El tiempo y el viento - Vol. 1 - El continente
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El tiempo y el viento - Vol. 1 - El continente

  1. 592 páginas
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El tiempo y el viento - Vol. 1 - El continente

Descripción del libro

El Continente, escrita en 1949, es la primera parte de la trilogía El tiempo y el viento (1949-1961), considerada de forma unánime como una de las obras más importantes de la literatura brasileña. Ambientada en Río Grande del Sur, estado fronterizo del sur de Brasil, narra la historia de la región desde la llegada de los españoles en el siglo xvi, las guerras fronterizas entre españoles y portugueses, la independencia de los países latinoamericanos, la guerra del Paraguay, las sucesivas revoluciones del siglo?xix, la dictadura de Getulio Vargas y la caída del Estado Novo. La mirada de Verissimo nos lleva desde lo pequeño a lo grande, creando un microcosmos que nos sirve para explicar todas las dimensiones de la condición humana, su idea de que la historia de un pequeño pueblo, la ficticia Santa Fe, puede explicar la historia de la humanidad se ve reflejado en las circunstancias de las dos familias protagonistas y sus miembros, personajes que huelen a tierra, sangre y cachaza, donde las pasiones, los deseos, el idealismo, el honor, la envidia…, son temas que van entretejiendo magistralmente a unos personajes inolvidables como Ana Terra o el capitán Rodrigo Cambará, personajes que han sido llevados al cine en innumerables ocasiones y que hasta el día de hoy siguen siendo parte del imaginario brasileño.

