
- 528 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
El tiempo y el viento - Vol. 2 - El retrato
Descripción del libro
Si en El continente, primer libro de la trilogía sobre Brasil de Verissimo, hemos asistido a la fundación de Brasil como país a partir de varios personajes y épocas, en El retrato se introduce un giro en la historia, en esta ocasión el personaje protagonista de la novela es uno, Rodrigo Cambará, uno de los niños del Sobrado en El continente.
Tras estudiar en Río de Janeiro medicina vuelve a su hogar en Santa Fe, nos encontramos en el período de entreguerras y el consabido problema de las ideologías, representadas en varios personajes reseñables que irán apareciendo en la novela, a destacar un pintor vasco anarquista que bebe su desesperanza por los tugurios de Santa Fe mientras clama contra la iglesia, el rey o el fascismo.
Rodrigo es un idealista, alguien quien, como Pierre, el personaje de "Guerra y Paz", piensa en hacer el bien, pero la razón es sometida a veces al deseo y viceversa, y el bien se diluye en el fango de los claroscuros. Es Rodrigo un ejemplo de búsqueda de identidad, una búsqueda que sirve como metáfora de ese gigantesco país cuyo lugar en el mundo se está forjando en ese tiempo, ya no es lugar para revoluciones nacionalistas o regionales, ahora Brasil es un país y debe enfrentarse al mundo con una opinión propia que le sitúe en el mapa geopolítico, pero las buenas intenciones no van siempre de la mano cuando se trata de hacerse con una identidad propia, por bello, joven y armonioso que parezca el retrato.
Escrito en 1951, El retrato, segunda de las novelas de la trilogía El tiempo y el viento, es un crisol de las ideologías de entreguerras, comunismo, fascismo, socialismo, anarquismo… en un estado, Río Grande del Sur, que se ha erigido como el más importante a nivel militar del Brasil. Una fascinante historia en la que el amor, el deseo, la traición o la amistad van de la mano de sus personajes hacia un final incierto. ¿Qué es al final la ideología cuando los vientos soplan cerca de las personas?
Preguntas frecuentes
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Información
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Capítulo I
1
RODRIGO SALTÓ del tren y se precipitó corriendo en dirección a Liroca.
–¡Cuidado, joven! –exclamó un hombre que estaba en la ventana del vagón–. La parada aquí es corta.
Alborozado, Liroca se apeó del caballo al encuentro del amigo. Se lanzaron uno a los brazos del otro y estuvieron un rato dándose palmadas en la espalda.
–¡Viejo Liroca! –exclamó Rodrigo–. ¡Qué sorpresa más agradable!
Al principio el otro estaba como atorado; por fin pudo hablar:
–Ya ves. He venido especialmente a esperarte. Quería ser el primero en abrazarte.
Rodrigo percibía el olor acre y cálido de la piel sudada de José Lirio y le veía los ojos muy inyectados, pestañeando a la luz cruda de aquel mediodía de diciembre.
–Sé que eres mi amigo de verdad, Liroca –dijo, agarrando con ambas manos los brazos del otro.
–Hasta debajo del agua, chico. A las duras y a las maduras.
–¿Y cómo está tu gente?
–Mi gente ahora soy yo mismo. Cuando la tía murió, hace seis meses y ocho días, me quedé solo en el mundo.
–¡Todavía tienes amigos!
–Pero no demasiados, Rodrigo.
–¡Qué dices!
Los labios de Liroca temblaron, como si estuviera a punto de romper a llorar. De repente lo soltó:
–El Sobrado todavía está cerrado para mí –se quejó–. Tu padre no quiere saber nada de Liroca. Ni él ni doña María Valeria.
–Tenemos que hacer algo al respecto, hombre. Mis amigos tienen que ser amigos de mi padre.
Liroca bajó los ojos hacia la tierra color óxido.
–¡Qué va! La cosa ya no tiene arreglo.
Mirando por encima del hombro de su amigo hacia la plataforma de la estación, Rodrigo vio al jefe, con una gorra escarlata, que tiraba de la cuerda de la campana para dar la señal de partida. La locomotora silbó. Rodrigo volvió a abrazar a Liroca y luego se alejó de él en dirección al tren, que empezaba a moverse. Todavía se volvió a preguntarle:
–¿Me están esperando en la estación?
–¡Con banda de música! –gritó Liroca, con las lágrimas rodándole por las mejillas, mezcladas con el sudor–. ¡Nos vemos allí!
–¡Nos vemos allí!
Rodrigo saltó a la plataforma del último vagón y desde allí le hizo una seña al amigo, asaltado por una sensación que él mismo encontraba difícil de describir. La expectativa de la llegada le producía una exaltación nerviosa, a la que se unía la irritación causada por el calor y por la incomodidad de aquel viaje largo, polvoriento y cansado. No había podido dormir en el hotel de Santa María, donde había pasado la noche, y ahora estaba allí con una sensación de vacío en la cabeza, los ojos pesados, el hambre como bloqueándole el estómago.
