Desconfianza
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Desconfianza

El naufragio de la democracia en México

Guillermo Fadanelli, Leonardo da Jandra, L. M. Oliveira

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El naufragio de la democracia en México

Guillermo Fadanelli, Leonardo da Jandra, L. M. Oliveira

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La democracia está en crisis. Las sociedades neoliberales han confundido la búsqueda de la libertad con el placer del libertinaje. En México, se considera que la democracia es un sistema de gobierno fallido. ¿Era esto lo que tanto anhelábamos? ¿Era esto lo que la alternancia del 2000 nos prometía? Tres autores con prosas y experiencias distintas entre sí, discurren en los mismos temas y procrean un diálogo entre ellos.Da Jandra propone reivindicar el libre albedrío y la responsabilidad sobre el mismo para que no se convierta en un arma de doble filo desde la cual se siga empobreciendo a la democracia y a la sociedad. L. M. Oliveira reflexiona sobre el miedo con que se vive en México, sobre la intransigencia de las entidades de gobierno, sobre la negligencia que ha cobrado víctimas.Guillermo Fadanelli hace un retrato de lo que es un hombre ideal para la sociedad: un hombre con sentido común, en función de los demás y de su entorno; nos invita a asumir un papel como ciudadanos en un mundo poco incluyente."(Da Jandra) pasó tres decenios viviendo a lo Robinsón en la selva oaxaqueña de Huatulco, sabe bien de la valentía necesaria para la vida silvestre, igual que del coraje que hay que tener para la filo-sofía en nuestras junglas de asfalto"El País"En Fadanelli, la novela y el ensayo están de parte del trayecto, el paseo y la vagancia. Las puertas de ambos géneros llegan a una misma sala"Letras Libres