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Información

Año
2015
ISBN del libro electrónico
9788491140207
Edición
1
Categoría
Literature

El Sobrado III 25 de junio de 1895: Tarde

POCO DESPUÉS del mediodía, Licurgo sube a la buhardilla y desde ahí permanece mirando a la plaza, donde no ve alma viva. El hombre que está de vigilancia se queja:
–Llevo más de quince horas sin pegar un tiro.
Licurgo se mantiene callado. Sus ojos están clavados en la fachada de la Intendencia. Allá, dentro de aquella casa, está Alvarino Amaral, y en ese hombre concentra Licurgo todo su odio, como si él fuese el culpable de todo: de la revolución, de la muerte de su hija, de todas las desgracias que han caído sobre su casa…
–¿Qué habrá pasado? –pregunta él, más para sí mismo que para su compañero.
–Seguro que los maragatos han abandonado ya la ciudad.
Licurgo mueve la cabeza.
Si la hubieran abandonado alguien ya habría venido a avisar.
Los cristales de las casas de la plaza brillan al sol. Hay helada en la cara de los muertos, ahí en la calle, y Licurgo mira para ellos con asco.
–Si pudiéramos mandar enterrar esos cadáveres… –murmura.
El guardia bosteza.
–Cuando viene el viento hacia aquí, no se aguanta el mal olor –dice él, escupiendo.
–¿Habrá alguien ahora en la torre de la iglesia?
El otro dirige hacia el campanario una mirada aburrida, pesada de sueño.
–Creo que no.
–Es raro…
–Parece que los maragatos están preparándose para abandonar la ciudad.
–¿Por qué?
–Al romper el día llegó un hombre a caballo. Lo vi cuando entraba por la calle del Comercio. Iba a dispararle, pero me pareció que era malgastar munición. Estaba medio oscuro y el tipo aquel estaba lejos. De repente, desapareció. Seguro que entró en la Intendencia por los fondos. Después, noté movimientos, un ir y venir…
–Voy a mandar un hombre a buscar agua en el pozo. Sigue observando la torre y, si ves a alguien, dispara.
Vuelve a clavar la mirada en la plaza. Recuerda otros tiempos, cuando ahí había paz y gente alegre. Piensa en la última fiesta del Divino, en el quiosco de la música donde tocaba una banda, en las banderas de papel de colores, en la verbena, en los fuegos de artificio, en los juegos… ¡Santo Dios, cuánto tiempo hace que ocurrió todo eso!
–A las cuatro mandaré un hombre que te releve –dice Licurgo.
Y baja. Baja con la sensación de que su casa no es la misma de unas horas atrás. Antes había ahí diecinueve personas: trece hombres, cuatro mujeres y dos niños. Ahora hay veinte, pero la vigésima está muerta. “Se llama Aurora. Es una hermosa niña. Nació en una noche de invierno, cuando la casa de sus padres estaba cercada por los maragatos.” Nadie dirá estas palabras en el futuro, porque Aurora ha nacido muerta.
Licurgo baja a la cocina y manda a Gervasio, un mulato retaco de ojos claros, que vaya al pozo a buscar agua.
Entra luego en la sala de visitas. Encima de la mesita redonda está el cuerpo de la recién nacida, dentro de una caja de mermelada, cubierta con una toalla. Al pie de la caja brujulea la llama del último cabo de vela que existe en la casa. En un rincón, sentado en una silla, Florencio Terra se mantiene en un silencio resignado. El gran espejo de moldura dorada refleja su figura triste: un viejo de rostro moreno, largo y descarnado, con una barba gris que le cubre las mejillas y el mentón, el bigote de puntas amarillentas le cubre las comisuras de la boca. A su lado, María Valeria conversa con la mulata Laurinda, que acaba de bajar.
–¿Ya ha despertado Alice? –pregunta la primera.
–No señora.
–¿Y doña Bibiana?
–Sí.
–¿Dónde están los pequeños?
–En el cuarto de delante, jugando.
Licurgo se acerca a la cuñada.
–¿Cuándo van a comer los hombres? –pregunta.
–Puede ser ahora. –Se vuelve hacia Laurinda: –Dales la comida a los hombres.
Laurinda clava en él sus ojos sorprendidos:
–¿Pero, qué comida?
–Los restos de carne seca y harina.
Se oye la voz cansada de Florencio:
–Yo no quiero nada, Laurinda.
Licurgo se da cuenta de que estos tres pares de ojos están clavados en él. Se siente en la obligación de decir algo:
–Creo que hoy va a ser el último día del asedio. El centinela de la buhardilla me dijo que vio unos movimientos raros en la Intendencia. Parece que no haya nadie en la torre. Tampoco se ve a nadie en la plaza. Creo que los maragatos están liquidados.
