Travesía aérea
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Travesía aérea

  1. 344 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Travesía aérea

Descripción del libro

Piensa en cuando volaste por primera vez.

Cuando ascendiste desde la tierra y viajaste alto y rápido por encima de su arco de giro. Cuando mirabas hacia un nuevo mundo, capturado de manera simple y perfecta a través de una ventana bordeada de hielo. Cuando descendías hacia una ciudad desde el cielo tan fácilmente como un amanecer.

En Travesía aérea, el piloto de línea aérea y romántico aviador Mark Vanhoenacker comparte su amor irrefrenable por volar, en un viaje que va del día a la noche, de las nuevas formas de cartografía a la poesía de la física, los nombres de los vientos y la naturaleza de las nubes. La simple transmisión emocional que permanece en el corazón de una experiencia que los viajeros modernos dan demasiado por sentada: la alegría trascendente del movimiento y las notables emociones que la altura y la distancia confieren a todo lo que un hombre puede anhelar.

El siglo XXI ha relegado el vuelo en avión —tiempo atrás, notable hazaña del ingenio humano— al reino de lo mundano. Vanhoenacker, que abandonó el mundo académico y una carrera en el mundo de los negocios para perseguir su sueño de la infancia, en una fusión de historia, política, geografía, meteorología, ecología y física, nos ofrece una exploración poética de la experiencia humana de la huida que nos recuerda el peso de la imaginación en nuestros viajes más ordinarios y reaviva nuestra capacidad de asombro a través de fronteras geográficas y culturales.

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Información

Año
2018
ISBN de la versión impresa
9788494645365
ISBN del libro electrónico
9788494705151
Categoría
Viajes

