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La escuela de la ignorancia
Y sus condiciones modernas
- 110 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro
Cada pocos años, la clase política y sus expertos en "ciencias de la educación" acometen una nueva reforma de la Escuela. Sin embargo, el fracaso escolar sigue agravándose: la infantilización gana terreno a la inteligencia crítica; el individualismo y la negación del otro se apodera de las relaciones humanas; el dominio de la inmediatez corroe toda disciplina del tiempo o la atención. A simple vista, parece un gran misterio. Pero, ¿y si ese fracaso fuese el objetivo oculto de todas las reformas? Esa es la inquietante hipótesis que desarrolla Jean-Claude Michéa en este libelo: sólo la escuela de la ignorancia, que pretende plegar la vida y la inteligencia de las personas a las prácticas dominantes del consumo y el entretenimiento, está a la altura de un mundo donde la mayor parte de la humanidad se ha vuelto perfectamente desechable.
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Información
LA ESCUELA DE LA IGNORANCIA
I
En 1979, Christopher Lasch, uno de los espíritus más penetrantes del siglo XX, describía en estos términos el declive del sistema educativo estadounidense:
“La educación en masa, que prometía democratizar la cultura, antes restringida a las clases privilegiadas, acabó por embrutecer a los propios privilegiados. La sociedad moderna, que ha logrado un nivel de educación formal sin precedentes, también ha dado lugar a nuevas formas de ignorancia. A la gente le es cada vez más difícil manejar su lengua con soltura y precisión, recordar los hechos fundamentales de la historia de su país, realizar deducciones lógicas o comprender textos escritos que no sean rudimentarios1.”
Veinte años después, nos vemos obligados a reconocer que buena parte de estas críticas pueden aplicarse a nuestra propia situación2. Es obvio que no se trata de una coincidencia. La crisis de la antes denominada “Escuela Republicana” ya no puede separarse de la crisis que afecta a la sociedad contemporánea en su conjunto. Indudablemente, dicha crisis forma parte del movimiento histórico que, además, desintegra las familias, descompone la existencia material y social de los pueblos y los barrios3, y de forma generalizada destruye progresivamente todas las formas de civismo que, todavía hace unas décadas, condicionaban buena parte de las relaciones humanas. Con todo, esta constatación, totalmente banal por sí misma, podría no tener consecuencias (o incluso conllevar consecuencias ambiguas), si no lográsemos captar además la naturaleza de esta sociedad moderna, es decir, comprender qué lógica rige su movimiento. Sólo entonces será posible calibrar hasta qué punto los actuales progresos de la ignorancia, lejos de ser el producto de una deplorable disfunción de nuestra sociedad, se han convertido en una condición necesaria para su propia expansión.
Las páginas de este libro pretenden corroborar brevemente esta hipótesis, aunque tengo plena conciencia de que muchos la consideran ya totalmente inverosímil4.
II
Al principio de El Capital, Marx define las sociedades modernas como aquellas “donde reina el modo de producción capitalista”. Esta definición es válida si se aportan algunas precisiones que, ciertamente, son muy poco marxistas.
La atribución de una fecha exacta al nacimiento del “modo de producción capitalista” es uno de los escollos habituales de la historiografía contemporánea. Braudel resumió el problema al afirmar, en tono humorístico, que la fecha debía situarse “en algún momento entre 1400 y 1800”. De hecho, la existencia de clases mercantiles en actividades desarrolladas –a veces sustentadas por técnicas financieras extremadamente sofisticadas– no es en absoluto privativa de la Europa moderna. La antigua Mesopotamia, el Irak de las dinastías abasíes o la China de los Song, por citar sólo los ejemplos clásicos, vivieron fases de expansión económica que en muchos aspectos prefiguran el sistema capitalista5. No obstante, las condiciones del Occidente moderno han sido las únicas capaces de alumbrar y experimentar la idea de “sociedad capitalista”. Sin la interiorización progresiva de dicha idea –y de su correspondiente imaginario– por parte de un número creciente de agentes económicos y de dirigentes políticos, la sistematización capitalista de las actividades mercantiles anteriores nunca se habría convertido en un programa filosófico completo: empezando por el esfuerzo metódico y paciente por “desincrustar” (Polanyi), homogeneizar y sincronizar los distintos tipos de mercados existentes, un esfuerzo destinado a poner en práctica la hipótesis, hasta el momento puramente teórica, de un Mercado unificado y autorregulado. Ahora bien, como establece de forma convincente Hirschman6, definir tal programa filosófico no sólo está ligado a los problemas políticos a los que se enfrentaban las monarquías europeas de la época, sino que su ejecución intelectual habría constituido una tarea irrealizable sin la existencia de una configuración teórica que sólo Occidente poseía: el ideal de las ciencias experimentales de la naturaleza. Para los intelectuales del siglo XVIII, el mejor exponente de este ideal, surgido un siglo antes, era la mecánica racional de Newton.