Los otros continúan callados. Licurgo no se atreve a mirar a su cuñada. Se sienta pesadamente en una silla y mira para el tablero de la mesa. ¡Su hija muerta, dentro de una caja de mermelada! Podía tener un pequeño ataúd blanco, con adornos dorados. Pero está dentro de aquella caja, como si fuera hija de un pobre. Muerta, fría, un pedazo de carne sin vida. Y el estómago se le contrae en una náusea. ¡Si al menos pudiese fumar! Sus labios arden. La falta de tabaco le da la impresión de que su lengua ha crecido, se ha hinchado.
María Valeria se acerca a él y dice:
–Tenemos que enterrar a esa criatura, Curgo.
Él alza los ojos.
–¿Enterrar? ¿Dónde? –pregunta con voz débil.
–En el sótano.
–¿En el sótano?
–Solo hasta que termine el asedio. Después llevamos su cuerpo al cementerio.
Licurgo vuelve a bajar la cabeza.
–Está bien. ¿Pero, cuándo?
–Podemos esperar aún unas horas. Pero creo que no sirve de nada. Es mejor enterrarla ya.
Florencio suspira.
–Voy a ver a Alice –dice él levantándose y dirigiéndose a la escalera.
Licurgo olvida la presencia de María Valeria e, inclinando el busto hacia delante, apoyando los codos en los muslos, esconde el rostro entre las manos. Viene a su mente la imagen de Ismalia. ¿Qué le habrá ocurrido? Piensa también en su estancia… A esta hora los malditos federales seguro que ya han invadido los campos de Angico, seguro que cortaron los linderos de alambre, robaron el ganado, comieron carne y, ¡miserables!, probablemente se sirvieron a gusto con el cuerpo de la chica.
La voz de María Valeria:
–Tiene usted que dormir algo.
Licurgo alza la cabeza, casi sobresaltado.
–¿Dormir? –repite como si no entendiera lo que le dicen.
–Váyase al cuarto y acuéstese.
Curgo continúa sentado, ahora con el busto erguido, con un aire medio agresivo.
–De nada sirve que se martirice de esta manera –insiste la cuñada.
–También tú necesitas dormir.
–Ya di una cabezada hace poco en el cuarto de Alice. Haga lo mismo.
–No tengo sueño.
–Tiene que tenerlo. Lleva dos noches sin dormir.
–Yo sé lo que necesito.
Licurgo odia que le hablen con actitudes maternales. María Valeria lo contempla un momento y después vuelve a hablar:
–En nada mejora la situación el que usted no duerma. La criatura ha nacido muerta. Alice tiene fiebre. Ya no tenemos comida. Tinoco está agonizando.
Ante la mención del nombre de Tinoco, Licurgo frunce el ceño. En aquellas últimas horas lo había olvidado por completo. Pero al cabo de un segundo Tinoco vuelve a desaparecer de su consciencia, pues se ha apoderado de Licurgo un sentimiento de revuelta ante la enumeración de desgracias que la cuñada acaba de hacer con el aire de acusarlo de ser él el único culpable. Empieza a notar un calor en el pecho y le cuesta trabajo reprimir una palabra: ¡perra! Desvía los ojos del rostro de aquella mujer, cuyas facciones él siempre había detestado y que ahora empieza a odiar.
–Hablando de eso –dice ella–, hay que hacer algo por ese pobre hombre.
–¿Pero qué quieren que haga yo?
–Ya lo he dicho mil veces. Hay que poner bandera blanca, hay que pedir una tregua, diga que es para salvar la vida de un cristiano. No. De dos. Llame al doctor Winter. Él puede traer medicinas para Alice y los instrumentos para cortarle la pierna a Tinoco.
–Ya he dicho que yo no voy a pedir ningún favor a un federal.
–¿Prefiere entonces dejar que aquel pobre se vaya pudriendo poco a poco en la despensa?
–No prefiero nada. La guerra es la guerra.
Licurgo grita, pero no se siente muy seguro de lo que dice. Y aún se pone más furioso al ver que María Valeria percibe su indecisión, la lucha de su conciencia.
–Tinoco está perdido –añade sin gran convicción–. No tiene remedio, aunque le corten la pierna.
–¿Quién ha dicho eso? Hace dos días que usted no entra en la despensa.
–He tenido cosas más importantes que hacer.
–Oiga lo que le digo. Aún podemos salvar a Tinoco.
–Miles de hombres han muerto en esta revolución por sus ideas. La vida de una persona no es tan importante. Hay cosas más serias.
–Su orgullo, por ejemplo.
