El nacimiento de la clínica
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El nacimiento de la clínica

  1. 274 páginas
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El nacimiento de la clínica

Descripción del libro

"El nacimiento de la clínica", publicada en Francia en 1963, es un ensayo revelador acerca de la observación médica y sus métodos durante un breve pero fecundo período en el cual, en la práctica clínica, la mirada se tornó criterio de verdad y racionalidad. Hasta ese momento, el saber médico hablaba un lenguaje sin apoyo perceptivo. "El nuevo espíritu -explica Michel Foucault- no es otra cosa que una reorganización sintáctica de la enfermedad, en la cual los límites de lo visible y de lo invisible siguen un nuevo trazo". La enfermedad y aun la muerte, antes opacas, se ofrecen ahora a la claridad de la mirada.El libro aborda además dos temas centrales en la conformación de la clínica como ciencia: la reorganización del ámbito hospitalario y la adquisición, por parte del enfermo, de un estatuto propio en la sociedad. Constituye así un valioso esfuerzo por dilucidar no sólo el surgimiento de la medicina como ciencia, sino también el de una nueva experiencia de la enfermedad.

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Información

1. Espacios y clases

Para nuestros ojos ya gastados, el cuerpo humano define, por derecho de naturaleza, el espacio de origen y la distribución de la enfermedad: espacio cuyas líneas, cuyos volúmenes, superficies y caminos están fijados, según una geometría ahora familiar, por el atlas anatómico. Este orden del cuerpo sólido y visible no es, sin embargo, más que una de las maneras para la medicina de espacializar la enfermedad. Ni la primera indudablemente, ni la más fundamental. Hay distribuciones del mal que son otras y más originarias.
¿Cuándo se podrán definir las estructuras que siguen, en el volumen secreto del cuerpo, a las reacciones alérgicas? ¿Se ha hecho jamás la geometría específica de una difusión de virus, en la lámina delgada de un segmento de tejido? ¿Es en una anatomía euclidiana donde estos fenómenos pueden encontrar la ley de su espacialización? Bastaría recordar, después de todo, que la vieja teoría de las simpatías hablaba un vocabulario de correspondencias, de vecindades, de homologías: términos para los cuales el espacio percibido de la anatomía no ofrece casi léxico coherente. Cada gran pensamiento en el dominio de la patología prescribe a la enfermedad una configuración, cuyos requisitos espaciales no son forzosamente los de la geometría clásica.
La superposición exacta del “cuerpo” de la enfermedad y del cuerpo del hombre enfermo no es, sin duda, más que un dato histórico y transitorio. Su evidente encuentro no lo es sino para nosotros, o más bien nosotros comenzamos apenas a desprendernos de él. El espacio de configuración de la enfermedad y el espacio de localización del mal en el cuerpo no han sido superpuestos, en la experiencia médica, sino durante un corto período: el que coincide con la medicina del siglo XIX y los privilegios concedidos a la anatomía patológica. Época que marca la soberanía de la mirada, ya que en el mismo campo perceptivo, siguiendo las mismas continuidades o las mismas fallas, la experiencia lee de un golpe las lesiones visibles del organismo y la coherencia de las formas patológicas; el mal se articula exactamente en el cuerpo, y su distribución lógica entra en juego por masas anatómicas. La “ojeada” no tiene ya sino que ejercer sobre la verdad un derecho de origen.
Pero ¿cómo se ha formado este derecho que se da por inmemorial y natural? ¿Cómo este lugar, donde se señala la enfermedad, ha podido determinar soberanamente la figura que agrupa en ella los elementos? Paradójicamente, jamás el espacio de configuración de la enfermedad fue más libre, más independiente de su espacio de localización que en la medicina clasificadora, es decir, en esta forma de pensamiento médico que históricamente ha precedido en poco al método anatomoclínico, y lo ha hecho, estructuralmente, posible.
“No tratéis jamás una enfermedad sin haberos asegurado del espacio”, decía Gilibert.1 De la Nosologie de Sauvages (1761) a la Nosegraphie de Pinel (1798), la regla clasificadora domina la teoría médica y hasta la práctica: aparece como la lógica inmanente de las formas mórbidas, el principio de su desciframiento y la regla semántica de su definición:
