
- 208 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
Este ensayo analiza las implicaciones filosóficas y morales de la física cuántica.Con una soltura poco habitual, Fernando Díez demuestra cómo de la nueva ciencia se desprende una Trascendencia. Dado que el modelo cuántico incluye al observador como condicionante de la realidad, la investigación científica pasa a centrarse en el investigador, dando así validez científica a la búsqueda interior.Este es precisamente el paso que dieron los antiguos filósofos místicos de la India hace ya más de veinticinco siglos, cuando intuyeron la insubstancialidad de la materia, su carácter aparente, y centraron todo el interés de su investigación en el observador como guardián de todos los secretos.
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Información
1. SOBRE LA BÚSQUEDA DE LA TRASCENDENCIA
DIOSES EN MINIATURA. LA PERSPECTIVA INDIA
Lo mejor de un ser humano cualquiera puede ser algo muy elevado. Vale la pena alcanzarlo. Somos dioses en miniatura. Solo hay que ver la gran obra realizada por la raza humana, desde el avance científico, el orden social, la arquitectura, la medicina, el arte o la literatura, hasta los conocimientos más intangibles como la filosofía y la mística, la ciencia del espíritu. Si, por otro lado, como parce ser, el mundo es nuestra representación, ello nos hace también co-creadores, nada menos, del mundo que nos rodea.
Lo que hemos construido físicamente es inmenso, desde la rueda hasta el acelerador colisionador del CERN en Ginebra, de reciente inauguración y con toda la ciencia que encierra –casi capaz de producir tanta energía como la que se originó en el instante del big bang–, pasando por las pirámides de Egipto, el Partenón, la Fragua de Vulcano, la Anunciación de Fray Angélico, El Quijote o el templo Khailasha en Ayanta.
A pesar de tanta “grandeza” hay que ser humildes, porque es una grandeza que no es creación pura del ser humano. No somos lo último, la altura. Nosotros solo la descubrimos y desvelamos, y además con unas herramientas y unas normas lógico-matemático-estéticas que tampoco son invento nuestro, son comunes y universales y, por tanto, innatas, aunque eso sí, accesibles a la intuición en mayor o menor medida, depende de cada uno. Lo que es igual para todos no puede pertenecer a nadie. Los artistas, los filósofos, los científicos, desarrollan su actividad por medio de la intuición y la inspiración, buscan, concentrados en sus estudios, despachos o laboratorios, las reminiscencias de lo universal en lo particular, ya sea en forma de regularidades de la naturaleza, formas y colores, notas musicales, formas éticas o ideas. Los místicos, a su vez, buscan en sus retiros el sentimiento más universal, el amor.
No obstante, esos principios universales que se descubren, ya sean aplicables a las matemáticas, la conducta, la física, la arquitectura, el arte, la ciencia o la mística, no son sus creaciones, no han sido desarrollados por la experiencia, siempre han estado “ahí” indiferentes a nuestro avance y progresivo descubrimiento con el avance evolutivo del cerebro. No somos más que exploradores y descubridores de lo desconocido, pero eso sí, de gran talla, aunque incapacitados intelectualmente –no espiritualmente– para el conocimiento de la fuente primigenia de la inspiración, del orden y de la realidad física, del artífice real fuente de las causas primeras y universales, porque nosotros somos solo medios que articulamos las cosas y voluntades que nos son dadas, no hacemos sino responder a unos imperativos, valores y arquetipos universales –universales porque son idénticos para todos en esencia, aunque cada uno lo interprete a su manera y nivel–. Nosotros, en realidad, no hacemos, o hacemos muy poco, son fuerzas invisibles las que nos mueven y empujan, aunque tengamos la capacidad delegada de responder o no a los impulsos, o instintos, naturales, generando así un carácter específico y una herencia genético-kármica. En cualquier caso, respondamos en una forma u otra a los drives, los actos nos van a empujar por el torrente inevitable de la causalidad, o necesidad.
