pesimismo insuperable, aun cuando en los primeros decenios del siglo xx –de ellos habla Musil– no habían ocurrido aún los grandes horrores de las dos guerras mundiales, los fascismos, el holocausto y las confrontaciones étnicas con las que acaba el siglo. Eso, si nos limitamos a hablar de Europa y dejamos el resto del mundo.
Pero hay otro sentido, más alentador, que me permite calificar la ética contemporánea como una ética sin atributos, y es el que quiero tomar como hipótesis de mis reflexiones. La ética (o la moral) de las sociedades democráticas, sociedades secularizadas que cuentan con un estado de derecho, no puede ser sino una ética sin atributos, es decir, una ética sin adjetivos que la califiquen ideológicamente y, en especial, sin calificativos religiosos. Nuestra ética, la ética a la que quiero referirme aquí, no puede ser ya una ética católica, islámica o evangélica. No porque las morales religiosas hayan desaparecido. Sigue habiendo mucha gente que no concibe la moral sino como la expresión de una doctrina religiosa. Pero el universo de las morales religiosas es el de los creyentes de cada iglesia, son morales o éticas que no valen para todos. Los estados democráticos se han ido secularizando, lo que significa que no pueden imponer a la ciudadanía una normativa moral derivada de una determinada confesión religiosa. Ahora bien, que las sociedades se hayan secularizado y los estados sean laicos, no implica que podamos prescindir de la ética como si fuera algo solo explicable desde ideologías o creencias muy particulares. Como dijo Kant, uno de los filósofos más determinantes para explicarnos qué es la ética y de dónde procede, esta está relacionada con nuestra condición de personas racionales. Somos personas morales porque somos capaces de decidir cómo debemos vivir, cómo debemos relacionarnos con los demás y organizarnos socialmente, de acuerdo con una ley universal –la ley moral– que llevamos inscrita en la razón. Dicha capacidad nos permite concebirnos a nosotros mismos como seres libres y capaces de decidir el conjunto de normas que deben orientar la existencia. Voluntad de hacer el bien y normatividad son dos elementos indiscutibles de cualquier ética: la ética se concreta en un conjunto de normas –no matar, no robar, proteger a los más débiles, respetar a todo el mundo...–, normas que son las que son porque vienen impuestas por nuestra condición de seres racionales. A partir de tales principios –imperativos categóricos, en el lenguaje de Kant– hemos llegado, por ejemplo, a la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Ahora bien, la ética de la que hablo, que no se identifica con una doctrina religiosa concreta y específica sino que más bien es la expresión del sentido que debemos dar a la humanidad, es una ética muy indeterminada. Consiste en una serie de valores y principios abstractos –la justicia, la paz, el respeto, la solidaridad, la tolerancia, el civismo–, unos valores y unos principios que, precisamente porque son abstractos, pueden ser suscritos sin demasiada dificultad por casi todo el mundo. Compartimos, de hecho, grandes palabras, a menudo vacías de contenido. Nadie se atreve hoy a negar que hay que hacer justicia, que la paz es mejor que la guerra, que todas las personas han de ser respetadas. Cualquiera se lanza a hacer declaraciones del estilo de que es una vergüenza que no seamos capaces de acabar con las hambrunas que hay en el mundo. El caso es, sin embargo, que la realidad no cesa de desmentir estas y otras declaraciones de principios. La realidad se nos muestra llena de injusticias, de violencia o de intolerancia. Las guerras se siguen justificando, por parte de los poderosos que las declaran, echando mano de todos los eufemismos que están a su alcance, para cubrirlas con la apariencia de guerras legítimas que defienden causas justas. No es que lo mismo no ocurriera cuando las morales se apoyaban en un fundamento religioso. Ocurría igual o peor, pero con una diferencia. El creyente por lo menos sabía que era un pecador y que alguien, más allá de este mundo, estaba juzgándole y podía pedirle cuentas. Hoy también tenemos jueces que juzgan lo que hacemos, pero son de este mundo, tienen nombres y apellidos y viven entre nosotros. Además, lo que tales jueces juzgan es la transgresión de la ley, no la falta de ética.
