I. EL FARDO DE LA EXISTENCIA
Y LOS NUEVOS HORIZONTES DE INVESTIGACIÓN
1. LA HABITACIÓN DE MAITLAND ROAD PARK
En una noche de enero de 1881, en la habitación de una casa en la periferia de Londres, un hombre con una barba casi totalmente blanca estaba inmerso en el estudio de una pila de libros amontonados sobre la mesa. Con la más intensa concentración, hojeaba sus páginas, anotando, con cuidado, los pasajes más significativos. Con una perseverancia digna de Job, llevaba a cabo la tarea que había asignado a su existencia: proporcionar al movimiento obrero las bases teóricas para destruir el modo de producción capitalista.
Su semblante estaba marcado por años de duro trabajo diario, que habían transcurrido siempre entre leer y escribir. Sobre su espalda, y en otras partes de su cuerpo, permanecían las cicatrices de los horribles forúnculos que habían aparecido en el curso de los años, mientras trabajaba en la redacción de El capital. Con cáustica ironía, de éstos había escrito, al final de una de sus manifestaciones más agudas, que había completado uno de sus trabajos más importantes: “espero que la burguesía recuerde mi ántrax por el resto de su vida”.1
Llevaba en su ánimo la carga de otras heridas, impresas por una vida transcurrida entre penas y privaciones económicas, y mitigada de tanto en tanto por las satisfacciones de algún buen golpe asestado a los reaccionarios de las clases dominantes y a los rivales de su mismo campo político.
En invierno estaba enfermo y, con frecuencia, cansado y débil. La vejez comenzaba a limitar su vigor habitual y la ansiedad por el estado de salud de su mujer lo afligía cada vez más. Y sin embargo era todavía él: Karl Marx.
Con inalterada pasión, proseguía con su compromiso por la causa de la emancipación de las clases trabajadoras. Su método era el mismo de siempre, aquel adoptado desde los tiempos de los primeros estudios en la universidad: increíblemente riguroso e intransigentemente crítico.
El escritorio donde solía trabajar, sentado sobre una silla de madera con apoyabrazos, y sobre el cual había sudado tinta por años, durante todo el día y gran parte de la noche, era pequeño y modesto; medía aproximadamente un metro de largo por setenta centímetros de ancho.2 Apenas contenía espacio para una lámpara de pantalla verde, las hojas sobre las que solía escribir y un par de libros de los cuales extraía las citas que más le interesaban. Nada más le era necesario.
Su estudio se situaba en el primer piso, con una ventana que daba al jardín. De la habitación, después de que los doctores le prohibieron fumar, se había ido el olor a tabaco, pero las pipas de arcilla, de las cuales, inmerso en sus lecturas, había aspirado tantos años, estaban todavía ahí para recordarle las noches de insomnio dedicadas a demoler a los clásicos de la economía política.
Una impenetrable muralla de estanterías escondía las paredes. Su biblioteca no era tan imponente como la de los intelectuales burgueses de su misma altura, ciertamente más ricos que él. En los años de pobreza, Marx había utilizado mayormente los volúmenes de la sala de lectura del Museo Británico, pero había coleccionado de todos modos unos dos mil tomos.3 La sección mejor provista era la de economía, pero también eran muchos los clásicos de teoría política. Eran numerosos también los estudios de historia, en particular de la francesa, y las obras de filosofía, sobre todo de la tradición alemana. Era nutrido, además, el grupo de textos de ciencia.
La variedad de disciplinas correspondía a la diversidad de idiomas en los que los libros habían sido escritos. Los volúmenes en alemán eran igual a un tercio del total; en inglés había cerca de un cuarto y los franceses un poco inferiores a estos últimos. No faltaban tomos en otras lenguas romances como el italiano, pero, a partir de 1869, cuando comenzó a aprender ruso para poder estudiar directamente los libros que describían las transformaciones en curso en aquel país, aquellos en cirílico se convirtieron en pocos años en una cantidad considerable.
En las estanterías de Marx no estaban presentes, sin embargo, sólo textos académicos. Un corresponsal anónimo del Chicago Tribune, que en diciembre de 1878 visitó su estudio, describió así el contenido en una entrevista:
Los intereses literarios y la vastedad del conocimiento de Marx también fueron descritos, en modo similar, por el socialista francés, y su yerno, Paul Lafargue. Al recordar su sala de trabajo —de la cual dijo “esta habitación es histórica y es necesario conocerla si se quiere penetrar en la vida íntima espiritual de Marx”— subrayó que:
Paul Lafargue destaca, además, la relación que Marx tenía con sus libros. Para él no eran
Por otro lado, Marx se dedicaba a ellos, hasta el punto de definirse como “una máquina condenada a devorar libros para vomitarlos, de distinta manera, en el basurero de la historia”.8 Su biblioteca contenía, también, sus obras, en el fondo no muchísimas, si se compara el número de las que había proyectado y dejado incompletas en el curso de su intensa actividad intelectual.