Efectivamente, la invención de la Economía Política, es decir, de la “ciencia” de la riqueza de las Naciones que, al fin, pretendía otorgar un fundamento político e indiscutible a las decisiones de los Príncipes (y como tal la consideraron), es lo que constituye la principal condición simbólica sin la que ningún sistema capitalista podría haberse llevado a la práctica7. Del mismo modo, la ausencia de un mito fundador de estas características explica que las otras sociedades8, cualquiera que fuese su desarrollo comercial, ignoraran la figura exclusivamente occidental del Estado Racional (el futuro gobierno científico de los positivistas). Esta idea era, de hecho, la única que podía servir de base a la decisión política de construir progresivamente las condiciones empíricas de la hipótesis económica, esto es, del “sistema” capitalista. De ahí que este último no comenzara su larga y resistible historia hasta el siglo XVIII, y ello debido a las contradicciones específicas que, en aquel entonces, caracterizaban el aparato estatal de las monarquías europeas9.
III
El aparato teórico de la Economía Política se basa en una idea a la vez sencilla e ingeniosa: para garantizar de forma automática la Paz, la Prosperidad y la Felicidad –tres sueños inmemoriales de la humanidad– bastaría con abolir todo lo que, en los hábitos, las costumbres y las leyes de las sociedades existentes10 supone un obstáculo al juego “natural” del Mercado, esto es, a su funcionamiento sin trabas ni tiempos muertos. Para desarrollar esta hipótesis y formular las “leyes” que tengan el rigor aparente de los enunciados de Newton, el economista se ve forzado, de una u otra forma, a describir a los hombres como “átomos sociales” (o “mónadas”), en constante movimiento e impulsados por una única consideración: la de su interés bien entendido11. Así pues, la validez teórica y práctica de esta premisa depende, naturalmente, de la propensión real de los individuos a funcionar tal y como exige la teoría, es decir, como nómadas y seres atomizados12. Por ello, la puesta en marcha de la economía liberal (esta expresión es un pleonasmo) primero exige que se instituya, a priori de forma paradójica, una autoridad política con suficiente poder para acabar sin reparos con todos los obstáculos que la religión, el derecho y la costumbre oponen a la “desincrustación” del mercado y a su unificación sin fronteras. Exige también que se otorgue una existencia pragmática a la forma antropológica correspondiente: la del individuo completamente “racional”, es decir, egoísta y calculador, y, por tanto, libre de “prejuicios”, “supersticiones” o “arcaísmos” que, según la hipótesis liberal, generan ineludiblemente todos los tipos de filiación, pertenencia o arraigo existentes en la práctica.
Como podemos constatar, el proyecto de la “ciencia” económica –según la expresión de Paul Lafargue en La religión del capital– no puede desligarse de las representaciones modernas de la razón como instrumento privilegiado del cálculo egoísta, en otras palabras, como autoridad natural capaz de orientar al sujeto sobre su “propia utilidad” (Spinoza) y ordenar en su provecho el tumulto de las pasiones. Es esta idea filosófica –muy diferente a la del “Logos” antiguo– la que permite, por ejemplo, comprender la inquietante observación de Hume según la que “no es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo entero a un rasguño en mi dedo13”. Explica también que Engels haya podido ver en el triunfo de esta razón el “reino idealizado de la burguesía14 [B] ”.
IV
“Uno de los principios fundamentales de la doctrina Gradgrind era que todas las cosas deben pagarse. Nadie debía jamás dar algo a alguien sin compensación. La gratitud debía abolirse y los beneficios que de ella se derivaban no tenían razón de ser.
Cada mínima parte de la existencia de los seres humanos, del nacimiento hasta la muerte, debía ser un negocio al contado. Y si era imposible ganarse el cielo de esta forma, significaba que el cielo no era un lugar regido por la economía política y que no era un lugar para el hombre.”
Dickens, Tiempos difíciles, 1845.
Ahora comprendemos la terrible originalidad del paradigma capitalista, a cuyo imperio deben someterse todas las comunidades del mundo. El interés egoísta, que la Economía política tiende a percibir como el único motor racional de las conductas humanas, es precisamente la única forma de actuar que por...
Índice
- Introducción
- LA ESCUELA DE LA IGNORANCIA
- NOTAS