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La cultura de la cursilería
Mal gusto, clase y kitsch en la España moderna
- 387 páginas
- Spanish
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La cultura de la cursilería
Mal gusto, clase y kitsch en la España moderna
Descripción del libro
Como lo kitsch, lo cursi evoca la idea del mal gusto, pero es un concepto con más implicaciones. La cursilería ha sido un fenómeno cultural muy difundido en la sociedad española desde el siglo XIX, el poder europeo más resistente a la modernización económica y social. Un país caracterizado por una nostalgia de la jerarquía social pareja al desarrollo de su nueva clase media.
En "La cultura de la cursilería", Noël Valis examina en profundidad los significados sociales de lo cursi en la España de los dos últimos siglos, asignándole un papel principal en el desarrollo de la cultura burguesa.
Con un amplio conocimiento de la literatura, las tradiciones populares y la cultura de las emergentes sociedades industriales, Valis ve en lo cursi la disparidad entre las viejas y las nuevas maneras de ser, la entrega incómoda y desasosegada de España a las fuerzas de la modernidad.
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Información
Categoría
StoriaCategoría
Storia europeaCapítulo 1Sobre los orígenes
UN OBSERVADOR inglés de la vida de la clase media española en 1910 afirmaba,
Ahora les contaré un pequeño engaño diplomático del tipo que con tanta frecuencia se asocia en España a la pobreza y a los venidos a menos. Los cursis, como se llama en España a estos inofensivos fingidores, anuncian que se van a algún lugar costero de moda e invitan a sus amigos a despedirles en la estación de ferrocarril. Después de una afectuosa despedida sale el tren, y el cursi, apeándose en el primer pueblo… se queda escondido hasta que al final de la temporada veraniega retornan la clase y la moda a la capital… Un extraño esnobismo, sin duda, pero no exento de cierto elemento de patetismo, como mecanismo que es de una de las últimas vueltas en la carrera desesperada por guardar las apariencias y por ocultar la pobreza a ojos curiosos y lenguas crueles. De éstos se encuentran en España y en todas partes (Bensusan 147-48).
Este comentario, al provenir de un extranjero en el marco de la sociedad española, tiene interés sólo en términos comparativos. Bensusan, que era un judío inglés, entendía la marginalización especialmente bien, y el cursi, si algo era, es una figura periférica. Correctamente o no, Benusan también ve a estos cursis como emblemáticos de la historia y la nación españolas, esto es, como sinónimos de decadencia (“la pobreza y los venidos a menos”). Finalmente, apunta que tales personas forman parte del paisaje de la vida moderna en todas partes.
Lo cursi es uno de los fenómenos culturales más omnipresentes en la España del siglo XIX y principios del XX. Término intraducible, cursi se acerca al significado de kitsch, pero abarca mucho más que bazofia, sentimentalismo barato o baja calidad, rasgos comúnmente asociados al kitsch. En los diccionarios, el que finge refinamiento y elegancia sin poseerlos es cursi. La imaginación popular lo explica más escuetamente como “querer y no poder”. Lo cursi es una forma de deseo impotente, frustrado en sus aspiraciones a un orden de cosas más elevado en la vida23.
La pervivencia de lo cursi aporta una clave significativa para entender la cultura y la literatura españolas modernas. A partir de la mitad del siglo XIX en adelante, las clases medias españolas estuvieron nerviosamente obsesionadas por su apariencia, por su representación, pública y privada, del símbolo más nuevo (e inestable) del éxito y el poder. Estas mismas clases medias, con intereses y valores ligados a la floreciente identidad nacional, tenían también que bregar con las realidades de una desincronización cultural, social y económica, una sensación de inferioridad dolorosamente sentida (en relación a poderes como Francia e Inglaterra) y una insuficiencia. Como metáfora de la época, lo cursi capta simbólicamente la sensación de inadecuación que una sociedad marginalizada en transición experimenta al avanzar desde una economía tradicional a una organización económica industrializada y orientada al consumo. En literatura, y especialmente en la novela realista, el miedo a ser llamado cursi aflora repetidamente como una de las obsesiones latentes del periodo. Al centrarme en las múltiples manifestaciones de lo cursi me aproximo a la literatura y la cultura españolas desde abajo, metafóricamente hablando, dirigiéndome al bajo vientre de las ansiedades, deseos y miedos reprimidos que impulsaron la sociedad española del siglo XIX y principios del XX hacia delante y hacia atrás, entre los restos aparentemente anacrónicos de una ideología romántica y las incertidumbres de la problemática modernidad.