Al someter el entorno a nuestra voluntad, el entorno nos somete a la suya, estamos inexorablemente atados a las cosas que nos rodean y a nuestras obras. Un solo ser humano, como una sola nota musical o una partícula, no tiene significado alguno, todo es en virtud de lo demás. El tipo de trato con el prójimo es la condición de todo bienestar. Al percibir nosotros “agarramos” los objetos físicos y emocionales que nos rodean, pero los objetos nos agarran también a nosotros.
Nos sentimos libres para muchas cosas, es cierto que las posibilidades de utilizar nuestro cuerpo físico para la acción y la mente para pensar parecen ilimitadas, sin embargo, hay que reconocer que se trata de una libertad que casi es más una necesidad, dada la inercia evolutiva, la cantidad de condicionantes que nos limitan y obligan, necesidades que nos dirigen e impulsos que nos impelen. No disponemos de una libertad abierta, sino de libertad “para”, solo nos está dada la elección y la intensidad. Nuestro campo de experiencia espacio-temporal, el que cubre las capacidades de los sentidos y del intelecto, es reducido, no obstante, y esto es muy importante, ya que es lo que nos valida como seres también espirituales, lo espacio-temporal no agota la experiencia.
Tanto el mundo material que vivimos como nuestra experiencia interior consciente son apariencias o reminiscencias de una realidad más profunda, una realidad a la que han aspirado siempre los sabios de todas las tradiciones, aunque por diversos caminos, unos, los científicos, profundizando en la materia, otros, los místicos, profundizando en la consciencia, y otros, a veces, a través de caminos más angostos: magias, alquimias y esoterismos. Para conocer esa realidad, los hindúes dicen que hay que convertirse en ella. La realidad se puede experimentar, pero no se puede describir, es acceder a una cierta vibración, ya que la vibración es lo más esencial. En realidad, “solo” se trataría de refinar-afinar el cerebro a ese nivel de vibración, a cierta frecuencia, a la más sutil y más esencial en el fondo de todo, tal vez la que se alcanza en el ensimismamiento místico que nace de la consciencia contemplándose a sí misma ajena al mundo físico. Sin objetos sensibles que iluminar la consciencia vuelve a su nivel prístino, original y no-dual, como dice el Advaita Vedanta.
Cuando la autoconsciencia, como consecuencia de un profundo trabajo ascético, deja de ocuparse de las cosas del mundo, se unifica, y a partir de ahí, si surge la devoción, puede llegar a suceder que se funda con la consciencia universal durante un cierto periodo de tiempo, para volver a encapsularse de nuevo en el ego y su aparato cognitivo después del suceso.
En realidad se trata de un experimento en el campo de la consciencia, un experimento verificado en un número significativo de casos. No cabe duda de que hay similitudes entre el filósofo místico y el científico, ambos buscan lo universal con una absoluta entrega y lo buscan en el mismo sitio, en lo más profundo de su propio ser. Pero ser solo puede haber uno. Los filósofos místicos y los investigadores científicos deberían respetarse, sino comunicarse. Han de aceptar, sobre todo los físicos, que el Ser tiene varias categorías, las más esenciales, objeto de su investigación, son energía y consciencia. La primera se esconde en todos los objetos del mundo, y la segunda en todos los sujetos, en cada uno de nosotros.
Para alcanzar este estado, como para el dominio de las herramientas matemáticas necesarias para la investigación en mecánica cuántica, se necesita un gran esfuerzo, una gran vocación y mucho talento, por eso hay muy pocas personas que se dediquen a ello. Lo que es cierto es que tiene que haber por fuerza de la lógica un conocimiento último esperándonos en algún sitio, ya sea que haya que buscarlo en lo más íntimo de la materia o del ser humano, un conocimiento, eso sí, capaz de inculcarnos la certidumbre.
La búsqueda espiritual, la investigación interior, implica además una entrega personal muy considerable, no solo intelectual, sino también la renuncia al mundo, ya que una premisa básica de partida en esta “investigación” es que lo que impide la fusión con ese nivel de vibración esencial, con lo Real, es la contienda diaria con la vida, donde se generan todas las emociones, pasiones y apegos que hinchan el ego y agotan la consciencia.