Había una copia de La sagrada familia, la crítica de la izquierda hegeliana publicada junto con Friedrich Engels (1820-1895) en 1845, cuando todavía tenía veintisiete años; la Miseria de la filosofía, escrita, dos años después, en francés, para que el destinatario de su polémica, Pierre-Joseph Proudhon (1806-1865), pudiese entenderla. No faltaban, obviamente, algunas ediciones del Manifiesto del Partido comunista, texto redactado siempre junto a Engels y salido, tempestivamente, pocas semanas antes de la explosión de las revoluciones de 1848, si bien su significativa difusión sólo tuvo inicio a partir de los años setenta. Para recordar sus estudios sobre la historia de Francia estaba El 18 brumario de Luis Bonaparte; mientras que al lado de algunos opúsculos de política, como aquel contra el primer ministro británico Lord Palmerston, yacían escritos de un tiempo lejano, como las Revelaciones sobre el proceso contra los comunistas en Colonia, de 1853, y las Revelaciones de la historia diplomática del siglo XVIII de 1856-1857, y otros que no habían alcanzado éxito: Contribución a la crítica de la economía política, de 1859, y El señor Vogt, de 1860. Entre las publicaciones de las cuales estaba más orgulloso se encontraba, en fin, su obra maestra, El capital, que en ese tiempo ya había sido traducida al ruso y al francés, y las más importantes orientaciones y resoluciones de la Asociación Internacional de los Trabajadores, de la cual había sido el principal organizador entre 1864 y 1872.
Guardadas en cualquier parte, había algunas copias de revistas y periódicos que había dirigido de joven: entre éstos el volumen de los “Anuarios Franco Alemanes”, de 1844; el último número del periódico La Nueva Gaceta Renana, publicado en color rojo antes de la victoria del frente contrarrevolucionario, en 1849; y los fascículos de la Nueva Gaceta Renana. Revista de Economía Política, del año siguiente.
Acumulados en otras secciones de la biblioteca se encontraban, además, decenas de cuadernos de extractos y algunos manuscritos que quedaron incompletos. La mayor parte de éstos se ubicaban en el desván. Allí se apilaban todos los proyectos en los que había trabajado en diversas fases de su vida y que no había alcanzado a terminar. El conjunto de esta voluminosa colección de documentos, parte de los cuales habían sido abandonados a la “crítica roedora de los ratones”,9 correspondía a un gran número de blocs y hojas dispersas.10
Entre éstos estaban los papeles de los cuales se habrían extraído y enviado a la imprenta dos de los textos más leídos y debatidos en el curso del siglo XX: los Manuscritos filosófico-económicos [1844] y La ideología alemana [1845-1846], que fue esbozado en el bienio posterior a la elaboración del escrito precedente. Marx, que no publicó nunca “nada que no hubiera reelaborado varias veces, hasta dar con la forma apropiada”, y que afirmó que “prefería quemar sus manuscritos antes de dejarlos inconclusos a la posteridad”,11 ciertamente estaría muy sorprendido y negativamente golpeado por su difusión.
La parte más voluminosa y relevante de sus manuscritos se encontraba en las elaboraciones preliminares de El capital, partiendo de los Elementos fundamentales de la crítica de la economía política (los llamados Grundrisse), de 1857-1858, hasta los últimos apuntes redactados en el mismo 1881.
Buena parte de la correspondencia que Marx y Engels solían llamar “archivo del partido”, se encontraba, en cambio, en casa de este último.
Entre todos estos libros se hallaba, en el centro de la habitación, un diván de piel sobre el cual, de tanto en tanto, se recostaba para descansar. Entre sus rituales para buscar alivio por el tiempo que permanecía en el escritorio, estaba también el de caminar por la habitación, ejercicio que repetía en breves intervalos. Lafargue declaró que se podía incluso “afirmar que en su estudio trabajaba caminando; sólo tomaba asiento en cortos intervalos, con el objeto de poner por escrito lo que había concebido al pasearse”. Recordó que a Marx “le gustaba charlar mientras caminaba, parándose siempre que la discusión se avivaba o cobraba importancia”.12 También otro visitante frecuente en aquel tiempo contó que “cuando la discusión le interesaba mucho, Marx tenía la costumbre de recorrer enérgicamente la habitación, como si caminara por la cubierta de un ...