Licurgo Cambará alza los ojos hacia su cuñada: sus maxilares inferiores se mueven bajo la piel tostada que una espesa barba negra recubre.
–Pues bien, mi orgullo. Yo respondo de mis actos. Si después de que haya terminado todo esto me llaman ante un tribunal, iré con la conciencia tranquila.
–Lo dudo.
–Nunca he huido de mi responsabilidad –dice él, casi gritando con un tono gutural.
–Solo grita quien sabe que no tiene razón.
–No estoy gritando. Y puedo hablar como me dé la gana, porque esta es mi casa.
–Eso, todo el mundo lo sabe.
–Y lo mejor es que cierres la boca. Como jefe político tengo deberes que una mujer no puede entender.
María Valeria está pálida y sus labios tiemblan cuando ella dice:
–De política no sé nada ni quiero saber nada. Solo sé que mi hermana está mal y necesita un médico y medicinas. Eso es lo único que sé.
–Pero la vida de Alice no está en peligro.
–Tiene fiebre alta y nadie sabe lo que puede ocurrir.
Licurgo hace un gesto de impaciencia, se levanta, da algunos pasos por la sala, se para junto a la mesa, mira por un instante la caja donde está el cuerpo de su hija y luego, más tranquilo, casi conciliador, dice:
–Tengo la absoluta seguridad de que mañana, a más tardar, los republicanos llegan a la ciudad y nos libran de esos maragatos.
María Valeria mira a Licurgo con ojos casi exorbitados:
–Podemos hacer entonces tres entierros al mismo tiempo –dice ella–. El de la niña, el de Tinoco y el de Alice.
Licurgo se para ante la cuñada, como si fuese a abofetearla.
–Cierra la boca, so…
Se oye un tiro. Otro. Y otro. Empieza el tiroteo cerrado. Los defensores de la casona corren a las ventanas y disparan contra los de fuera. Licurgo se precipita hacia la cocina. Abre la puerta y ve a Gervasio que sube la escalera, curvado, con una mano en el pecho y la otra sosteniendo el cubo de agua. Baja a ayudarle, toma el cubo con una de sus manos y con la otra enlaza al compañero por la cintura y lo arrastra hacia dentro de la casa.
–El centinela de la torre me vio y disparó –dice el mestizo jadeando.
Lo tumban en el suelo de la cocina.
–¿Dónde te han dado?
El peón muestra los dientes, dolorido.
–No ha sido nada. Parece que la bala solo me rozó.
Licurgo le abre la camisa.
–El federal te ha arrancado un buen pedazo de carne del pecho –dice él–. Has tenido suerte, Gervasio. Por poco no te da en pleno corazón.
El mestizo sigue sonriendo.
–Patrón, haga un churrasco con esa carne.
Uno de los compañeros se arrodilla a su lado, le lava la herida y poco después pasa por ella una pluma de gallina empapada en medicina.
–¿Te duele, Gervasio?
–Casi nada.
El herido se alza, mira a su alrededor y dice:
–Ahora daba media vida por tener un cigarrillo. Después, mirando para el cubo, añade:
–Pero el agua está ahí. No he perdido ni una gota…
Uno de los hombres mira el cubo y dice:
–¿Y quién va a beber eso?
Los otros miran, el agua está toda teñida de sangre.
La sala de visitas está desierta. Toribio y Rodrigo entran con cuidado, descalzos y con las abarcas en las manos. Se acercan a la mesa y se paran, con la respiración alterada, como si estuviesen haciendo algo prohibido. Hablan en un susurro:
–¿Está ella dentro de la caja? –pregunta Rodrigo.
–Sí –responde Toribio–. ¿Es pequeñita, no?
–Muy pequeña.
–¿Cómo será su cara?
–No sé.
–¿Quitamos el paño para verla?
–No.
–¿Por qué?
–Tengo miedo.
Una pausa. Los niños quedan mirando la toalla que cubre la caja.
–Es extraño… –dice Rodrigo inclinando la cabeza y sonriendo.
–¿Qué es extraño?
–Que ella sea hermana nuestra.
–Pues lo es…
–Y que haya nacido muerta.
–Pues sí…
–De nada sirvió todo el dolor, todos los gritos de la madre…
–De nada sirvió.
–¿Y ahora?
Toribio se encoge de hombros.
–Ahora la enterrarán.
–¿Dónde?
–En el sótano.
–¿Y cómo lo sabes?
–Tía Valeria me lo ha dicho.
–¿Y luego?
–Luego…, nada.
–¿Y qué pasa cuando entierran a alguien?
–Se pudre, los bichos la comen.
–¿Qué bichos?
–Pues…, los...

Índice

  1. El sobrado I
  2. El sobrado II.–25 de junio de 1895: Madrugada
  3. El sobrado III.–25 de junio de 1895: Tarde
  4. El sobrado IV.–25 de junio de 1895: Noche
  5. La Teiniaguá
  6. El sobrado V.–26 de junio de 1895: Por la mañana
  7. El sobrado VI.–26 de junio de 1895: De noche
  8. El sobrado VII.–27 de junio de 1895: Por la mañana