El método teórico-práctico hindú de investigación interior es el yoga de Patanjali, del siglo I o II a. de C., que tiene todo el aspecto y metodología de un método científico, aunque se trate de un ciencia del espíritu. Una ciencia basada en el principio de inducción, ya que ha sido verificada por la experiencia de muchos yoguis y similares que siguieron el método clásico, un método que bien se podría definir como natural o universal: el yoga de Patanjali, a veces seguido sin tenerse idea de su existencia. Hay otro camino, también universal, pero en realidad lo que ocurre es que se acaba solapando con el anterior, y es el tantra, del que hablaremos.
Filosóficamente, el Vedanta es el paladín de la indagación interior –“¿quién soy yo?” es su mantra fundamental–, su objetivo no es otro que el Yo, la consciencia, el testigo, todo lo demás es ilusión, pero el yo que se investiga no es el fenoménico, el Vedanta pretende convencernos de que nuestro auténtico Yo no es el reflejo del abigarrado mundo “exterior” en nuestra mente, el lugar donde se representan todas las percepciones, sino esa autoconsciencia, ese percibidor, ese testigo que las ilumina para que el ego las perciba con su aparato cognitivo. El problema es que al iluminarlas, la consciencia se identifica con ellas haciendo suyas todas las vicisitudes de la existencia física, siempre sometida a la entropía y a la incertidumbre. Así la consciencia se convierte en objeto mental. A la luz le ocurre lo mismo, solo podemos verla reflejada en los objetos; su trasmisor, el fotón, que es eterno y universal, se disfraza, se trasforma en formas y colores. Por la misma razón, de un espejo –una buena analogía de la consciencia por su carácter revelador– solo se ve lo que refleja, no el espejo en sí mismo. El pensamiento de la India nos dice que esa identificación de la consciencia una con el mundo, que la singulariza, individualiza, diversifica y hace olvidar su auténtica naturaleza universal, es la causa de todas nuestras desdichas psicológicas; pero eso es justamente la vida. Dice el Paratrynsikavivarana Tantra: «Lo único que existe es el percibidor, el sujeto, bajo la forma de lo percibido», y en esa percepción se incluyen los sentimientos y emociones como campos de fuerza interconectados con el exterior que son. Conviene recordar que las emociones se representan en el cerebro como fuerzas electromagnéticas. Las conexiones entre campos y personas las configura el cerebro y decodifica en sensaciones y sentimientos, como lo hace al configurar formas y colores partiendo de los fotones que recibe la retina con todo tipo de frecuencias.
ENERGÍAS FÍSICAS Y PSICOLÓGICAS
El universo físico, el espacio con todo lo que alberga, no es otra cosa que un inmenso océano de partículas en una continua, ordenada y frenética danza. Su actividad se la deben al impulso de las cuatro fuerzas de la naturaleza: nuclear fuerte y débil, electromagnética y gravedad. Las atracciones y repulsiones, basadas en lo positivo y negativo, lo masculino y lo femenino, levantan el mundo de las cosas y generan el curso evolutivo, el continuo devenir. A su vez, en el ámbito psicológico, el motor de esta voluntad universal de interrelación son los tres imperativos instintivos –perpetuación, conservación y superación–, las órdenes que recibimos continuamente de la naturaleza y nos mantienen en otro tipo de danza, también incesante, aunque menos mal que aparentemente no tan frenética. La libido, el hambre, la aspiración y la curiosidad son las fuerzas trasmisoras que nos enlazan con el mundo, como los gluones, el fotón o el gravitón, enlazan las partículas en el mundo físico. Los tres instintos nos mantienen en movimiento perpetuo, como la energía fotónica mantiene a los electrones girando en sus órbitas en movimiento continuo.
