El caso Saint-Fiacre
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El caso Saint-Fiacre

(Los casos de Maigret)

  1. 152 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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El caso Saint-Fiacre

(Los casos de Maigret)

Descripción del libro

"Maigret revivía las sensaciones de antaño: el frío, el escozor en los ojos, la punta de los dedos helada, el regusto del café. Y después, al entrar en la iglesia, una vaharada de calor, de luz tenue; el olor de los cirios, del incienso…". La última vez que Maigret visitó Saint-Fiacre, el pueblo en que nació, fue para asistir al funeral de su padre, que trabajó durante treinta años como administrador del castillo de los condes de la región. Ahora una carta anónima anuncia que se cometerá un crimen durante la misa del Día de Difuntos, y el comisario debe regresar a sus orígenes para evitarlo. Al terminar la misa un feligrés ha muerto, como se había anunciado: Maigret, a pesar de haber estado presente y atento, no ha visto absolutamente nada que le permita saber quién o quiénes han cometido el crimen. El mítico inspector del gran maestro de la novela negra tendrá que recurrir a su sagacidad y psicología para resolver este nuevo caso que lo obliga a volver a su patria chica y amenaza sus tiernos recuerdos de infancia.
"Pocas cosas hay más placenteras que abrir una novela de Simenon en un viaje en tren o en una fría noche de invierno".
Pedro García Cuartango, " ABC"
"A Simenon hay que volver siempre, sobre todo por sus personajes. Hay mucho Balzac en Simenon. Su escritura brilla como una supernova en las descripciones de la naturaleza, algo con frecuencia tedioso en muchas novelas. En él, la combinación de brevedad, imaginación y palabras justas nos produce genuino asombro. Las novelas de Simenon, con el estilo de Simenon, son de las experiencias literarias más envolventes y accesibles que imaginarse pueda".
Sanz Irles, " Málaga Hoy"
"Simenon excava en las miserias de hombres y mujeres y nos muestra el punto justo de sordidez".
Jordi Nopca, " Ara"

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2018
ISBN del libro electrónico
9788417346195