Con lo cual no quiero decir en absoluto que hayamos retrocedido desde el punto de vista moral por el hecho de haber abandonado o superado la dominación de las morales religiosas. Hemos progresado moralmente, porque somos más autónomos. Somos nosotros quienes decidimos qué debemos hacer y qué normas deben guiar nuestra conducta. También lo dijo Kant: la moral debe ser autónoma y no heterónoma. No hay que identificar la moral con el derecho o con una doctrina religiosa, sino que, ante cualquier norma legal o religiosa –ante cualquier «máxima», escribe Kant– debemos preguntarnos si lo que dicha norma prescribe es o no lo que debemos hacer. Dicho de un modo breve y más comprensible: sabemos que asesinar es malo no porque esté penalizado por la ley, sino que está penalizado por la ley porque es malo.
Una ética autónoma es progresista, porque el progreso humano siempre ha ido acompañado de más libertad. Y la libertad, además, es la condición de posibilidad de la ética: no se nos puede hacer responsables de lo que hacemos forzados por la necesidad, como crecer, envejecer y morir, sino solo de lo que hacemos desde la libertad. Ahora bien, el gran problema con el que choca la ética contemporánea, una ética sin atributos, una ética autónoma y creativa, es precisamente la falta de una doctrina sólida en la que fundamentarse. Una doctrina que nos diga sin ambigüedades ni palabras huecas qué está bien y qué está mal. Como se le dice al niño que debe obedecer a su madre, porque aún es incapaz de entender conceptos abstractos como los valores de la justicia y el respeto, un niño que aún no ha aprendido a razonar. Una ética sin atributos es una ética para personas adultas, capaces de dar razones de lo que hacen y de pensar por sí mismas. Pero pensar y decidir por uno mismo es complicado, exige un esfuerzo suplementario, obliga a hacerse responsable de lo que se ha decidido y a dar explicaciones con respecto a lo que se ha hecho mal. En el mundo actual es harto conocido que todo es muy incierto, casi nada es o blanco o negro, abundan los grises, todo parece relativo o complejo. Nos pasa lo que le pasaba a Ulrich, el protagonista de El hombre sin atributos, que actuaba de forma contradictoria, que solo daba respuestas parciales, que no encontraba nada categóricamente malo, porque todo podía ser también bueno desde algún punto de vista. Él mismo sintetiza su moral cuando dice claramente que«cree en la moral sin creer en ninguna moral determinada».
Las palabras citadas son una buena muestra, como digo, de lo que nos pasa hoy. Estamos desorientados. Incluso diría que la desorientación puede ser muy positiva si somos conscientes de ella y deducimos de tal realidad que solo con la colaboración de todos se podrá llegar a construir una ética más sólida y más sustantiva. Como dice Hannah Arendt, vivimos en un mundo patas arriba, donde todas las convicciones que tuvieron sentido en otros momentos, se han ido desvaneciendo y tenemos que aprender a andar «sin barandillas», sin ninguna ayuda. Tal reconocimiento debería hacernos más humildes y también más comunitarios. Gracias a las tecnologías de la comunicación es cierto que nos comunicamos con mayor facilidad, pero la comunicación sirve más para dar relieve a las diferencias que nos separan y nos dividen que a aquello que tenemos en común y podría unirnos.
La construcción de una ética sin atributos –o sin barandillas, para tomar la expresión de Hannah Arendt– es un reto que debemos afrontar como ciudadanos de una democracia. De hecho, estamos recogiendo los frutos de más de un siglo que se propuso enterrar a la ética, desacreditarla y excluirla del pensamiento filosófico. La filosofia de la primera mitad del siglo xx es más bien negativa por lo que hace a la reflexión sobre la moral. Considera o bien que es un discurso poco científico o que es un discurso burgués e hipócrita. A finales del xix, el positivismo entronizó a la ciencia empírica como el único conocimiento válido y con sentido; Marx rechazó cualquier forma de moral, porque la consideró una ideología al servicio de las clases dominantes; Nietzsche elaboró una genealogía de la moral, para poner de manifiesto todas las incoherencias de una moral fruto del resentimiento y cuyo objetivo era la aniquilación del individuo; Freud culpabilizó a las prohibiciones morales del malestar en la cultura; Sartre, por su parte, denunció como «mala fe» cualquier intento de construir una normativa universalmente válida; finalmente, la revolución del ‘68 puso la puntilla final y acabó de destronar al discurso moral. Es lo que hemos heredado, una crítica del pensamiento ilustrado y de la modernidad, lúcida y brillante sin duda, pero absolutamente destructiva y desaprovechable para construir una nueva ética. Tal es la razón por la que no tenemos barandillas en las que apoyarnos. La posmodernidad solo ha venido a alimentar el escepticismo.