Las lomas se extendían, cubiertas de arbustos, a la luz intensa del sol a plomo, y del suelo abrasador subía un trémulo vapor. Por unos instantes Rodrigo permaneció en la plataforma contemplando el campo y el cielo, aspirando, medio mareado, la humareda de carbón de piedra que la locomotora desprendía, escuchando el traqueteo cadencioso de las ruedas. Era un ruido evocador, aquel. Le vino a la mente la imagen de Toribio. Cuando eran niños a su hermano y a él les gustaba correr al lado de los trenes (¡ah!, ¡qué fascinante misterio ocultaba la palabra Auxiliaire pintada en los costados de los vagones!) intentando imitar la voz jadeante de la locomotora: ya te tengo, ya te suelto, ya te tengo, ya te suelto... Pensando en eso, con los ojos puestos en las paralelas relucientes de la vía huyendo vertiginosamente hacia el horizonte, Rodrigo se fue quedando alelado, de suerte que, a la sensación de hambre, cansancio e irritación se le mezcló la de vértigo y náusea. Y envuelto en sudor frío, sintiendo ásperamente en los labios partículas de polvo y de carbón, volvió algo tambaleante a su sitio, se tiró en el asiento, reclinó la cabeza contra el respaldo y cerró los ojos.
2
–¿QUIERE una banana?
Rodrigo abrió los ojos. Quien le hacía la pregunta era el hermano marista que había subido al tren en Santa María y con el que había venido charlando desde el amanecer. Allí estaba, delante suyo, el joven religioso, con su cara simpática y rosada, los ojos de un límpido azul, el pelo a cepillo. Sonreía de un modo seductor, aunque un poco tímido, y le ofrecía un plátano.
Rodrigo iba a rechazarlo, pero pensó que el mareo tal vez le viniera del hecho de tener el estómago vacío, agarró el plátano y le dio las gracias.
Le quitó la cáscara, siempre con la cabeza recostada, y empezó a comérselo. En aquel instante entró en el vagón un hombretón que llevaba un poncho de seda y bombachos negros y un sombrero de ala ancha con barbicacho. Le negreaba, en la cara bronceada de ojos oblicuos, un bigote espeso. El hombre caminaba con gran alarde, gritando con permisos que más parecían órdenes que pedidos. Llevaba debajo del brazo izquierdo la maleta de tela, y debajo del derecho los arreos. Las cabezas se volvieron hacia el recién llegado, quien, parado al lado del marista, exclamó:
–Aunque mal pregunte, joven, ¿este lugar tiene dueño?
–No señor, no tiene –respondió el marista, con pose sumisa, al tiempo que se apartaba hacia la ventana, a fin de dejar espacio al otro.
El gaucho se sentó, después de acomodar la maleta y los arreos en un hueco entre dos bancos.
Rodrigo entreabrió los ojos y los fijó en el nuevo compañero de viaje. No le conocía.
–Qué calor, ¿no? –dijo el hermano, para dar conversación.
–Y usted metido en esa sotana lo tiene que pasar mal, ¿eh? –observó el desconocido.
Se quitó el sombrero y el poncho y aflojó el nudo del pañuelo encarnado que le rodeaba el cuello. Miró al marista de soslayo, y en voz alta, para que todos le oyeran, dijo:
–Hay un cura en el tren. Es por eso que esta cafetera va con retraso.
El religioso sonrió amarillo y observó:
–¡Oh! Creo que eso solo es una superstición.
Era francés y hablaba con unas erres arrastradas.
El otro soltó una carcajada, que terminó con un acceso de tos.
–Pero no va a enojarse conmigo –pidió, con los ojos llenos de lágrimas–. No lo he dicho por mal. Me gusta bromear con la gente. Soy un tal Maneco Vieira, tropero.
Extendió su mano callosa, que el marista estrechó tímidamente, murmurando:
–Hermano Jacques Meunier.
–Mucho gusto.
El tropero empezó a liar un cigarrillo. El marista contó que iba a dar clases en el Colegio Champagnat, en Santa Fe. Maneco Vieira explicó la razón por la que estaba en el tren con sus arreos. Había ido a llevar una recua a cierta estancia en las proximidades de la estación de Flexilha y un toro bravo le había matado el caballo de una cornada.
–No he tenido más remedio que meterme en este trasto –concluyó.
Viendo que Rodrigo abría los ojos, el marista dijo:
–Pues este caballero también es de Santa Fe. Acaba de licenciarse en medicina en la Facultad de Porto Alegre. Es el doctor Rodrigo Cambará.
El tropero frunció el ceño.
–¿Cambará? ¿Pariente del coronel Licurgo?
–Hijo –respondió Rodrigo, sacando pecho.
–¡No me diga! –exclamó el gaucho, estrechando la mano del chico con efusión–. Muchas recuas le he vendido a su padre. Es un hombre muy cabal, de los de antes.
Entrecerró los ojos y los fijó largamente en el rostro de Rodrigo, como para estudiarlo mejor.
–Pero no me acuerdo de usted. Conozco bien a su hermano, Toribio.
–He estado siempre en Porto Alegre estos últimos años...
Rodrigo se dio cuenta de que el tropero le examinaba de la cabeza a los pies, deteniendo su mirada crítica en las botinas barnizadas de caña de gamuza.