España, a principios del siglo XIX, estaba a punto de perder su antiguo rostro católico y real para adquirir una personalidad dividida. La invasión napoleónica de 1808 reforzó el tradicionalismo con una defensa de la monarquía, y simultáneamente estimuló la reforma liberal con la creación de las Cortes de Cádiz. La vuelta de Fernando VII al trono en 1814 inició un periodo de desgobierno, seguido del paréntesis liberal de 1820 a 1823, y después otra ola de represión antiliberal bajo Fernando. Después de su muerte en 1833, estalló la guerra civil. El reinado de su hija Isabel II (1833-68) vio significativas reformas administrativas, económicas y constitucionales, que incluyeron la reorganización de las provincias en un estado más centralizado, la abolición del vínculo, la desamortización de tierras mantenidas en manos muertas, y un debilitamiento del privilegio. Pero el escándalo real, la incompetencia en el gobierno, una crisis económica y otros desórdenes hicieron que Isabel fuera finalmente muy impopular, lo que llevó a su destronamiento en 1868 para intentar instituir una monarquía constitucional y después una república. La guerra civil y la agitación política y militar trajeron finalmente el retorno de la dinastía de los Borbones con el hijo de Isabel, Alfonso XII, en 1875. Este periodo, conocido como Restauración, inauguró una era de orden y tranquilidad relativos, logrado en parte por las manipulaciones y corruptelas del sistema parlamentario y un caciquismo afianzado, y en parte por el crecimiento de la industria, el intercambio y el comercio (concretamente la industria textil catalana y los sectores de la minería y la banca en el País Vasco, por ejemplo). A principios del siglo XX (y después de la desastrosa guerra de 1898 en Cuba), sin embargo, se hizo evidente que la calma superficial de la vida en la Restauración escondía profundas divisiones ideológicas, económicas y religiosas, con una creciente ocurrencia de huelgas, actos anarquistas de terrorismo, anticlericalismo, oposición liberal y radical y surgimiento de nuevos partidos políticos. Las demandas regionales también crecieron.
Así el país parecía balancearse de forma alarmante entre los polos del engreimiento retrógrado y la confusión progresista –presionada por el rompimiento gradual de instituciones y modos de ser tradicionales– y la llegada de clases sociales mal definidas y nuevas demandas de mayor democratización y expansión comercial. Historias políticas y socioeconómicas de España explican esta crisis como resultado de las instituciones e ideologías, por un lado, y de las clases sociales y las fuerzas económicas por otro. Importantes como son estos principios organizativos de las historias escritas, hay que situarlos también en el contexto de las propias autorepresentaciones de la cultura. ¿Cómo se percibía a sí misma la cultura española en este periodo? ¿Qué lenguaje encontraba la gente para representar el cambio y la diferencia, para expresar sus ansiedades, deseos y miedos respecto a estos cambios? Y más concretamente, ¿cómo se veían a sí mismas las clases medias españolas, cuyo desarrollo fue crucial en la construcción de la España moderna y de una identidad nacional en los siglos XIX y XX?
Durante mucho tiempo los historiadores afirmaron que no hubo una clase media significativa en España, que España era una excepción en el desarrollo occidental. Ortega y Gasset, por ejemplo, asociaba la cursilería a la ausencia de una clase media potente. Pero muchas de nuestras ideas sobre la historia y cultura españolas de este periodo deben revisarse, como han demostrado ampliamente Adrian Shubert, David Ringrose, Jesús Cruz y otros. Las clases medias en España, como en el resto de Europa, especialmente la clase media alta y la alta burguesía, funcionaron simbióticamente en alianza con la antigua oligarquía aristocrática que se apoyaba en la tierra y en estrechos vínculos políticos y familiares con las estructuras gobernantes del momento. Políticamente, las clases medias españolas en general no lograron ninguna reforma revolucionaria, pero socialmente, esta clase amorfa y difícil de definir ejerció una influencia cultural considerable en la sociedad española. La percepción de la cursilería, que se espera ver sobre todo en los escalones más bajos de las clases medias o pequeña burguesía, también se proyecta cada vez más en todos los niveles de la sociedad española de clase media a finales del siglo XIX. Mientras la tesis de Ortega y Gasset de que la presencia de la cursilería evidencia una clase media débil es válida en algunos aspectos, puede argumentarse que la cursilería, especialmente en su percibida pervivencia, apunta a una ansiedad y un miedo latentes tanto en las personas de la clase media como en las que no lo eran. Para el primer grupo, que todavía contemplaba a la aristocracia como su modelo social, la cursilería indicaba inferioridad cultural y pretenciosidad. Para los segundos, ser acusado de cursilería significaba una pérdida de distinción, la distinción de la clase misma. En cualquier caso, la sensación omnipresente de que era difícil escaparse a la cursilería insinúa, primero, que la sociedad de la clase media como entidad cultural contaba mucho más de lo que indica el comentario de Ortega. Y segundo, evidencia que los difuminados límites de lo cursi representan y al mismo tiempo fomentan la ruptura de las diferencias entre las clases sociales.
