
- 130 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
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eBook - ePub
Descripción del libro
Se conoce principalmente a George Orwell como novelista y autor de dos obras maestras, 1984 y Rebelión en la granja.
En ellas, Orwell captó magistralmente la esencia del régimen soviético: reescritura sistemática del pasado, liquidación de la noción de verdad independiente, degradación del lenguaje y de la lógica, inestabilidad permanente de las condiciones de vida, tortura ilimitada del cuerpo y la mente, etc.
Pero la obra de Orwell no se deja reducir a una máquina de guerra anticomunista, como cierta lectura liberal o neoconservadora querría hacernos creer hoy. Como enseña Simon Leys en este libro, Orwell fue novelista y crítico del totalitarismo ruso, pero también corresponsal de guerra, miliciano revolucionario en la guerra civil española, defensor incombustible de un socialismo democrático, periodista e inventor quizá del género "novela sin ficción" algunos años antes que Norman Mailer o Truman Capote... Todo lo contrario de un "hombre de letras": en él las palabras y los actos no estuvieron nunca disociados.
Orwell se definió a sí mismo como un "escritor político, dando el mismo peso a cada una de las dos palabras". Contra el secuestro de la realidad a manos de los estereotipos y los clichés, concibió su teoría y práctica de la escritura como invención de la verdad y complicación de la realidad a través de la literatura. Ayer, hoy, esa es su actualidad y su fuerza crítica.
Publicado inicialmente para saludar la fecha orwelliana de 1984, este ensayo se agotó pronto. Muchos lectores presionaron a su autor durante años para que lo reeditase. Leys se releyó a sí mismo a casi veinte años de distancia, constató que el tema no había perdido ninguna pertinencia y que su propia perspectiva permanecía siendo idéntica en lo esencial.
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Información
SIMON LEYS
GEORGE ORWELL
O EL HORROR A LA POLÍTICA
NOTA DEL AUTOR
Ésta es la reedición de un ensayo publicado en 1984 y agotado desde hace algunos años. He conservado la forma original de mi texto limitándome a corregir algunos detalles (faltas materiales) y a indicar en notas al pie algunas actualizaciones, así como cierta información bibliográfica complementaria. Las notas donde figuran estos añadidos llevan un asterisco. En el Anexo I he añadido una rúbrica, «Derecha e izquierda», extraída de una carta de Orwell todavía inédita en el momento en que redactaba mi ensayo. Por último, en un nuevo Anexo III se encontrará un breve resumen del asunto de la «lista negra» –la última, cronológicamente, de las calumnias maquinadas por los enemigos de Orwell.
S. L. (Canberra, mayo de 2006)

Nada más misterioso que un alma simple
Abad Bremond1
Abad Bremond1
Cuesta creer que Orwell lleve ya treinta y cuatro años durmiendo en su pequeño cementerio rural2*. Este muerto sigue hablándonos con más fuerza y claridad que la mayoría de los comentaristas y políticos cuya prosa podemos leer en el periódico de esta mañana. Y, sin embargo, Orwell sigue siendo en Francia, si no desconocido, sí al menos ampliamente malentendido. ¿Esto es sólo un efecto del incurable provincianismo cultural de este país?3*. De hecho, el malentendido que lo rodea aquí debe de tener igualmente causas políticas, similares quizá a las que en su día permitieron a Sartre y a De Beauvoir excomulgar durante tantísimo tiempo de las filas de la intelligentsia bienpensante a un Camus o a un Koestler, culpables de la misma lucidez.
Cuando los franceses leen a Orwell lo hacen, en general, desde un punto de vista digno del Reader’s Digest: su obra queda entonces reducida a un 19844 privado de su contexto y arbitrariamente reducido a las dimensiones de una máquina de guerra anticomunista. Se suele ignorar, y con demasiada frecuencia, que si Orwell emprendió su lucha antitotalitaria fue en nombre del socialismo y que el socialismo no era para él una idea abstracta, sino una causa que movilizaba todo su ser y por la que, de hecho, había combatido y arriesgado su vida en la guerra de España.