Estoy en el asiento de ventanilla del lado izquierdo de un 747 azul celeste. Vuelo a Bélgica para pasar el verano con unos parientes, pero voy primero hasta Ámsterdam, para estar unos cuantos días con una amiga de la familia. Tengo catorce años. Es la primera vez que voy sin mis padres en un avión.
Acabaré considerando a esa amiga de la familia a la que voy a visitar como mi más vieja amiga, en ambos sentidos. Recuerdo que ya cuando era un niño pequeño pensaba que ella no era en realidad una persona mayor; que era tan amiga mía como de mis padres. Pero es más importante incluso para mí que eso. Fue en gran parte por ella por lo que se conocieron mis padres. Nacida en Nueva Inglaterra, ella y su marido pasaron un año a finales de la década de 1960 estudiando la pobreza en Salvador (Brasil), donde conocieron a mi padre. Mi papá tenía ya la idea de que los Estados Unidos podrían ser el próximo lugar para él; quizás hasta su lugar definitivo. Sus nuevos amigos estadounidenses le ayudaron a tomar esa decisión. Puede que fuesen los únicos estadounidenses a los que conocía bien… y la razón de que viniese a Boston al abandonar Brasil. Mi madre le conoció en una charla que dio en Roxbury sobre su trabajo en Brasil, en el fin de semana siguiente al asesinato de Martin Luther King.
Dos décadas o así después, vuelo solo a los Países Bajos, a donde se ha trasladado mi más vieja amiga. Anoche mis padres me llevaron en coche desde Massachusetts hasta el aeropuerto Kennedy de Nueva York. Antes de que marcháramos de casa me hicieron una foto en nuestro camino de coches, de pie, delante de nuestro Toyota verde, sosteniendo en la mano el pasaporte que ahora acaricio en mi mochila cuando empezamos a descender. Estamos a solo media hora de Ámsterdam. Mi amiga habrá aparcado en Schiphol, estará ya en el vestíbulo de llegada; sabe que es mi primer viaje solo en avión.
Miro por la ventanilla mientras escucho música en mi Walkman nuevo. Es la primera vez en mi vida que escucho música en un avión, y durante muchos años después esta banda sonora, la superposición de música sobre el mundo que gira, acompañará cada una de mis experiencias de vuelo más estimadas, sobre todo en el despegue y el aterrizaje. Aprenderé a parar o rebobinar, a emparejar el tamaño de los árboles que crecen con los minutos que faltan, a asegurarme de que está sonando la canción que haya reservado para este momento o, lo mejor de todo, de que esté justo terminando cuando las ruedas toquen la pista.
Esta mañana tengo la buena suerte de disfrutar de un asiento de ventanilla para acompañar mi música, pero la mala, pienso, del tiempo. Cuando salió el sol hace una hora o así el suelo del mundo allá abajo, lejos, era blanco y sin textura. Ahora el reactor desciende recorriendo esta sólida capa de nubes. Desaparece el azul y luego no hay cielo ni tierra en la ventanilla, ni nada que sugiera la distancia casi completada entre Nueva Ámsterdam y la Vieja, ni nada en absoluto sobre el lugar al que estoy llegando. Lo único que hay es el ruido del avión en la niebla, y la pequeña sacudida ocasional de sensación física, para recordarme que la estructura en la que he pasado la noche está en movimiento.
Las cimas de las altas nubes que el avión primero perforó y en las que después entró eran de un blanco brillante. Ahora nos deslizamos a través de un gris oscurecido, una desincronización del día que está perfectamente sincronizada con nuestro descenso continuo; el altímetro de luz. Recuerdo lo que me dijo una vez un profesor de ciencias sobre que las nubes no son lo que pensamos. No son agua en su estado gaseoso. El agua como gas (la humedad en el aire) es invisible. Lo que compone las nubes es hielo o pequeñas gotitas de agua líquida. El vapor o el vaho se eleva invisiblemente de una taza de té. Solo cuando se enfría de nuevo en gotitas líquidas vemos la nube que ha formado en la cocina.
Aparece abajo a una distancia indeterminable un barco. Parpadeo. No entiendo por qué el barco parece moverse directamente hacia arriba en el paño de cristal de la ventana, como si estuviese navegando verticalmente a través de la nube. Un momento después me doy cuenta de que el barco se mueve de ese modo porque el 747 en el que me encuentro está ladeándose acusadamente sobre la superficie de un mar que aún no puedo ver. La nube se espesa de momento y pierdo el mar. Luego descendemos más, estamos sobre un agua gris agitada, que cabrillea. Puedo ver la línea a lo largo de la cual el mar de nubes del que hemos descendido se encuentra con el mar de agua de abajo; la costa holandesa. Desde encima de las nubes, y dentro de ellas, podríamos haber estado sobre cualquier lugar, en cualquier época. Pero debajo de ellas es este día, en este país, y veo que el avión en el que estoy es solo una de las muchas naves que llegan a los Países Bajos desde lejos cruzando una diversidad de agua.