Podemos enfrentarnos a ello debido a la libertad de acción y elección, privilegio humano que no tienen el electrón ni los animales siquiera, pero nadie sale indemne. Se puede prestar oídos sordos al hambre, al impulso emocional-sexual o a todo tipo de voluntad de progreso, mal o bien interpretada, pero las consecuencias pueden ser funestas. Todo tiene consecuencias: una de las esclavitudes o límites fundamentales del existir humano –caer en el torrente determinista de la necesidad, o karma–, junto con la limitación espacio-temporal, la limitación de crear-hacer y la limitación de saber-sentir. A estas cinco limitaciones, que se pueden entender como nuestro aparato cognitivo, o como las “gafas” con que configuramos el mágico espacio exterior que nos rodea, el tantra vedántico las denomina maya. Un aparato cognitivo diferente al nuestro representaría otro universo diferente y nos sometería a otras limitaciones. Por eso el mundo es un correlato nuestro y nos parece tan real. Y por eso podemos conocer, que en realidad es reconocer las formas que previamente hemos impuesto. Recordemos lo que dice Eddington en sus escritos filosóficos: «Mediante la ciencia el ser humano recupera de la naturaleza lo que previamente ha puesto», y, también, «El ser humano ha llegado a las playas de lo desconocido y se ha encontrado con unas huellas, las suyas…» (Cuestiones cuánticas, Ed. Kairós, Barcelona, 1987).
¿UN PLAN INTELIGENTE?, LA PERSPECTIVA DE LA FILOSOFÍA INDIA
El nuevo paradigma cuántico, al incorporar al observador al hecho científico, marca una diferencia radical respecto a los modelos anteriores, porque nos dice que, en el mundo subatómico, el observador, o participador, condiciona lo observado, que lo visto es producto de la observación de un sujeto sobre un objeto; los dos son imprescindibles, aunque no para que exista o no el mundo exterior, cualquier cosa que sea, sino para que surja en la mente el mundo de los fenómenos que nosotros percibimos y configuramos. También lo dijo Kant, incluso las Upanishads lo dejan entrever. Si así ocurre en el mundo de lo infinitesimal, de alguna manera tiene que suceder lo mismo cuando se observa lo macroscópico, ya que este depende de aquel. A la tremenda pregunta, que tanto preocupaba a Einstein en sus controversias con los físicos cuánticos, ¿existe la Luna si yo no la miro?, la ciencia obliga a responder, muy a pesar del sentido común, que la Luna, como todo, es una configuración mental que exige la presencia de un observador-configurador, incluso creador. Lo cual no quiere decir, en el ámbito macroscópico, que no haya nada si no observamos, sino que no es lo que nosotros percibimos, se trata de un mundo virtual de múltiples posibilidades superpuestas como dice la física cuántica. También sabemos que la nada no existe. En realidad, lo único que existe en sí mismo, además de la consciencia, es el espacio, como afirmaba Einstein, el campo cuántico unificado que tanto buscó sin encontrarlo. Todo lo demás, el mundo manifiesto, es apariencia configurada por nuestros específicos medios de conocimiento, por nuestro intelecto, un intelecto que todos compartimos, y por eso podemos entendernos y ver las mismas cosas.
Lo anterior nos viene a decir que no hay cosas físicas que existan en sí mismas, es decir, que existan sin un observador, que viene a resolver sin paliativos la vieja pugna filosófica entre idealismo y realismo, obviamente a favor del primero. Sin un observador las cosas solo existen en estado virtual, definidas de forma probabilística por la función de onda de Schrödinger –la función universal que rige los movimientos de las ondas de materia como la relatividad lo hace en el mundo macroscópico–, hasta que un observador, al hacer colapsar la onda mediante la observación, hace brotar un cuanto de ella, selecciona una posibilidad y la “hace” real, aunque dándole la forma, imponiéndole, su aparato cognitivo. Nadie puede saber cómo son las cosas cuando no hay nadie que las observe –el famoso gato de Schrödinger no está ni vivo ni muerto hasta que se abre la caja y se observa–, qué es lo que realmente existe independiente de un observador, lo que es “en sí”.
