
- 70 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
El linternista vagamundo y otros cuentos del cinematógrafo es un conjunto de relatos cortos en torno a los primeros años del cine y su distinta acogida por parte de los espectadores. En el cuento que da título al libro, una imagen de un erotismo ingenuo provoca todo un revuelo social, cuando las vistas de la linterna mágica eran la ventana al mundo para los aldeanos. En la historia del mujik, que da un giro hacia un desenlace inesperado, el aparato de los hermanos Lumière se consideró como obra del demonio por las fuerzas vivas de la villa rusa de Angelova. En "El airón" es el equívoco en torno al título de una película el que hace soñar a los vecinos de un pueblecito mexicano con placeres exóticos. En el monólogo final, donde un maquis de la posguerra rememora sus últimos años en la montaña, un fotograma de Greta Garbo será su último aliento para seguir con vida a pesar de saberse acorralado. De esta forma, recreamos algunas de las respuestas que los más humildes dieron ante un espectáculo novedoso, donde por arte de magia la luz de la ilusión salía de las sombras de la necesidad.
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Información
El mujik que huyó del tren de sombras
Para Sáchar,mujer, danza, amor y vida.
EN LA taberna de la plaza, acurrucada a media mañana bajo los copos gruesos del invierno avanzado, los parroquianos llegaban tan tarde como los suministros.
De manera que el pope Fiódor Kornochkín y el alcalde Dimitri Dimitriévich sólo entraron en el local cuando ya partía el trineo del repartidor.
Saludaron al patrón y al par de clientes que, removiendo las ascuas de la chimenea y echando un trago de vodka, calentaban a un tiempo los sabañones de las orejas y el gaznate resacoso. Se sentaron en la mesa paredaña al ventanal que daba a la calle y, como los vigilantes del orden público que eran, echaron un primer vistazo al trasiego de peatones. Hasta asentir que, como siempre, no había novedad en el frente aldeano.
Después, como solían hacer los días de labor, pidieron un té muy caliente y el periódico recién llegado de la ciudad. Pues sólo leyéndolo en voz alta, criticando cada noticia, condenando cada opinión, sentían que sólo ellos eran capaces de arreglar el mundo.
–¡Vaya desvergüenza la del príncipe de Gales! –comentó el munícipe en tono conminatorio–. ¡Otra vez le han pillado en París en brazos de una cabaretera!
–El exceso de poder lleva a la molicie –respondió sentencioso el padrecito.
–¡Pues anda que el káiser también se las trae! Ha ordenado hacer maniobras al ejército en la frontera del Elba.
–Ni el defecto mundano ni el exceso belicista. En el medio está la virtud política.
–Así es mi dilecto y santo varón Fiódor. La mesura es la mejor gala que adorna a nuestros zares del linaje Romanov. Por eso es la dinastía que ha hecho grande a nuestra querida madre Rusia.
Al poco, mientras se sucedían las entradas y salidas de los parroquianos y el tabernero disponía las mesas para la comida, se personó ante los lectores puntillosos el secretario del ayunta miento.

–¡Buenos días señores! –saludó de forma cortés.
–¡Buenos días, Antón! –le contestó el alcalde adelantándose al sacerdote–. ¿Cómo por aquí tan alejado de la oficina? ¿Qué se le ofrece? –le espetó el jefe ante su inopinada presencia.
–Perdonen que les moleste. Pero acaba de llegar este telegrama en el que se nos pide acuse de recibo urgente.
–¿Y de qué se trata esta vez? Avisos de impuestos, levas de soldados, visitas de personas principales…
–No sé si principales o no –dudó el funcionario–, pero sí son visitas inminentes. Las de los operadores monsieures Charles Moisson y Francis Doublier, enviados de la casa Lumière de Francia, que vienen de camino desde la corte en San Petesburgo, adonde han filmado la coronación del nuevo zar Nicolás II.
–¿Y qué pretenden hacer en nuestro amado pueblo esos feriantes extranjeros? –intervino con deje despectivo el pope mientras se estrujaba con el puño cerrado la luenga barba.
–Pues dar una sesión de vistas con ese aparato que llaman “cinematógrafo”. Se han enterado que aquí, en la moderna villa de Angelova, disponemos de un teatro con foso para orquesta y electricidad, donde damos representaciones para la familia soberana en verano. Y argumentan que quieren proyectar a nuestros vecinos la ceremonia real y otras escenas de algunos países de la tierra que sólo conocemos por los mapas.