El propio Orwell observó pertinentemente: «Lo que hace que las gentes de mi especie comprendan mejor la situación que los supuestos expertos no es el talento de predecir acontecimientos específicos, sino la capacidad de captar en qué clase de mundo vivimos»5. Y es, efectivamente, en este tipo de percepción donde él asentaba su autoridad: a diferencia de los especialistas cualificados y de las eminencias tituladas, él veía lo evidente; a diferencia de los políticos sagaces y de los intelectuales de moda, él no tenía miedo de nombrarlo; a diferencia de los politólogos y de los sociólogos, él sabía decirlo en un lenguaje inteligible.
Esta capacidad tan rara lo armaba de una certeza que, aunque desprovista de arrogancia, no dejaba, llegado el caso, de mostrarse con una mordacidad bastante feroz. Él mismo llegó a tomar conciencia de su propia «brutalidad intelectual»6 pero, más que una falta, consideraba que su ejercicio era un deber. Y podía abandonarse a ella sin caer en el dogmatismo ni pecar por buena conciencia, pues la certeza que lo habitaba no era fruto de una simplificación arbitraria, sino de una auténtica simplicidad –la del niño que en medio de toda una multitud de cortesanos exclama que el Emperador está completamente desnudo. (Señalemos entre paréntesis que Orwell tenía una predilección especial por el cuento de Andersen y que llegó a fantasear con hacer una transposición moderna del mismo)7. De hecho, este aspecto de su personalidad no pasó desapercibido para algunos buenos críticos contemporáneos: así, en su memorable retrato de Orwell, V. S. Pritchett llegó a la conclusión de que éste tenía «la inocencia de un salvaje»8.
Simplicidad e inocencia son cualidades que pueden agraciar de forma natural a niños y salvajes, pero ningún adulto civilizado sería capaz de alcanzarlas sin someterse primero a una disciplina bastante rigurosa. En Orwell estas virtudes coronaban una honestidad tremenda, intolerante con la más mínima distancia entre palabra y acción. Era esencialmente verdadero e intachable. En él, el escritor y el hombre formaban una misma persona –y, en este sentido, era el exacto contrario de un «hombre de letras». Algo que, de hecho, puede explicar la paradójica pero sólida amistad que lo unía, por ejemplo, a un Henry Miller. Aparentemente, no había nada más incongruente que ese comercio entre el severo profeta del apocalipsis totalitario y el cantor rabelaisiano de la liberación sexual. En realidad, cada uno había reconocido la autenticidad del otro: en ambos, la escritura estaba avalada por los actos.
Y ésta es precisamente la razón por la que nuestro deseo de conocer en detalle su biografía –deseo ahora satisfecho de forma magistral y definitiva por el estudio de Bernard Crick–9* no respondía a una curiosidad ociosa. Su vida fue ciertamente menos importante que su obra, pero también garante de la misma.