* * *
SE trata, por tanto, de percepciones, y no necesariamente de realidades empíricas. Lo que me interesa especialmente es el papel que el sentimiento representa en cuanto a su contribución a una comprensión de los cambios e identidades sociales e históricas. Si, como han afirmado los antropólogos culturales, hay una estructura de sentimiento que se revela a través de las mismas transformaciones que mueven emociones en la esfera de lo sentido y lo visible, ¿cómo siente esa estructura histórica y culturalmente?24 ¿Cómo se habla de emociones muertas? Una emoción no puede conocerse excepto cuando se expresa, y una vez expresa, se convierte en algo más; se convierte en una representación del sentimiento. “La emoción”, escribe Jean Starobinski, “no es una palabra, pero sólo puede exteriorizarse a través de palabras” (81).
Más significativamente, “la verbalización de la emoción está entrelazada con la estructura de lo que se experimenta” (Starobinski 82). Incluso cuando el sentimiento se comunica de manera no verbal, hay un lenguaje que siempre debe existir o ser creado para dar a conocer ese sentimiento. En cualquier acontecimiento, es difícil separar la emoción del lenguaje, porque el lenguaje –entendido en su contexto más amplio como discurso comunicativo, culturalmente flexivo–, configura profundamente los contornos, la dirección y el propósito de todos los sentimientos humanos. Esta es, por supuesto, la revelación hasta ahora no alcanzada hacia la que se mueve el psicoanálisis como disciplina. No alcanzada porque el hueco entre la emoción y el lenguaje permanece finalmente como un enigma abierto. Es la base de la mayor parte de las actuales investigaciones lingüísticas, antropológicas e incluso históricas25. También impregna, con frecuencia de manera inconsciente o implícita, los estudios literarios, tanto en el uso retórico como en el análisis de los tropos y la ideología.
Una estructura de sentimiento, por tanto, debe poseer un lenguaje, y ese lenguaje a su vez debe, de alguna manera, ajustar expresivamente los sentimientos. En términos culturales e históricos, debe situar el sentimiento, posicionando y localizando las cualidades y transformaciones de la vida afectiva. Leer este lenguaje de la vida afectiva es buscar los signos, la serie de marcas culturales que efectúan la unión de texto y referente. Mientras es correcto decir que las emociones exactas, las comprensiones precisas que la gente tenía en el pasado no pueden leerse retrospectivamente, podemos aproximarnos a las huellas, a las resonancias que permanecen, con todo el respeto debido a la distancia histórica y toda la precaución ante la interpretación subjetiva.
Fascinante y sugerente como es la noción de estructura de sentimiento, resulta extremadamente difícil de detallar. Raymond Williams en Marxism and Literature define la estructura de sentimiento como “experiencias sociales disueltas” (133-34), esto es, aún no fijadas ni solidificadas. Como Williams está especialmente interesado en los procesos formativos de las sociedades, se concentra en el papel de las estructuras de sentimiento como una especie de conciencia práctica “que realmente se está viviendo” en la vida contemporánea (131). No analiza la cuestión de cómo las estructuras de sentimiento pueden haber funcionado en el pasado o cómo uno puede reconocerlas y aproximarse a ellas desde el punto de vista supuesto de la historia terminada.
De forma similar en este sentido, los antropólogos culturales, al estudiar la “antropología del afecto” se han concentrado, en las culturas contemporáneas, en la relación entre el individuo y el grupo en rituales, celebraciones y otros acontecimientos expresivos como emociones humanas que se están transformando, creando así una estructura de sentimiento que se mueve hacia atrás y hacia delante, entre y a través del grupo y del individuo. Ese movimiento es, como observa James Fernandez, necesariamente figurativo, aunque basado en el cuerpo, tanto social como individualmente. Estas estructuras de sentimiento constituyen una especie de narración que, como verdad metafórica, aporta explicaciones para una cultura concreta. El estudio clásico de Clifford Geertz sobre la pelea de gallos balinesa como “juego profundo” insinúa que participar en tales acontecimientos es “una especie de educación sentimental” que capacita a los balineses para ver su propia subjetividad y situarse en la sociedad (The Interpretation of Cultures 449-50).