Volar nos da lo que es quizás lo último que esperaría un aspirante a piloto: una cercana experiencia del agua. Pensamos en la partición conceptual entre agua y aire como algo elemental, tan simple como el horizonte. Pero los pilotos de líneas aéreas ven más agua de la que ve cualquier marino. Aproximadamente un 70 por ciento de la superficie del mundo es mar; gran parte de la tierra sobre la que los pilotos de larga distancia trabajan está cubierta de nieve o hielo. Aproximadamente un 60 por ciento del mundo está siempre cubierto de nubes. Es un momento extremadamente raro en un avión aquel en el que no puedes ver agua.
Las aguas grises de Gotemburgo yacen bajo páginas cerradas de niebla, nubes de primera hora de la mañana cartografían perfectamente en agua el ondulante paisaje marino de las colinas escocesas a las que se aferran, los mares subtropicales de las Bahamas brillan en sus focalizados arcoíris de bordes azulados. Muchas tierras árticas se ocultan bajo una nieve tan omnipresente que su superficie es indistinguible de la de un sólido paisaje de nubes o un mar cubierto por el hielo. Lo único que vemos durante muchas millas y horas en el cielo (a veces durante casi el vuelo entero) es agua.
Dentro de la gama de temperaturas que se da en la superficie de la tierra, solo existe agua de forma natural en sus estados sólido, gaseoso y líquido. Estos tres estados juntos componen lo que los científicos llaman la «hidrosfera». Vista desde el cielo, la hidrosfera, nuestro mundo redondo de agua, gira tan inocentemente como una rueda, formando un ciclo que difícilmente podría ser más arquetípico. Rumi escribió: «Quiero que vuestro sol llegue a mis gotas de lluvia, para que vuestro calor pueda elevar mi alma hacia lo alto como una nube». Una molécula de agua pasa de media tanto en ese cielo como tú, que has volado a través de él, podrías pasar de vacaciones: nueve días.
Una de las mejores razones para convertirse en piloto, especialmente si eres de un lugar frío y gris, es la oportunidad de aflorar de un mundo de nubes; saber que la luz del sol estará presente casi todos los días de tu vida laboral. Un cielo encapotado me parece ahora distinto las mañanas de los días que voy a volar, porque sé que pronto estaré del otro lado, que las nubes, un telón de fondo de una escena de abajo, son solo una cortina echada sobre otra más brillante y más elemental. Por encima de todo día gris de invierno están retozando, elevándose, emigrando y muriendo las ciudades de nubes en la antorcha del sol. Un mundo libre de luz y agua se moldea a sí mismo según las ideas de forma más liberadas, entre las cuales pasamos nuestras horas habituales de trabajo en un avión de línea.
Un bosque o un herbazal de abajo pueden reflejar el 20 por ciento de la luz solar que cae sobre ellos. Algunas nubes pueden reflejar el 90 por ciento. Es característico que sea solo cuando el mundo de abajo pasa de tierra clara a nube, o descendemos entrando en las cimas de ese celaje bombardeado por el sol, o en las raras ocasiones en que seguimos aún entre nubes a una altitud de crucero, cuando yo ponga cada una de las viseras antideslumbrantes que me rodean, para aplacar el dolor de cabeza por todas esas grandes ventanas de un blanco tan brillante y carente de rasgos como el cristal esmerilado de una lámpara fluorescente. O me pongo las gafas de sol, un par de escudos frente a la majestuosidad cegadora del agua celeste, que allí en el cielo sería mejor llamarlas gafas de nube. Es tan raro que los desiertos estén cubiertos de nubes que predominan entre la tierra visible en un vuelo largo, lo que puede contribuir a la impresión de que las tierras del planeta son más secas de lo que son. Luego aparece una ciudad en uno de esos desiertos y el agua que vemos cerca (lagos, embalses, ríos encerrados en sus ondulantes marcos verdes de vegetación, que serpentean a través de la sequedad) parece tan sagrada como sangre. Giramos sobre la vida líquida del Tigris, del Ganges y del Misisipi, el sol poniéndose sobre la brillante cinta en la tierra, mientras civilizaciones parpadean a la vida en las riberas como estrellas de la noche inminente. Es la sombra hidráulica de la civilización, la luz del agua que se esparce hacia arriba: Bagdad, Benarés, Memphis.
En el DC-3, el 747 de una generación anterior, los pilotos volaban tan bajo en el cielo, con ventanas que goteaban, que llevaban a veces impermeables o botas en la cabina. Ahora volamos por encima de la mayor parte del tiempo meteorológico del bajo mundo, lo que es una razón de que el vuelo sea en general menos problemático que en los primeros tiempos de la aviación; en la mayoría de los casos, pero no en todos, y por eso nuestros radares meteorológicos exploran la ruta que hemos de seguir. La mirada del radar perfora las nubes y «regresa» con un mapa de precipitaciones (de gotitas más grandes, aglomeraciones de entramados más densos de agua del cielo) que se visualizan en la misma pantalla de ordenador que nuestra ruta. Una tormenta que se eleva de la tierra aparece en pantalla como estanques fractales superpuestos de severidad codificada cromáticamente, rojo revestido de ámbar, y ámbar incrustado de verde. Esa franja de tormenta, más o menos horizontal, se despliega directamente sobre la limpia línea de la ruta del avión y los iconos de los faros, formando una composición tan bien acoplada de lo orgánico y lo tecnológico como una imagen en primer plano de una bacteria que incluyese la punta bien visible de un instrumento científico.