La simpatía admirativa de Crick por el objeto de su libro no es ciega. Crick considera a Orwell «un hombre casi genial»10: el matiz es importante y acertado –y demuestra asimismo la sobria lucidez del biógrafo. Pero tampoco intenta eludir algunos aspectos menos atractivos (veniales, de hecho) de la personalidad de Orwell. Con tacto y firmeza, pero sin vacilaciones, Crick no duda en ponerse a hurgar en todos sus desvanes, incluso en los más oscuros y secretos. En consecuencia, lo que sorprende al término de esta exploración meticulosa y profunda es que este hombre que protegía tan celosamente su vida privada no tenía, en el fondo, nada que ocultar. «Santidad» es una palabra que biógrafos anteriores y testigos tuvieron a menudo la tentación de usar para referirse a él, pero se trata, evidentemente, de una noción que repugna a un investigador tan objetivo y concienzudo como Crick. El propio Orwell sentía una saludable desconfianza hacia los santos, como expresó con claridad en su memorable ensayo sobre Gandhi: «Ser humano significa, esencialmente, que no se busca la perfección; que, por fidelidad misma, se está algunas veces dispuesto a cometer pecados; [significa] negarse a llevar el ascetismo hasta el punto en que haga imposible la amistad y, en definitiva, estar dispuesto a dejarse vencer y quebrar por la vida –inevitable precio a pagar por todo aquel que asume el riesgo de amar a otros individuos»11. Pero hay aquí una paradoja que atrae inmediatamente nuestra atención: las rigurosas y extremas exigencias que se imponía a sí mismo representaban precisamente una «búsqueda de perfección». Orwell aceptó «llevar el ascetismo» hasta un punto algunas veces rayano en el masoquismo y que, si no provocó exactamente la huida de sus amigos, sí contribuyó al menos a terminar con su propia vida. La vida, en definitiva, no logró ni vencerlo ni quebrarlo, pero no cabría decir lo mismo de la que «asumió el riesgo de amarlo», su primera mujer, una personalidad admirable que murió de cáncer literalmente ante sus ojos sin que él se diera cuenta, sumido como estaba en la preocupación que le causaban los sufrimientos del género humano. Richard Rees, que lo conoció íntimamente y lo amó con una amistad profunda, llegaba a la siguiente conclusión: «Si la materia prima del heroísmo consiste parcialmente en una suerte de egoísmo purificado y sublimado, cabe esperar que el paso por la vida de un hombre dotado de un carácter superior deje una estela más turbulenta que la modesta travesía de un hombre ordinario»12. Para su entorno inmediato, un inocente del calibre de Orwell es evidentemente más temible que un cínico.
«Cuando un escritor elige otro nombre para su yo que escribe, hace mucho más que inventar un seudónimo; nombra y, en cierto sentido, crea su identidad imaginaria». Esta observación de Samuel Hynes (formulada a propósito de Rebecca West)13 podría aplicarse perfectamente a Orwell. El proceso por el que Eric Blair se convirtió en George Orwell fue sutil y progresivo –y quizá no se terminó de completar ni tampoco hubiera podido hacerlo, por definición. Crick lo describe muy bien: «Esta parte “Orwell” de sí mismo era para Blair una imagen ideal que debía tratar de alcanzar: una imagen hecha de integridad, de honestidad, de simplicidad, de convicción igualitaria, de vida frugal, de escritura desnuda y de verbo franco; en una palabra, el ideal de un hombre completamente determinado a enunciar verdades difíciles de decir»14.
Orwell había prohibido en su testamento que se escribiera su biografía. Esta prohibición no reflejaba simplemente una convicción que ya había expresado anteriormente: «Vista desde dentro, ninguna vida sabría consistir en algo más que en una serie de derrotas demasiado humillantes y desoladoras hasta para una simple contemplación»15. Más profundo quizá era el hecho de que «George Orwell» encarnaba para él un imperativo ético y estético ante cuyo modelo Eric Blair sólo podía aparecer, si no inadecuado, sí al menos despojado de pertinencia. Entre la abstracción ideal del personaje público y la insuficiencia irrisoria de la persona privada, ¿dónde encontrar un terreno en el que un biógrafo pudiera edificar su obra?
En plena madurez de su talento, Orwell se definió a sí mismo como «un escritor político –dando el mismo peso a cada una de estas dos palabras». Pero lo realmente curioso es que, tanto en política como en literatura, sólo encontró su camino después de largas vacilaciones. Siempre había tenido la certeza de que sería escritor16, pero sus primeros intentos serios en el ámbito de la creación literaria se saldaron con unos fracasos lamentables: no sólo no sabía cómo escribir, sino que tampoco s...
Índice
- George Orwell: contra el secuestro de lo real
- George Orwell o el horror a la política
- Rebelión y conservadurismo. Las lecciones de 1984