–Por lo que veo –observó Maneco Vieira–, el amigo ahora ya tiene permiso del gobierno para matar gente, ¿no?
Dijo eso y soltó una carcajada. El marista miró vivamente a Rodrigo, como para ver si debía o no encontrar graciosa la observación del tropero; y como vio al joven sonreír, sonrió también, pero a su manera tímida y vaga.
Rodrigo contemplaba al gaucho con simpatía. Le gustaba el tipo, que le recordaba un poco al viejo Fandango.
–¡Quiera Dios que usted no vaya a caer en mis manos algún día! –bromeó.
El tropero picaba tabaco con su machete de hoja oxidada.
–Nunca he estado enfermo en toda mi vida, joven–respondió, devolviendo el cuchillo a la funda y empezando a amasar con la mano derecha el tabaco depositado en la palma de la izquierda.
Desde que el viaje empezó, Rodrigo había hecho amistad prácticamente con casi todos los pasajeros del vagón. Había discutido de política con un coronel de la Guardia Nacional que subió en Restinga Seca y que era partidario de la candidatura del mariscal Hermes a la presidencia de la República. Se había metido en un torneo de chistes con un viajante de comercio que bajó del tren en Cachoeira. En Santo Amaro, al ver en la estación a una viejecita solitaria a punto de subir al tren, le sostuvo el baúl de lata, la ayudó a montar al vagón, la acomodó en un banco y se pasó el resto del viaje cuidando de ella, dándole fruta, trayéndole agua, llamándola todo el tiempo abuela. En Santa María la acompañó a su hotel, le pagó todos sus gastos y al día siguiente volvió a acomodarla en el tren de la sierra, en un asiento al lado del suyo. Ahora allí estaba ella, con su cara mustia y terrosa y sus ojos líquidos: de vez en cuando le sonreía a Rodrigo como diciéndole: “la vieja todavía está aquí y va muy bien. Gracias por todo, hijo mío”.
Maneco Vieira empezó a hacer preguntas sobre el Angico, la estancia de los Cambará. Rodrigo las contestó como pudo y dejó morir la conversación. Quería ahora estar en silencio y paz para pensar. Dentro de veinte minutos estaría en Santa Fe, y eso le conmovía. Aquella vez no se trataba de volver solo para las vacaciones de verano: se quedaría para siempre. ¡Para siempre! Y la idea de que había terminado los estudios e iba a empezar a vivir, pero por cuenta propia, con responsabilidad de médico y tal vez muy pronto (¿quién sabe?) de cabeza de familia, le causaba un alborozo agradable. Volvió a recostar la cabeza en el respaldo del asiento y a cerrar los ojos. El tren corría ahora con más velocidad; el vagón traqueteaba y las ruedas seguían con su matraqueo duro y ritmado.
–Vamos a trote cochinero, padre–gritó Maneco Vieira.
Rodrigo sonrió sin abrir los ojos. Pensaba en los compañeros a quienes hacía poco había dicho adiós; los veía desfilar en compañía de las muchas otras personas que habían poblado su mundo de estudiante: los huéspedes de la pensión donde había pasado el último año; el bedel de la facultad, con su asma y sus manías; el encargado del necroterio, con su bancarrota crónica, siempre pidiendo dinero a los académicos, la criada morena que arreglaba las habitaciones de la pensión, y que había pasado por la cama de todos los huéspedes solteros; novias efímeras que tuvo en la Cidade Baixa, chicas ventaneras que olían a corilopsis del Japón o a Floramie de Pivert... Escenas de la ceremonia de graduación le pasaron rápidas por el campo de la memoria, como paisajes nocturnos entrevistos fugazmente a la luz de relámpagos. Pero fue con un lento deleite que se puso a recordar la última juerga que se había corrido con los compañeros en casa de Mélanie. ¡Qué gran mujer! Prestaba dinero a los estudiantes cuando estaban en apuros y les cuidaba cuando se ponían enfermos. Su promoción mantenía con ella una especie de cuenta corriente que nunca llegaba a liquidarse; y ahora que los recién licenciados volvían a sus casas, en varias localidades de la región, la cuenta se quedaría con un eterno saldo favorable a la francesa. ¡Mélanie se merecía un monumento!
Era curioso –pensaba Rodrigo–, pero la voz de aquel marista le recordaba a la de la prostituta. Abrió los ojos, los fijó en el rostro del religioso, que se comía una banana, mientras el tropero le describía un duelo a cuchillo que había presenciado en el municipio de Soledade entre dos estancieros.
–Acabaron los dos tirados en el campo, vaciándose de sangre...
Rodrigo volvió la cabeza hacia la derecha a fin de ver cómo estaba su “abuela”. La viejecita le dirigió una sonrisa tranquilizadora, y él, sonriendo también, volvió a cerrar los ojos.
En un asiento próximo, dos hombres conversaban en voz muy alta sobre el cometa Halley. Almanaques y periódicos anunciaban la aparición del gran ...
Índice
- Rosa de los vientos
- Chantecler
- La sombra del ángel
- Una vela para el Negrito