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Información

Año
2018
ISBN
9788417302313

1

Los parásitos de la libertad

Leonardo da Jandra
La suprema adquisición de la razón consiste en reconocer que hay infinidad de cosas que la sobrepasan. Cuando no se conoce esto, la razón es débil.
pascal, Pensamientos
La búsqueda de la libertad dentro de un sistema social democrático ha sido desde los griegos hasta el día de hoy el objetivo supremo de los pensadores más sabios. En los tiempos de caída, como el actual, es inevitable que la confusión y la desconfianza ejerzan en la ciudadanía un efecto desolador: se habla libremente de todo, pero en realidad nadie cree en nada. Los enemigos de la libertad y de la democracia, lo sabemos todos, acechan por doquier; y cuanto más poderosos son los enemigos, más urgente es la consolidación democrática.
Las palabras “libertad” y “democracia” han sido tal vez las más ultrajadas en los modelos civilizadores ya agotados, donde todos quieren dictar órdenes o
gobernar, pero nadie desea obedecer ni cumplir obligaciones y leyes. Sumidos en el descontento y en el escepticismo, los ciudadanos ya no saben, o no les interesa, distinguir entre una libertad simulada y una eficaz o certera, entre la falsa democracia y la real o verdadera. Preocupados en exceso en recibir, nadie quiere dar; y encapsulados en esta membrana de egocentrismo suicida, a muy pocos les interesa ya ejercer el atributo más importante que se nos ha otorgado como seres autoconscientes: el libre albedrío, el derecho a equivocarnos. El libre albedrío es la característica crucial, singular y definitiva que distingue al ser humano de las bestias de colmillo y garra; dejar de ejercer esa esencial capacidad humana trae como consecuencia una fatal regresión a la barbarie.
En su obsesión por lograr la autodeterminación del individuo, que supone sin duda el más importante logro social, las sociedades neoliberales –como la norteamericana, entre otras– han asumido de manera acrítica la realización de la libertad como su máximo logro, sin prever las nefastas consecuencias que lleva consigo una dinámica hedonista, auto-gratificante y que tiende al solipsismo sin contemplar el daño causado a los demás. La importancia que llegó a otorgarle el pensador R.W. Emerson al peor aspecto del poder –la libertad total–, se hace evidente en esta sentencia digna de la más aguda conciencia estabulada: “Lo correcto es lo que depende de mi obrar y de mi manera de ser, y lo único equivocado es lo que a ellas se oponen”. Acorde a esta sentencia de Emerson, el filósofo Richard Rorty consideró también la instauración de la libertad como el objetivo prioritario de toda sociedad democrática; es decir, primero debemos ser libres y después decidiremos qué elegir. Lo que cualquier simpatizante de la libertad total deja de lado es que si no sabemos cómo ejercer nuestra libertad, si no tenemos presente que nuestra libertad se halla limitada por la pulsión a causar daño a los demás en aras de nuestro propio beneficio, estamos incurriendo en una falacia.
Sin rectitud ética la libertad es suicida y contraria a la convivencia humana. Tal es lo que le ha venido sucediendo a los modelos neoliberales, donde los detentadores del poder económico y político se han valido del exceso de libertad para enriquecerse empobreciendo a la mayoría de sus conciudadanos. Se entiende entonces que la inclinación de filósofos como Karl Popper a favor de una “sociedad abierta”, o de Robert Nozick a favor de un “Estado mínimo” nos den la impresión de estar, de antemano, condenada al fracaso. La causa principal de dicho fracaso es carecer de los correctivos indispensables para controlar la voracidad de quienes mandan o detentan el poder. Hasta ahora todo el sistema represor del poder se ha centrado en controlar el rechazo, la insatisfacción y la protesta de los desprotegidos, pero ya es tiempo de que aprendamos que son precisamente a aquellos que usufructúan el poder a quienes nosotros debemos controlar.
Todas las actividades grupales de carácter egocéntrico (partidos, corporaciones, academias o sindicatos) son igualmente legítimas para quienes las llevan a cabo o se benefician de ellas, y son también igualmente perniciosas para quienes tienen que sufrirlas. Esta ambigüedad ha dado razón de ser a una serie de odiosas anomalías que enfatizan el peligro en “lo otro”, en lo ajeno y extraño, negándose a comprender que toda cerrazón acarrea y causa un acabamiento, un deterioro. La fobia que causa el concepto de globalización ha permeado así a las capas más sufridas de la sociedad, que carecen de los instrumentos teóricos necesarios para desembozar y enfrentar a los nacionalismos, y a las fronteras en que aquellos se atrincheran, como uno de los mayores obstáculos para el pleno logro de la libertad y de la democracia. Sirvan de mínima referencia histórica la negación de los zelotes o integristas judíos hacia la cultura grecolatina; el nacionalismo religioso de Gandhi rechazando la tecnología fabril inglesa; o el clan Tokugawa cerrando la entrada a Japón a los ciudadanos occidentales. Repárese, además, en que nada es tan propio al ejercicio de la tiranía -en todas sus expresiones ideológicas- como el apelar a los nacionalismos más retrógrados y antilibertarios. Los que juzgan a una sociedad desde sus trincheras egocéntricas deberían desconfiar siempre de sus propias opiniones.
Si la característica fundamental del poder es tomar decisiones que afectan a todos, sólo podrá haber libertad social cuando esa toma de decisiones sea compartida. La libertad es la dinámica mediadora entre lo que consideramos como verdad y error; y los que optan por el error de forma consciente, los que hacen daño a sabiendas de que lastiman a los demás, fomentan deliberadamente el mal social. La libertad falsa o espuria es por naturaleza egocéntrica y sólo busca el beneficio personal sin preocuparse por el daño al prójimo; la legítima libertad se encuentra centrada en la sociedad, busca el beneficio del individuo y el bienestar de la comunidad. La libertad automotivada, que busca exclusivamente la gratificación personal, degenera en un
libertinaje pernicioso, en una degradación de la libertad. La libertad en su sentido esencial y humano exige autocontrol de los deseos y el respeto por los demás; la libertad degradada potencia la admiración ensimismada y el afán de dominio sobre los demás. No lo olvidemos: todas las injusticias y las guerras han sido consecuencia de una concepción errónea o falsificada de la libertad.
Cuando un gobernante (en sus tres expresiones: ejecutivo, legislativo y judicial) coarta la participación ciudadana en la toma de decisiones, suspende de inmediato la opción libertaria por excelencia: poder decidir el futuro que queremos para nosotros, y poder contribuir al desarrollo armonioso y justo de nuestra sociedad. En consecuencia se colige que cualquier organización o asociación que usurpe los derechos plenos del individuo a ejercer su voluntad, constituye una amenaza antievolutiva, una ofensiva autoritaria contra la
libertad.