Desde el escepticismo no se construye ética alguna. A mi juicio, la ética se nutre sobre todo de la insatisfacción que produce la realidad que conocemos y nos rodea. La ética no se basa en la complacencia, ni mucho menos en la autocomplacencia. Si pensamos que todo está bien como está, ¿para qué cambiarlo? Ahora bien, la insatisfacción de la que nace la ética no puede dar lugar a actitudes estrictamente negativas, que hagan imposible o inútil la esperanza, la esperanza de cambiar algo, de corregir algunos de los defectos e injusticias de este mundo, esperanza sobre de todo de mejorar la convivencia y progresar hacia un mundo más equitativo y más libre.
No se construye la ética desde el escepticismo, pero tampoco desde la seguridad de quien cree conocer la ciencia del bien y del mal. La ética requiere partir de unas convicciones claras y desarrollar al mismo tiempo un espíritu relativista que dé contenido a las grandes palabras –vida, paz, justicia, tolerancia– pero desde una actitud abierta y dialogante. Ambas cosas, convicciones claras y espíritu relativista, son necesarias para evitar los que a mi juicio son los dos peligros de una ética sin atributos: el fundamentalismo y la indiferencia. Una persona con convicciones firmes e incapaz de relativizarlas es fundamentalista y fanática. Una persona que lo relativiza todo y no es capaz de sostener ninguna convicción, cae en la indiferencia. Tiene especial sentido en nuestro tiempo la división entre liberales anémicos y fundamentalistas apasionados, expresada en el poema de Yeats cuya cita encabeza este capítulo: «A los mejores les falta convicción, mientras que los peores están llenos de intensidad apasionada».
El fanatismo es una actitud vinculada al entusiasmo, a la adhesión total a unas creencias que se aceptan sin matices y sean cuales sean las consecuencias. El fanatismo está vinculado a doctrinas claras, con normas que eluden diferentes interpretaciones. La yihad o guerra santa del islamismo es una opción fanática, cuando se entiende «guerra» en el sentido más literal y se vincula a un mandamiento divino que la justifica por sí misma. Los terrorismos son fanáticos, porque no ponen en cuestión la pertinencia de medios violentos para alcanzar unos fines que pueden ser muy válidos y legítimos. En cierto modo, el fanatismo es una actitud muy moral, pero sin flexibilidad alguna, absolutamente rígida. De ahí que el fanático, en realidad, no sea una persona libre, porque no es ella quien decide autónomamente qué debe hacer, sino la doctrina en la que cree y le va señalando el camino a seguir. La duda está excluída del pensamiento fanático.
