Cosmos y Gea
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Cosmos y Gea

Fundamentos de una nueva teoría de la evolución

  1. 285 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Cosmos y Gea

Fundamentos de una nueva teoría de la evolución

Descripción del libro

Partiendo del estudio de una serie de enigmas situados en la frontera entre la vida y la materia, el autor nos propone una revolucionaria visión de la física y de la biología.¿Qué es la materia?, ¿cómo y cuándo surgió la vida?, ¿cómo se formaron los continentes, los océanos y la atmósfera?, ¿qué factores determinaron el despliegue evolutivo de las especies animales y vegetales?, ¿a qué se debieron las grandes extinciones catastróficas que registra la historia geológica?, ¿porqué no hay manera de encontrar los restos de ninguna especie ancestral?, ¿de dónde proviene el hombre?, ¿qué relación existe entre el Cosmos lejano y la vida en la Tierra? Estas preguntas tan fundamentales son reformuladas desde una nueva óptica, sentando así las bases de una teoría de la evolución.El principio de polaridad que se manifiesta como luz-oscuridad, expansión-contracción, contraespacio-espacio físico, macroevolución ascendente-microevolución adaptativa, fuerzas cósmicas-fuerzas terrestres, Cosmos-Gea es uno de los más fecundos para la biología, por estar enraizado en la realidad de la misma naturaleza. Con una claridad expositiva y un afán pedagógico poco comunes, este libro incita al lector a usar sus propias capacidades de pensamiento y de observación para comprobarlo.Cosmos y Gea es también un homenaje al trabajo de tres grandes genios europeos de las ciencias de la vida: Johann W. Goethe, Vladimir Vernadsky y James Lovelock.

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Información

Año
2010
ISBN de la versión impresa
9788472456433
ISBN del libro electrónico
9788472457683
Edición
1
Categoría
Biología

1. MÁS ACÁ DE LA MATERIA

«El átomo, la energía, la fuerza y la materia son en realidad conceptos auxiliares que hemos inventado para poder hacer afirmaciones sobre las percepciones sensoriales de un modo más simple y sinóptico.»
ERNST MACH

EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES

«En general la naturaleza ofrece pruebas acordes con las preguntas que hacemos” nos dice C. Sinclair Lewis.1 Me atrevo a añadir que las preguntas que hacemos, así como las respuestas que estamos dispuestos a aceptar, reflejan nuestro temple mental, nuestro paradigma personal, nuestro prejuicio metafísico. La época actual tiende a desechar las imágenes de otras épocas, no porque los nuevos descubrimientos que ha realizado las invaliden, sino porque tenemos otras prioridades y otros interrogantes, los cuales reflejan un cambio de la psique, un estado mental distinto.
Hoy nos hemos acostumbrado a creer que los antiguos tenían ideas primitivas e infantiles sobre la naturaleza de la materia. Por otra parte nos sentimos particularmente orgullosos de que la cultura y la ciencia contemporáneas hayan avanzado tanto en este campo y estamos firmemente convencidos de que nuestra tecnología es superior a cualquier otra del pasado.
Pero cualquiera que haga un estudio serio de las civilizaciones antiguas basándose en sus escritos, pinturas, esculturas y monumentos, se maravillará de su caudal de sabiduría y habilidad.
Tomemos por ejemplo las pirámides y los templos egipcios. Su estudio ha revelado, además de obvios méritos artísticos, tales maravillas de capacidad matemática y técnica, que es imposible decir que sus creadores fueran primitivos o infantiles. Las pirámides, las estatuas y las columnas de los templos están construidas con sólidos bloques de granito que alcanzan las veinticinco toneladas. A la ingeniería moderna, con toda su compleja maquinaria, no le sería nada fácil manejar o transportar esos bloques gigantescos. Y lo asombroso es que no hay canteras de granito cerca de la gran pirámide y de los templos. La más cercana está en Assuán, unos 800 km Nilo arriba. Nos estremecemos al imaginar cómo los bloques de piedra fueron transportados desde esa distancia y colocados en su emplazamiento definitivo. No menos enigmática resulta la reciente teoría de algunos geólogos y egiptólogos, que tras detallados análisis cristalográficos del granito de los bloques de la gran pirámide de Kheops, plantean que podrían haber sido fabricados artificialmente in situ, al pie de las pirámides, con técnicas totalmente desconocidas por nosotros. Por otra parte, los nítidos cortes que aún se pueden observar sobre la roca durísima de las canteras de Assuán no se pueden explicar con ninguna tecnología conocida.
¿No apunta todo esto a que los egipcios tenían facultades y conocimientos que nosotros hemos perdido? ¿No se vislumbran amplias razones para revisar nuestra creencia de que el ser humano antiguo estaba en una primitiva condición casi animal o infantil y que su progreso se ha realizado en todos y cada uno de los aspectos de su persona hasta alcanzar las alturas de nuestra presente era científica? ¿Es realmente tan ingenuo plantear que los pueblos antiguos poseían poderes de la psique que por evolución hemos perdido y que quizás podríamos recuperar con el uso correcto de nuestra facultad de pensar? Adoptaremos esta hipótesis de entrada para plantear una visión más abarcante de la historia de las culturas.
La paleoantropología ha probado, estudiando los restos de su cultura, que los hombres del final de la Era Glacial debían tener una conciencia totalmente distinta de la nuestra. Indudablemente, les faltaba la capacidad intelectual que se refleja en nuestros actuales logros tecnológicos, pero los monumentos megalíticos y el arte que nos han dejado parecen indicar que ellos podían percibir un mundo de fuerzas cósmicas que veneraban como divino.
Siendo sinceros, ¿porqué no plantear que quizás ese mundo continúa ahí, pero nosotros lo llamamos suprasensible o paranormal por la sencilla razón de que no lo percibimos con nuestros sentidos ordinarios y por lo tanto somos inconscientes de él?.
En la época anterior a la escritura de los Vedas, los primitivos arios trajeron el primer impulso cultural del neolítico desde las montañas del Asia central hasta el valle del Indo. Si hacemos caso a los escritos y a las obras de arte de la cultura hindú, el mundo suprasensible y sus habitantes, los dioses, eran percibidos por la gente de aquel período como lo son los objetos del mundo físico para nosotros. Pero, curiosamente, si los reinos del puro espíritu lo eran todo, la Tierra y el mundo material eran percibidos como un aspecto insignificante de la creación y considerados casi irreales, es decir, una ilusión o Maya.
Los historiadores y arqueólogos descubren en los períodos de cultura posteriores un interés creciente hacia la tierra y el medio natural. El ser humano parece descender paso a paso hacia la percepción y la consideración de la materia. Las primitivas civilizaciones enclavadas en el territorio que va desde el norte de Grecia al actual Irán se avanzaron al desarrollar a fondo la ganadería y al cultivar intensivamente las tierras. ¿Hay que suponer que aquellos hombres poseían el conocimiento y el dominio de lo que hemos llamado fuerzas cósmicas y que esto fue lo que les permitió literalmente crear, a partir de especies silvestres, los cereales y muchas de las plantas y árboles agrícolas que hoy disfrutamos? Sea como sea, deberíamos reconocer que todo esto ha supuesto logros mayores para la humanidad que las manipulaciones en gran parte arbitrarias de nuestros ingenieros genéticos.