EL MONAGUILLO

No había sol que deformara las imágenes, ni niebla que difuminara los perfiles. Cada cosa se recortaba con una nitidez cruel: el tronco de los árboles, las ramas secas, las piedras, y sobre todo la ropa negra de los visitantes que habían acudido al cementerio. Los blancos, por el contrario—las lápidas de mármol o las pecheras almidonadas y las cofias de las ancianas—adquirían un tono irreal, pérfido: unos blancos demasiado blancos, que desentonaban.
De no ser por el viento seco que cortaba las mejillas, uno se habría podido creer bajo una campana de cristal un poco polvorienta.
—¡Nos veremos dentro de un rato!
Maigret se separó del conde de Saint-Fiacre delante de la verja del cementerio. Una vieja, sentada en una banqueta que se había traído, intentaba vender naranjas y chocolate.
¡Esas naranjas! ¡Grandes! ¡Aún verdes! Y heladas. Daban dentera, irritaban la garganta, pero cuando Maigret tenía diez años, las devoraba, porque a pesar de todo no dejaban de ser naranjas.
Se había levantado el cuello del abrigo. No miraba a nadie. Sabía que tenía que girar a la izquierda, y que la tumba que estaba buscando era la tercera después del ciprés.
El cementerio entero estaba lleno de flores. La víspera, algunas mujeres habían lavado las lápidas con cepillo y jabón. Las verjas estaban recién pintadas.
«Aquí yace Evariste Maigret…».
—Perdone, aquí no se puede fumar.
El comisario apenas se dio cuenta de que le estaban hablando. Luego miró al campanero, que era también guardián del cementerio, y se metió la pipa encendida en el bolsillo.
No conseguía concentrarse en nada. Afluían los recuerdos: de su padre, de un compañero que se había ahogado en el estanque de Notre-Dame, del hijo del castillo dentro de su cochecito tan hermoso.
La gente lo miraba. Él miraba a la gente. Había visto aquellas caras antes. Pero entonces aquel hombre que llevaba un bebé en brazos, por ejemplo, y que seguía a una mujer embarazada, era un chiquillo de cuatro o cinco años.
Maigret no llevaba flores. La tumba estaba descuidada. Salió de allí de mal humor, y masculló, haciendo que todo un grupo volviera la cabeza:
—¡Lo primero que hay que hacer es encontrar el misal!
No tenía ganas de volver al castillo. Había algo allí que le enojaba, incluso le indignaba.
Desde luego, no esperaba nada de nadie. Pero estaba furioso de que todos estuvieran ensuciando sus recuerdos de infancia. Sobre todo el de la condesa, a la que siempre había visto como un personaje de álbum ilustrado.
¡Y ahora se había convertido en una vieja chiflada que mantenía a gigolós!
¡Ni siquiera eso! No era una cosa abierta, admitida. Ese tontaina de Jean se hacía pasar por secretario. Y no era guapo, ni joven.
Y aquella pobre mujer, como decía su hijo, dividida entre el castillo y la iglesia.
¡Y el último conde de Saint-Fiacre, que estaba a punto de ser detenido por firmar un cheque sin fondos!
Alguien caminaba delante de Maigret, con el fusil al hombro, y de repente el comisario se dio cuenta de que se dirigía hacia la casa del administrador. Le pareció reconocer la silueta que había visto de lejos en los campos.
Unos pocos metros separaban a los dos hombres, que estaban llegando al patio donde había algunas gallinas con las plumas temblorosas, pegadas a la pared para protegerse del viento.
—¡Eh!
El hombre del fusil se volvió.
—¿Es usted el administrador de los Saint-Fiacre?
—¿Y usted?
—Comisario Maigret, de la Policía Judicial.
—¿Maigret?
Al administrador le sonaba aquel apellido, pero no conseguía precisar sus recuerdos.
—¿Ya le han puesto al corriente de…?
—Me lo acaban de explicar. Estaba cazando. Pero ¿qué hace un policía…?
Era un hombre de baja estatura, robusto, de cabello gris, con la piel surcada de arrugas finas y profundas, y unos ojos que parecían emboscados tras las cejas espesas.
—Me han dicho que ha sido del corazón.
—¿Adónde va usted?
—No querrá que entre en el castillo con estas botas llenas de barro y el fusil al hombro.
Del morral colgaba una cabeza de conejo. Maigret miraba la casa hacia la que se dirigían.
—¡Vaya, han cambiado la cocina!
Una mirada de recelo se clavó en él.
—Hace ya quince años—gruñó el administrador.
—¿Cómo se llama usted?
—Gautier, ¿es verdad que el señor conde ha llegado sin que…?
Todo eran titubeos, reticencia. Y Gautier no invitaba a Maigret a entrar en la casa. Abrió la puerta.
El comisario entró sin permiso, giró a la derecha, hacia el comedor, que olía a galletas y aguardiente añejo.
—Venga un momento, señor Gautier. En el castillo nadie le necesita, y yo tengo que hacerle algunas preguntas.
—¡Rápido!—dijo una voz de mujer en la cocina—. Dicen que ha sido algo horrible.
Maigret palpaba la mesa de roble con las esquinas adornadas con leones tallados. Era la misma de sus tiempos. A la muerte de su padre, se la debían de haber vendido al nuevo administrador.
—¿Quiere tomar algo?
Gautier estaba eligiendo una botella en el aparador, tal vez para ganar tiempo.
—¿Qué piensa usted del señor Jean? Por cierto, ¿cómo se apellida?
—Métayer. Una familia bastante buena de Bourges.
—¿Le costaba mucho dinero a la condesa?
Gautier estaba llenando los vasos de aguardiente, pero guardaba un silencio tozudo.
—¿Qué es lo que tenía que hacer en el castillo? Supongo que usted, como administrador, debe estar al corriente de todo.
—¡De todo!
—¿Entonces?
—No hacía nada. Algunas cartas personales… Al principio pretendía que hacía ganar dinero a la señora condesa gracias a sus conocimientos financieros. Compró unas acciones que se desplomaron a los pocos meses. Pero afirmaba que recuperaría eso y más gracias a un nuevo sistema de fotografía que había inventado un amigo suyo. La cosa le costó unos cien mil francos a la señora condesa, y el amigo desapareció. Y por último, hubo un asunto de reproducción de clichés. Yo no entiendo de eso. Algo así como el fotograbado o el heliograbado, pero más barato.
—¡Jean Métayer estaba muy ocupado!
—Mucho ruido y pocas nueces. Escribía artículos para Le Journal de Moulins y tenían que publicárselos para complacer a la señora condesa. Allí hizo sus pruebas con esos clichés y el director no se atrevía a echarlo. ¡A su salud!—dijo y, súbitamente inquieto, añadió—: No ha ocurrido nada entre él y el señor conde, ¿verdad?
—Nada de nada.
—Supongo que es una casualidad que esté usted aquí. No hay ninguna razón, puesto que ha sido un paro cardiaco.
Lo más molesto es que no había manera de toparse con la mirada del administrador. Éste se limpió el bigote y pasó a la habitación contigua.
—¿Me permite que me cambie? Pensaba ir a misa mayor, y ahora…
—¡Ya nos veremos!—dijo Maigret levantándose.
Todavía no había cerrado la puerta cuando oyó a la mujer, que había permanecido invisible, preguntando:
—¿Quién era?
Habían pavimentado el patio con gres en el lugar en el que antaño él jugaba a las canicas en la tierra batida.
Los grupos endomingados llenaban totalmente la plaza y el sonido del órgano se filtraba desde la iglesia. Los niños, con ropa recién estrenada, no se atrevían a jugar. Y por todas partes los pañuelos asomaban de los bolsillos. Las narices estaban coloradas. La gente se sonaba ruidosamente.
Llegaban a Maigret algunos fragmentos de conversación.
—Es un agente de la policía de París.
—… dicen que ha venido por eso de la vaca que se murió la semana pasada en lo de Mabieu.
Un chico la mar de presumido, con una flor roja en el ojal de la chaqueta de sarga azul marino, con la cara recién lavada y el cabello reluciente de brillantina, se atrevió a abordar al comisario:
—Le están esperando en la fonda de la Tatin, es por lo del mozo ese que ha robado. —Daba empujones a sus compañeros con el codo y se aguantaba la risa, que se le escapó en cuanto volvió la cabeza.
No se lo había inventado. En el establecimiento de Marie Tatin, el ambiente era ahora más cálido, más denso. La gente había fumado pipas y más pipas. En una mesa, una familia de aldeanos estaba comiendo las provisiones que se habían traído de casa y bebían grandes tazones de café. El padre cortaba salchichón con una navaja.
Los jóvenes bebían gaseosa, los viejos aguardiente. Y Mari...

Índice

  1. Inicio
  2. El caso Saint-Fiacre
  3. La niña bizca
  4. El misal
  5. El monaguillo
  6. Marie Vassiliev
  7. El segundo día
  8. Los dos bandos
  9. Las citas de Moulins
  10. La invitación a la cena
  11. Bajo el signo de Walter Scott
  12. El velatorio
  13. El silbato de dos tonos
  14. ©