Volamos rodeando a distancia las tormentas, pero de noche, incluso a una gran distancia, los relámpagos pueden llenar la cabina; podemos tener que activar el mando de «tormenta», que eleva casi automáticamente a su brillo máximo todas las luces de cabina, para que no nos cieguen los brillantes relámpagos nocturnos. El mapa de muchas de las rutas por las que se viaja con mayor frecuencia está escrito en agua o en su ausencia; nubes grises sobre Europa, el largo y profundo volumen de la oscuridad sahariana; tormentas que iluminan estroboscópicamente en las conurbaciones de nubes sobre África occidental, amanecer sobre la sequedad de un amarillo claro del Kalahari.
De día, la lluvia que cae de una nube diferenciada, vista con nuestros propios ojos, parece, más que nada, rayos de luz. Es rutinario en la cabina de vuelo ver cómo surgen las tormentas, y formarse, hincharse hacia arriba o esfumarse las nubes en tiempo real, y ver desde ellas la caída de nueva lluvia sobre el techo del mar; o sobrevolar los puntos finales de los glaciares, donde fragmentos de antigua nieve cristalina se hacen trizas al sol y se precipitan en el azul de luz policial de los mares del norte. Veo a menudo abajo un mar veteado de blanco, y no puedo saber si esos apóstrofos de agua que se ha vuelto blanca son obra del látigo del viento restallando en las olas allá abajo, tan lejos, o si esas cabrillas son en realidad nubes de hielo.
En la mayoría de las latitudes es más probable que esté nublado sobre el mar que sobre la tierra. Pero, incluso sobre el mar, un suelo sólido de nubes puede terminar bruscamente. Cuando cruzamos la costa de un país grande de nubes como ese, emergemos entre los azules espejos de la tierra. La luz del sol se esparce a través de las moléculas del aire; cae sobre el mar, y retoza entre las moléculas de agua. Los resultados son el modelo mismo del azul, el color, en cierto modo, tanto de arriba como de abajo, meditación y libertad a la vez; el «azul desbordante», el «azul intenso», el «azul doliente». Desde nuestros navíos aeronáuticos los colores del mar y del cielo están tan perfectamente conjuntados que resulta difícil saber qué es agua y qué es cielo sin la referencia del horizonte.
Robert Frost visitó la costa de Carolina del Norte de muchacho, aproximadamente una década antes de que fructificaran allí los trabajos aéreos de los hermanos Wright. Más tarde, Frost se refirió a su época en esa costa de Carolina, y a lo que emprendió el vuelo desde ella, en un poema titulado «Kitty Hawk»:
[…] Pero aquella noche me remonté
en las ilimitadas
playas donde latía
el Atlántico entero […]
Hemos dado un paso
hacia el infinito,
al hacerlo, digamos,
racionalmente nuestro […]
¿Qué mejor lugar para que empezase todo que una playa? Esa primera simetría entre la costa y una pista de rodaje, entre el mar y el cielo, aún se mantiene. Cuando un reactor baja las ruedas sobre agua, cuando desciende a terreno sólido desde encima de aguas abiertas, llega a tierra en todos los sentidos.
Hemos olvidado que el Good Ship Lollipop era un avión. Pero cuando pasamos del suministro eléctrico del aeropuerto al del avión, un capitán más veterano puede decir que hemos cambiado «a potencia de nave». En términos de navegación hablamos de posiciones «derivadas de la nave» o «propias de la nave». El capitán aún es en inglés «el skipper», haciendo uso del término marino, abreviado a menudo en «Skip» como una forma directa de tratamiento: «Hola, Skip». Yo soy, como copiloto, un «primer oficial» en un avión de línea, entre la tripulación hay «sobrecargos». Hablamos de «proa» y «popa», «camarotes», «cocina», «mamparos», «cala», «yugos», «manifiestos», «viradas», «brazolas» y «asiento». Contamos el avión por «cascos». Un colega que no está seguro de si estoy pilotando aún el Airbus A320 o si he cambiado al Boeing 747, me preguntará en que «flota» estoy. El pequeño mando que utilizamos para girar el avión a bajas velocidades en tierra, una especie de volante en el que pocos visitantes de la cabina se fijan, es la «caña del timón». Los aviones tienen «timones»; y, en un giro lingüístico análogo al caso de aquellos mamíferos marinos que han re-evolucionado en sus extremidades para su regreso al agua, los hidroaviones pueden tener «timones de agua».
Las protuberancias del avión que sostienen antenas o tubos de dre...

Índice

  1. Portada
  2. Travesía aérea
  3. Nota del autor
  4. Para Lois y Mark, y en memoria de mis padres
  5. El despegue
  6. El lugar
  7. La ruta
  8. La máquina
  9. El aire
  10. El agua
  11. Los encuentros
  12. La noche
  13. El regreso
  14. Agradecimientos
  15. Índice
  16. Sobre este libro
  17. Sobre Mark Vanhoenacker
  18. Créditos