Quizá parezca extraña mi afirmación de que el fanatismo es uno de los peligros de una ética que, a su vez, califico como «sin atributos», esto es, una ética sin doctrina, una ética que tiene que ir haciéndose a sí misma. Parece que el fanatismo es más propio de las éticas con atributos, éticas adjetivadas, como la católica o la islámica. Pero el caso es que las actitudes y comportamientos fanáticos son más frecuentes de lo que creemos y no siempre cuentan con un respaldo doctrinal. En un excelente escrito sobre el fanatismo, Amos Oz así lo reconoce al tiempo que dice, no desprovisto de ironía, que las universidades deberían organizar cursos de «fanatismo comparado», pues hay fanatismo en todas partes. Son fanatismos que se expresan de una forma silenciosa y aparentemente civilizada, que están presentes en nuestro entorno y quizá también dentro de nosotros mismos. Es el fanatismo de los «pacifistas deseosos de dispararme directamente solo por defender una estrategia un poco diferente de la suya para conseguir una paz con los palestinos»[1]. Lo cual no significa que no deban defenderse las propias convicciones, incluso con vehemencia. Pero una cosa es la convicción y otra una especie de superioridad moral que hace imposible o inútil el diálogo. Una cosa son las convicciones de cada uno y otra la razonabilidad imprescindible para contrastarlas con otras convicciones no menos importantes para quien las tiene. Precisamente porque ya no podemos fundamentar nuestras convicciones en religiones o ideologías, porque la época de los grandes relatos acabó hace tiempo, prolifera el fanático que defiende sus ideas sin imaginación, sin la capacidad de escuchar y de hacer lo que define la actitud ética propiamente dicha: saber ponerse en el lugar del otro.
El segundo peligro que amenaza a la ética hoy se encuentra en el extremo opuesto al fanatismo. Es la indiferencia. Un peligro sin duda más extendido que el anterior pues, por lo menos, el fanático ha de esforzarse por defender unas convicciones. El indiferente, no. Prescinde de los principios, ni los tiene ni le hacen ninguna falta. Ha hecho extensiva al terreno de la moral la máxima liberal del «dejar hacer»: todo está permitido y todo vale igual.
No hace mucho el escritor italiano Claudio Magris se refería a la cuestión diciendo que «un indiferentismo moral desenvuelto y apático» ha acabado siendo «el signo del laicismo», un laicismo identificado con una especie de «opinión difusa y dominante», que fácilmente «degenera en indiferencia, en olvido del sentido de lo sagrado y del respeto, en renuncia a la elección personal y a la independencia de juicio». El editor Leonardo Mondadori recogía las ideas de Magris, para vincular la escasa dimensión moral de nuestro tiempo a unos medios de comunicación que solo buscan exaltar la transgresión «agarrándose a la Nada del exhibicionismo desbocado, el erotismo difuso o la violencia». Las personas bienpensantes –añadía– suelen rechazar tales críticas, porque las consideran propias de un moralismo anacrónico. A lo cual Mondadori replicaba: «¡Viva la moral y la santa indignación! [...], ha llegado el momento de llamar a las cosas por su nombre y sustituir el lenguaje neutro y amorfo de la absolución colectiva por las “anticuadas” categorías del lenguaje bíblico, que define al mal como aquello que ofende la dignidad del ser humano y al bien como aquello que la promueve».
Efectivamente, el miedo a incurrir en posiciones totalitarias nos previene de utilizar palabras como el bien y el mal por miedo a parecer maniqueos y dogmáticos. Pero lo indiscutible es que la ética se construye desde la distinción entre el bien y el mal y no desde la indiferencia. Que sea difícil o imposible demostrar la validez de unas determinadas convicciones, no implica que no tengamos la obligación de defenderlas, si creemos en ellas. Al contrario: «Darse cuenta de la validez relativa de las propias convicciones y, a pesar de ello, defenderlas sin titubeo, es lo que distingue al hombre civilizado del bárbaro». Es una cita del economista Schumpeter. Hubo un tiempo en que los economistas decían estas cosas.
Las convicciones, en efecto, son perfectamente compatibles con un espíritu relativista. Relativista o razonable, es decir, una voluntad de contrastar las ideas propias con las del contrario, de escuchar y dialogar desde el supuesto de que todo el mundo tiene una historia y unos puntos de vista, pero que ninguna historia es más válida ni más convincente que la del otro. La condición humana nun...

Índice

  1. Prólogo
  2. 1. Ética sin atributos
  3. 2. Democracias sin demos
  4. 3. Republicanismo y virtudes cívicas
  5. 4. La necesidad de una ética pública
  6. 5. Moral y laicismo
  7. 6. Educar ciudadanos
  8. 7. La educación y el minímo común ético
  9. 8. La educación mediática, más allá de la escuela
  10. 9. La familia en la sociedad del conocimiento
  11. 10. La democracia electrónica
  12. Créditos