Pero los datos que nos aportan los estudiosos de las culturas antiguas nos dicen que a medida que el interés hacia los asuntos terrestres crecía, el contacto directo con el mundo divino-cósmico se desvanecía. Comenzaba el crepúsculo de los dioses, esa separación entre la conciencia humana y la conciencia divina tan bien representada en las leyendas de los nibelungos y que Richard Wagner llevó a la escena operística.
En la cultura egipcia solamente unos pocos elegidos, los faraones y los sacerdotes, eran aún capaces de recibir iluminación desde el mundo suprasensible y transmutarla en acción terrena, en la administración política y económica del pueblo. Parece que las capacidades para hacer eso eran cuidadosamente planificadas por los sacerdotes. Se regulaba según los astros el momento del nacimiento del futuro sacerdote o del futuro faraón y desde niño se le sometía a especiales medidas de educación y a rigurosos aprendizajes en centros secretos, conocidos en la historia como “escuelas de los misterios”.
Esta evolución, que supone un proceso de aislamiento progresivo de la conciencia humana, parece avanzar durante el período griego, de modo que la percepción espiritual directa se hace cada vez más difícil, incluso entre los personajes considerados iniciados. Pronto sólo quedaron las ensoñaciones adivinatorias que las sibilas o pitonisas conseguían en estado de trance. Miguel Ángel pintó en la Capilla Sixtina a cinco de las sibilas más famosas de la antigüedad. Cada una es conocida por el santuario u oráculo donde residía: Delfos, Cumas, Eritrea, Persia y Libia. Está documentado que los reyes acudieron durante muchos años a esos lugares en busca de consejo.
En el imperio romano esta percepción que hoy llamaríamos paranormal parece oscurecerse todavía más y la encontramos degenerada por la ambición de poder en la persona de los emperadores que se consideraban a sí mismos dioses pero que han pasado a la historia como locos (Tiberio, Nerón, Calígula…).
Hoy, después de dos milenios, el contacto directo con el mundo espiritual parece estar perdido casi totalmente. Todo lo que queda de ello es una oscura aunque valiosa memoria, que ha quedado registrada en escritos religiosos, mitos, sagas, cuentos de hadas y relatos de sueños, y que, además, apenas sabemos interpretar.
Al revisar estos grandes desarrollos se observa que las fuerzas reconocidas en la antigüedad como divinas se aproximaban al hombre desde fuera, desde las alturas cósmicas, y que se las obedecía sin cuestionar. ¿Es aventurado decir que esas fuerzas han podido transformarse en facultades que hoy llevamos dentro, poderes desarrollados y guiados por nuestra propia iniciativa y nuestro juicio independiente?
Así, la capacidad de pensar, la autoconciencia y la libertad individual, tan apreciadas por nosotros, serían frutos adquiridos a costa de sacrificar la sabiduría y la clarividencia primitivas. Este paso puede verse ilustrado en los clásicos griegos: la gran diferencia entre héroes todavía guiados por los dioses como Aquiles en La Ilíada de Homero y hombres ya enfrentados con su propia conciencia como Orestes en la tragedia del mismo nombre de Eurípides.
Aunque este gran cambio de conciencia no ocurrió al mismo tiempo en todos los lugares del mundo. Grecia se destacó en primer lugar y Platón, que todavía experimentaba sus ideas como visiones espirituales, puede ser considerado como el último iniciado de la Antigüedad.
Desde los filósofos presocráticos, los elementos fuego, aire, agua y tierra eran considerados como las fases o piedras miliares del gran proceso de la evolución. Para todas las filosofías y cosmologías antiguas, la ordenación gradual de estas fases ha de verificarse desde lo más espiritual a lo más material, pues la creación es considerada en realidad una involución, una materialización.
Aristóteles se dedicó a vaciar esta sabiduría antigua, de la que en su época ya sólo quedaban fragmentos, en el molde mental recién adquirido de la lógica. Siguiendo esta clave, comprenderemos que en sus enseñanzas, en particular en su doctrina sobre los elementos, cuando habla del elemento aire no se refiere sólo a la mezcla de oxígeno, nitrógeno y otros gases: su concepto es mucho más amplio e incluye las fuerzas activas que originaron los elementos gaseosos. Cuando habla del agua no se está refiriendo al H2O de la química moderna, sino a una de las fases de la creación material, el elemento fluido y todo lo que contiene, incluida la actividad química.
Las doctrinas de Aristóteles, en gran parte reinterpretadas por los filósofos y científicos árabes que las llevaron a Europa a través de España, fueron la base del conocimiento hasta el final de la Edad Media, aunque cada vez menos vivas y más materializadas. La visión aristotélica, aún llena de vida, tuvo que ser sacrificada en el milenio siguiente por la visión más abstracta de la ciencia, que permitió al pensamiento convertirse en una facultad independiente, libre de la influencia del conocimiento cósmico visionario de los antiguos.