Trasladar la capacidad creativa de la observación, del mundo microscópico al nuestro macroscópico, no cabe duda de que es una dura prueba a nuestra capacidad de comprensión intelectual. Aun disponiendo de una descripción matemática –una búsqueda ya en curso en la actualidad con su correspondiente experimentación, según dicen ya verificada en entes macroscópicos, aunque mínimos como una molécula, que aparece y desaparece con la observación–, el intelecto no puede configurar ninguna intuición sobre ello, ni siquiera el del matemático capaz de hacer las más exactas predicciones.
En cualquier caso, y por lo razonable, no se puede rechazar el tema a la ligera, parece lógicamente obligado admitir que de alguna mágica manera el misterio cuántico tiene que afectar también de algún modo al mundo que percibimos y habitamos. No se puede negar que lo microscópico no sea la esencia de lo macroscópico.
A ese misterio, a ese campo que nos inunda y gobierna por dentro y por fuera, más allá de la materia y del tiempo-espacio y, por tanto, del percibidor y lo percibido, de donde todo surge, tanto el cerebro-mente como la materia, y además con capacidad para ser causa creadora y sustentadora de “nuestra realidad”, el mundo que percibimos, se le han aplicado muchos nombres a lo largo de la historia: Ser, Absoluto, Ente, Dios, cosa en sí, Ideas, Brahman, Tao, sunyata o, incluso, en la actualidad y dado lo que alberga de mágico, vacío o campo unificado, el que sustenta las fluctuaciones cuánticas; en todo caso se trata de un ente suprarracional y suprasensible, incluso sublime para algunos.
Toda esa inmensa, ininteligible e, incluso, inimaginable complejidad que se encuentra aparentemente enterrada en la esencia de la materia y que ahora nos desenmaraña la física teórica, más la que se encuentra en el aparato cognitivo humano y nos desvelan las neurociencias y psicologías de todo tipo, más los estudios sobre el genoma, más la que se encuentra en lo más íntimo del alma humana y ya fue revelado por los místicos de cualquier tradición –ninguna tan extensa, detallada y verificada como la hindú–, toda esta portentosa organización, más la inmensa complejidad de los sentimientos humanos, como decíamos, no se puede dejar en manos del azar. Todo esto lleva a pensar, muy razonablemente, en la necesidad de la existencia de una Trascendencia capaz de asumir la responsabilidad última de tan sorprendentes obras, incluso el mecenazgo de los sentimientos más sublimes que no pueden haber partido de la naturaleza. Todo emplaza a pensar que la evolución se desplaza sobre una estructura intemporal, inteligente y previa.
Hemos avanzado demasiado desde que aparecimos en el cosmos para que al azar podamos habernos desarrollado de tal manera. Tiene que haber algún truco, algún plan o guía interior que justifique el que hayamos aprendido tanto. Somos unos recién llegados al tiempo espacio, el universo tiene quince mil millones de años y nosotros apenas un par de millones, una relación infinitesimal. Veinte siglos antes de Cristo ya hay yoguis meditando en la India aspirando al conocimiento, y siete siglos antes de Cristo surge espontáneamente en las culturas conocidas, china, griega, persa e india los principios éticos universales que llegan, y siguen siendo vigentes, a nuestros días. Nada de ello se pudo aprender ni encontrar en la naturaleza. Tampoco puede ser casualidad que Newton y Leibniz descubran el cálculo diferencial al mismo tiempo, lo mismo que Heisenberg y Schrödinger, que descifran simultáneamente las leyes de la mecánica cuántica y ondulatoria, y llegan, aunque por diferentes caminos matemáticos, a los mismos resultados. No cabe otro razonamiento que pensar que de alguna mágica manera siempre hemos tenido a nuestr...
Índice
- Cubierta
- Portada
- Créditos
- Sumario
- Presentación
- Introducción
- 1. Sobre la búsqueda de la Trascendencia
- 2. Sobre el nuevo paradigma
- 3. Sobre el ser humano
- 4. El trabajo sobre uno mismo
- 5. Sobre la transformación personal. Un resumen de nueve reflexiones
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- Contracubierta