Partidos, sindicatos, teocracias, corporaciones
y academias parasitarias

Nada obstaculiza tanto la evolución social como el hecho de que los liderazgos impuestos se asuman o determinen como paladines de la libertad. La sociedad humana se rige inevitablemente por jerarquías; y si estas gradaciones, en lugar de estar determinadas por la búsqueda del bien común, obedecen sólo a la astucia inmoral e interesada, entonces la deseada armonía social se nulifica por un caos de corrupción y desconfianza.
La mayoría de las instituciones y organizaciones sociales tienen un origen loable. A diferencia de lo que creía Rousseau, los seres humanos nacen desiguales, y sólo la moral y las leyes los pueden llevar a la igualdad. En los estatutos fundadores de casi todas las organizaciones grupales se enfatiza la igualdad de sus miembros; como también se subraya el papel benefactor que debe desempeñar la agrupación con respecto a la sociedad. Sin embargo, son muy pocas las organizaciones o asociaciones que no pervierten sus principios en aras de una mayor utilidad para sus integrantes (más para beneficio de los dirigentes que para el de los dirigidos o comunes). A lomos de esta consigna cuadrúpeda, la utilidad meramente personal se convierte en el objetivo prioritario de una conciencia depredadora que no tiene el menor reparo en transformar a la utilidad en su verdad y horizonte. “Y esto, hacer de la utilidad la verdad, es la definición de la mentira. El imperio de la política es, pues, el imperio de la mentira”, escribió con letras de fuego y de manera contundente Ortega y Gasset en “Verdad y perspectiva” en el El espectador I.
Aunque es innegable la coherencia lógica de la aserción de Ortega y Gasset, debemos añadir que no todo imperativo político tiene –ni debe tener– como sustento la mentira, la falacia, el afán de engañar y de satisfacer nada más el interés propio. Es más, me atrevería a decir que sólo renunciando a la mentira utilitaria podrá la política alcanzar su función ordenadora y reguladora de la natural desigualdad en la que nacen y a la que tienden los ciudadanos que valoran el bien personal por encima del bien público. La búsqueda de la utilidad sólo es socialmente efectiva y provechosa cuando se combina con la intención sincera de servir a los demás.
Las asociaciones laborales, políticas y religiosas tuvieron su primera y original expresión en la formación de las sociedades secretas. El ser miembro de alguna de estas sociedades confería –al igual que en las marcas tribales– un estamento de seguridad, pertenencia y la puerta de entrada a ciertos beneficios de los que no gozaban aquellos que no eran miembros del grupo privilegiado. Todas estas agrupaciones no sólo tenían como objetivo elevar la conciencia moral de sus agremiados y obtener mayores prerrogativas a su poder, sino, y sobre todo, alcanzar un más alto nivel de bienestar para la sociedad en su conjunto. A raíz de sus ritos de iniciación y pertenencia, estos clubes o sectas se convirtieron pronto en verdaderas escuelas morales, y a la larga dieron lugar también –como era de esperarse– a los sindicatos y a los partidos políticos.
Ninguna totalidad humana o social puede crecer en armonía sin la evolución armónica de sus partes. La totalidad entera sufre el daño cuando las partes o fracciones que la determinan degradan o coartan los derechos de las partes complementarias o determinadas. Un liderazgo mal ejercido supone un atentado contra toda la base que le ofrece fundamento y lo sustenta. Cada miembro de un partido, sindicato o grupo social se beneficia con el comportamiento ético de los liderazgos; y se perjudica con la acción inmoral de los líderes y del resto de los asociados. Toda estructura grupal tiene su particular modo de ser y de conducirse, y ésta se define a partir del grado evolutivo de la personalidad de cada uno de los miembros que la conforman. Si los líderes grupales –o la mayoría de los afiliados– sucumben a la tentación utilitaria y egocéntrica del poder,