En ese caso, la historia balinesa, me parece, es siempre la misma, basada como está en el ritual. Raymond Williams, por otro lado, al favorecer como objeto de estudio las sociedades modernas industrializadas, enfatiza la naturaleza inestable y transitoria de una cultura en formación, y por tanto el carácter cambiante de sus historias. Cree que al examinar los cambios en las estructuras de sentimiento se puede entender mejor el proceso y las contradicciones del cambio histórico antes de que se petrifique o institucionalice, antes de que se homogenice y se moldee en una forma consistente y racionalizada. En este intento de vencer la oposición teórica entre la base y la superestructura, la crítica marxista también parece acercarse más a los objetivos materiales de esos antropólogos culturales que examinan las emociones en las prácticas cotidianas (y no sólo en los rituales), aunque para mí no está claro si la “estructura” en el caso de Williams se refiere a una especie de abstracción materializada, a un metacomentario o a una estructuración real del sentimiento a través de prácticas sociales (me inclino a aceptar las tres posibilidades).
Teniendo en cuenta las diferencias se puede apreciar mejor lo que estas aproximaciones tienen también en común: el entendimiento y el uso del sentimiento, simultáneamente, como una forma de conocimiento y como una práctica social. Williams insiste en que no es una cuestión de “sentimiento contra pensamiento, sino de pensamiento sentido y de sentimiento pensado” (132). De forma similar, la “educación sentimental” de Geertz hace hincapié en el “uso de la emoción para fines cognitivos” (The Interpretation of Cultures 449). La antropóloga Michelle Rosaldo escribe con convicción elocuente “que el sentimiento se configura siempre a través del pensamiento, y que el pensamiento está cargado de significados emocionales… Las emociones son pensamientos ‘sentidos’ de alguna manera en impulsos, pulsos, ‘movimientos’ de nuestros hígados, mentes, corazones, estómagos, pieles. Son pensamientos encarnados filtrados por la sensación de que ‘estoy involucrado’” (143). Aunque no rechaza la base psicobiológica de las emociones humanas, Rosaldo también afirma que las emociones son “envolventes”, esto es, son fenómenos sociales. Como prácticas sociales, por tanto, tienen consecuencias reales, produciendo efectos tan “simples” como el matrimonio o tan complejos como la creación o destrucción de naciones-estado. “Las emociones”, afirman los antropólogos Abu-Lughod y Lutz, “son hechos socioculturales” (11).
¿Cómo entonces puede entenderse el sentimiento cuando se expresa, no en un organismo o sociedad viviente, sino en artefactos culturales que en algún sentido han muerto? Aunque la cultura ha de considerarse “como un conjunto de textos” (Geertz, The Interpretation of Cultures 448), esto no significa que todos los textos sean del mismo tipo y que podamos, por tanto, aproximarnos a ellos de la misma manera26. El objeto de estudio y los objetivos de las disciplinas que tratan estos textos divergen. Esos textos dicen y hacen cosas diferentes. Artefactos como las novelas realistas y las obras de época, las crónicas de salón y los álbumes, o el lenguaje de las flores y los abanicos, todos presentes en mi análisis, vienen siempre con un metacomentario empotrado sobre la construcción cultural de la realidad y los usos de la emoción para fines cognitivos y sociales. Podría decirse que también las sociedades contemporáneas hacen lo mismo, aportando así los medios para interpretar o leer los resultados. Aunque es un hecho verdadero (y útil) que el arte y la literatura “están con frecuencia entre las primeras indicaciones de que… una nueva estructura [de sentimiento] se está formando” (Williams, Marxism and Literature 133), lo que los críticos manejan después son los restos del cambio y la formación culturales, las huellas disipadas de las prácticas sociales que han sido desplazadas en este sentido, metaforizándose como parte fundamental de su tropicidad narrativa.
Por ejemplo, los escritos de Freud sobre la histeria no apuntan a “la emergencia de la historia como narración”, una afirmación hecha por Steven Marcus (según Deborah White [1036]), sino más bien al funcionamiento de una estructura tropológica como determinante principal de las historias clínicas de Freud. Según Wh...
Índice
- LISTA DE ILUSTRACIONES
- RECONOCIMIENTOS
- INTRODUCCIÓN
- 1. SOBRE LOS ORÍGENES
- 2. ADORNANDO LO FEMENINO, O EL LENGUAJE DE LOS ABANICOS
- 3. POETAS DE SALÓN, LA LOCURA DE BÉCQUER Y EL ROMANTICISMO
- 4. ECONOMÍAS TEXTUALES: EL EMBELLECIMIENTO DEL CRÉDITO
- 5. FABRICANDO HISTORIA
- 6. EL SUEÑO DE LA NEGACIÓN
- 7. LOS MÁRGENES DEL HOGAR: LA CURSILERÍA MODERNISTA
- 8. LA CULTURA DE LA NOSTALGIA, O EL LENGUAJE DE LAS FLORES
- 9. CODA: LA METÁFORA DE LA CULTURA EN LA ESPAÑA POSFRANQUISTA
- APÉNDICE
- BIBLIOGRAFÍA