–¡Con qué intenciones! ¿No se tratará de un medio de propaganda subversiva? –reaccionó un iracundo Dimitri Dimitriévich.
–¡Hombre, con todos mis respetos, pienso yo que no! –adujo en voz queda el secretario–. Si lo que vamos a ver es al patriarca Alexis ceñir la corona en las sienes del señor de todas las Rusias…
–Tal vez ¿querrán corromper nuestras costumbres mostrando los vicios de los pueblos paganos? –echó más leña al fuego el cura ortodoxo.
–Pues creo que tampoco. Porque en su mensaje dicen que someterán el programa de filmes a la censura civil y eclesiástica como hacen en todas sus sesiones.
–¡Está bien! Alléguese a la oficina. Disponga los formularios sobre espectáculos y el posible alojamiento de los visitantes. El pope y yo tenemos que informar al general Iván Ivanóv y a su esposa Olga Inanóvna de la situación. Sólo después firmaremos o no la autorización y usted responderá al telegrama de esos franceses.
La villa de Angelova había adquirido cierto nombre en los últimos años, porque, merced a su proximidad a la capital, la familia real empezó a frecuentarla algunos días durante los calores estivales, alojada en el palacio de su antiguo alto mando castrense el general Ivanóv.
De resultas, hacía poco que se había levantado una iglesia de nuevo cuño, que, imitando al templo nacional que contenía el monasterio de Laura de la Santísima Trinidad en San Petesburgo, tenía la planta en forma de águila imperial y una alzada de bulbos coloridos que refulgían primorosos bajo los rayos tibios del sol. Una silueta de edificio de cuento de hadas que era bañado de azul oscuro por los destellos fríos de la luna.
Además, aunque sólo fuera para entretener a la zarina, gran aficionada al ballet y a la ópera, se había construido con fondos de las arcas municipales el teatro Romanov, donde actuaban una modesta compañía de danza al son de una orquestina, ambas venidas de la gran ciudad para la ocasión.
Por fin, los bosques de abedules y un brazo cristalino del río Neva, ofrecían la caza y la pesca idóneas para que los cortesanos pudieran entretenerse pegando tiros y lanzando la caña, al margen de la música y los rezos de la soberana y sus damas a las que los caballeros tildaban de mojigatas.
Tras el desasosiego causado por la noticia que portase el secretario, el alcalde Dimitriévich y el pope Kornochkín, fueron llevados en volandas por el primer trineo que requisaron a un mujik de paso hasta el palacio del general Ivanóv. Aunque, conscientes de su debilidad marital, sabían que la decisión que se tomase dependía más de la actitud que adoptara su mujer Olga La Generala, como se la llamaba vulgarmente.

–¿Es que no han leído ustedes la prensa? –fue la duda con la que les recibió el militar que aunaba la condición de poderoso terrateniente de la comarca.
–Síii, síii… –dudaron los emisarios–. En eso estábamos cuando nos notificaron la solicitud de los empleados de los Lumière.
–Pues no lo habrán hecho muy a fondo –remató la esposa con gesto de pocos amigos–. Porque en los ecos de sociedad se reflejan todas las proyecciones de vistas que desde el Palacio de Invierno hasta el teatro Marinski han estado realizando los operadores franceses del “cinematógrafo”.
–La verdad es que no nos ha dado tiempo a llegar hasta esa sección…
–Pues escuchen lo que escribe un joven crítico sobre este nuevo invento, al que compara con un tren de sombras –y el mando castrense se puso a leer en voz alta: “La noche pasada estuve en el reino de las sombras. Si supiesen lo extraño que es sentirse en él. Un mundo sin sonido, sin color. Todas las cosas –la tierra, los árboles, la gente, el agua, el aire– están imbuidas allí de un gris monótono. Rayos grises del sol que atraviesan un cielo gris, grises ojos en medio de rostro grises y, en los árboles, hojas de un g...
Índice
- EL LINTERNISTA VAGAMUNDO
- EL MUJIK QUE HUYÓ DEL TREN DE SOMBRAS
- ¡EL AIRÓN!
- EL MAQUIS DE GRETA GARBO