entonces la totalidad grupal se corrompe y pierde su función benefactora y generosa (tanto para el beneficio de los afiliados como para el de la sociedad en general).
No puede existir evolución social sin la presencia de un liderazgo ético que la promueva y estimule la prioridad del bien público sobre el bien grupal e individual. La carencia de discernimiento entre los agremiados y la falta de liderazgos honestos han propiciado el ascenso de personajes inmorales a los puestos de decisión, con el consiguiente y lógico desencanto de la ciudadanía. Si pretendemos establecer una sociedad
democrática y libre entonces es indispensable que los individuos busquen y conciban medios para guiar y controlar el desmedido poder de sus líderes, y no que los líderes controlen y sometan a los miembros de sus asociaciones grupales.
El ser humano se esfuerza y trabaja para ser cada vez más libre, no para perder la libertad. El tiempo libre es crucial para el desarrollo armónico del individuo y de la sociedad. Y es doloroso comprobar cómo los pueblos menos libres son también los más ignorantes, y los que tienen las organizaciones e instituciones más corruptas. Por eso enfatizaba Montesquieu, en El espíritu de las leyes, que “los pueblos más pobres son siempre los menos libres”. En condiciones de pobreza la cultura termina estancándose, y si no hay acceso a
la cultura es difícil o imposible que florezca la reflexión crítica necesaria para evitar que la sociedad entera se difumine y escinda de la Historia a la que pertenece.
Las verdaderas agrupaciones, orientadas hacia el fin preponderante de un bienestar social, tendrán que esforzarse por establecer continuos programas culturales que amplíen el horizonte de comprensión de sus agremiados. Pero por encima de todo debe procurarse la enseñanza y la aplicación de la rectitud moral, el actuar de manera que lo que exigimos a los demás nos lo exijamos a nosotros mismos, que la moral del que gobierna y la de los gobernados se oriente en una dirección común: la búsqueda del mayor bienestar para la mayoría.
Las agrupaciones secretas que surgieron en el Renacimiento imponían el juramento de guardar en secreto su conocimiento y ayudarse entre los miembros como hermanos. Templos, catedrales y castillos sirvieron de espacios iniciáticos a muchos de los grandes líderes de logias, sindicatos y partidos. De aquí también surgieron los primeros cuerpos de policías encargados de velar por la seguridad social, y al final, conteniéndolos a todos, se originó el Estado: la forma rectora de todo tipo de asociaciones, tanto públicas como privadas. Los comerciantes se acercaron por interés a estos primeros clubes, pues veían en ellos a verdaderos paladines del rigor y de la disciplina, ideales para cobrar las deudas indisociables del comercio, además de tener el poder para exigir el cumplimiento de la palabra dada.
Cuando, como sucede actualmente en países como México, el afán desmedido de poder y la consiguiente corrupción por parte de los líderes más connotados
se convierten en un hábito aceptado y asumido, la moral ciudadana se deteriora y colapsa. Y, como lo sentenció Montesquieu en el “Libro octavo” de El espíritu de las leyes: “Perdida la moral, se acaba el amor al orden, la obediencia y la virtud”.
En una democracia simulada como la que ahora padecemos, los partidos centran su ambición en gobe...

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