ENTRANDO EN MATERIA

El conocimiento de la materia ha aumentado increíblemente en los últimos siglos. Podemos preguntarnos cuál es la causa de este alud de progresos en las ciencias físicas. Si pasamos revista a celebridades como Lavoisier, Berzelius, Avogadro, Liebig o Wöhler, vemos que los problemas de la materia nunca habían sido estudiados con tanto poder de observación y de lógica. Esta sorprendente situación parece deberse a que la humanidad alcanzó un nuevo nivel de conciencia. El amanecer de este cambio de perspectiva comenzó en los siglos XVI y XVII en las personas de Galileo Galilei (1564-1642), Johannes Kepler (1571-1630), Robert Boyle (1627-1691) e Isaac Newton (1642-1727).
Según Boyle dos eran los principios de la filosofía mecánica: materia y movimiento. Los dos principios estaban naturalmente instalados dentro de un espacio absoluto, el espacio definido por Euclides, y de un tiempo asimismo absoluto. Estos presupuestos facilitaron que las cualidades de la naturaleza fueran descritas en términos matemáticos. Descartes aplicó esta filosofía para entender los fenómenos biológicos. Nació el concepto de cuerpo-máquina, ubicado en las leyes del espacio euclidiano.
Un énfasis cuantitativo se apoderó crecientemente de la ciencia, y la investigación experimental se fue limitando cada vez más al número, es decir, al pesar, medir y contar. Lo paradójico es que, aunque se suponía que las conclusiones sacadas a partir de los hechos experimentales no debían permitir al científico escaparse del reino de lo concreto y lo visible, de hecho fueron creciendo las teorías y las hipótesis que no pueden ser probadas físicamente. El resultado ha sido una visión cuantitativa y mecanicista del mundo natural que, al estar basada en una lógica y en unas hipótesis parciales, no puede responder a las preguntas esenciales. Las investigaciones de Haeckel y las explicaciones de Darwin sobre la evolución se encuadran exactamente en esta imagen del mundo.
El estímulo para desarrollar una imagen de la materia como constituida de partículas discretas y muy pequeñas, las moléculas, y éstas a su vez de átomos, proviene del descubrimiento que hizo Antoine-Laurent Lavoisier (1743-1794): el peso total de las sustancias que intervienen en una reacción química permanece inalterado después de haber reaccionado. Por otra parte, la teoría de la estructura atomística de la materia la estableció John Dalton (1766-1844) como una pura hipótesis de trabajo para dar una explicación simple a los fenómenos que había observado.
La hipótesis de que todos los gases están hechos de pequeñas e indivisibles unidades llamadas átomos, colocó a la química en el ámbito de la mecánica clásica. La mentalidad de la época adoptó rápidamente esa hipótesis, aunque los verdaderos genios de la química, como el sueco Jons Jacob Berzelius (1779-1848) y el italiano Stanislao Cannizarro (1826-1910), se esforzaron para protegerse a sí mismos y a sus discípulos de que los átomos, que no eran más que una simple ayuda conceptual, no adquirieran en sus mentes la categoría de entidades físicas reales. A pesar de esos esfuerzos, el pensamiento científico del siglo XIX no tardó en imaginarse el átomo como una realidad material y compacta, una especie de pequeñísima bola de billar.
La ley de la conservación de la materia (nada se pierde, nada se crea, todo se transforma), formulada a finales del siglo XVIII por Lavoisier, es aún considerada como una de las leyes más fundamentales de la naturaleza. Pero, ¿en qué hechos se basa esta suposición?
Amedeo Avogadro (1776-1856) descubrió que el hidrógeno y el oxígeno se combinan siempre en la misma proporción. Dos volúmenes de hidrógeno reaccionan con un volumen de oxígeno dando lugar a un volumen de vapor de agua. Las cantidades de hidrógeno y de oxígeno que excedan de esta proporción quedan sin reaccionar. Puesto que dos litros de hidrógeno pesan 0,18 gramos y un litro de oxígeno pesa 1,43 gramos (aproximadamente, 8 veces más), se pudo decir también que 2 gramos de h...

Índice

  1. Cubierta
  2. Título
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Sumario
  6. Prefacio
  7. Capítulo 1 - Más acá de la materia
  8. Capítulo 2 - Buscando las leyes de lo viviente
  9. Capítulo 3 - La vida no tuvo un comienzo
  10. Capítulo 4 - Sobre el origen de las especies
  11. Capítulo 5 - El eje de la evolución
  12. Capítulo 6 - Cosmos, Gea, Ánthropos
  13. Notas
  14. Bibliografía
  15. Cuadros a color