No escuchéis por lo tanto a esos envidiosos que han querido arrojar la sombra del desprecio sobre los escritos del célebre Sauvages [...]. Recordad que él es, quizá, de todos los médicos que han vivido, el que ha sometido todos nuestros dogmas a las reglas infalibles de la sana lógica. Ved con qué atención definió las palabras, con qué escrúpulo circunscribió las definiciones de cada enfermedad.
Antes de ser tomada en el espesor del cuerpo, la enfermedad recibe una organización jerarquizada en familias, géneros y especies. Aparentemente no se trata más que de un “cuadro” que permite hacer sensible, al aprendizaje y a la memoria, el copioso dominio de las enfermedades. Pero más profundamente que esta “metáfora” espacial, y para hacerla posible, la medicina clasificadora supone una cierta “configuración” de la enfermedad: esa configuración jamás ha sido formulada por sí misma, pero es posible definir a posteriori sus requisitos esenciales. Al igual que el árbol genealógico, por debajo de la comparación que implica y de todos sus temas imaginarios, supone un espacio donde el parentesco se puede formalizar, el cuadro nosológico implica una figura de las enfermedades, que no es ni el encadenamiento de los efectos y de las causas ni la serie cronológica de los acontecimientos ni su trayecto visible en el cuerpo humano.
Esta organización traslada hacia los problemas subalternos la localización en el organismo, pero define un sistema fundamental de relaciones que ponen en juego desarrollos, subordinaciones, divisiones, similitudes. Este espacio implica lo siguiente: una “vertical” en la que abundan las implicaciones (la fiebre en tanto que “afluencia de frío y de calor sucesivos” puede desarrollarse en un solo episodio, o en varios; éstos pueden seguirse sin interrupción, o después de un intervalo; esta tregua puede no exceder de doce horas, alcanzar un día, durar dos días enteros, o incluso tener un ritmo mal definible),2 y una “horizontal” donde se transfieren las homologías. En las dos grandes encrucijadas de espasmos se encuentran, según una simetría perfecta, las “clónicas parciales” y las “clónicas generales”;3 o incluso en el orden de los derrames, lo que el catarro es en la garganta, la disentería lo es en el intestino.4 Espacio profundo, anterior a todas las percepciones, y que de lejos las gobierna; a partir de él, de las líneas que cruza, de las masas que distribuye o jerarquiza, la enfermedad, al emerger bajo la mirada, va a tomar cuerpo en un organismo vivo.
¿Cuáles son los principios de esta configuración primaria de la enfermedad?
1. Los médicos del siglo XVIII la identifican con una experiencia “histórica”, por oposición al saber “filosófico”. Histórico es el conocimiento que circunscribe la pleuresía por sus cuatro fenómenos: fiebre, dificultad para respirar, tos y dolor de costado. Será filosófico el conocimiento que pone en duda el origen, el principio, las causas: enfriamiento, derrame seroso, inflamación de la pleura. La distinción entre lo histórico y lo filosófico no es la de causa y efecto: Cullen funda su sistema clasificador sobre la asignación de causas próximas;5 ni la del principio y de las consecuencias, ya que Sydenham piensa hacer una búsqueda histórica estudiando “la manera en la cual la naturaleza produce y mantiene las diferentes formas de enfermedades”:6 ni siquiera exactamente la diferencia de lo visible y de lo oculto, o de lo conjetural, ya que a veces es preciso acosar una “historia” que se repliega y se desarrolla en lo invisible, como la fiebre héctica en algunos tísicos: “escollos ocultos bajo el agua”.7 Lo histórico se parece a todo lo que, de hecho o de derecho, tarde o temprano, abierta o indirectamente, puede ser dado a la mirada. Una causa que se ve, un síntoma que poco a poco se descubre, un principio que puede leerse desde su raíz, no son del orden del saber “filosófico”, sino de un saber “muy simple”, que “debe preceder a todos los demás”, y que sitúa la forma originaria de la experiencia médica. Se trata de definir una especie de región fundamental donde las perspectivas se nivelan y donde las traslaciones están alineadas: el efecto tiene el mismo estatuto que su causa, el antecedente coincide con lo que sigue. En este espacio homogéneo los encadenamientos se desatan y el tiempo se aplasta: una inflamación local no es otra cosa que la yuxtaposición ideal de sus elementos “históricos” (enrojecimiento, tumor, calor, dolor) sin que entre en ello su red de determinaciones recíprocas o su entrecruzarse temporal.
La enfermedad se percibe fundamentalmente en un espacio de proyección sin profundidad, y por consiguiente sin desarrollo. No hay más que un plano y un instante. La forma bajo la cual se muestra originariamente la verdad es la superficie donde el relieve se manifiesta y se elimina, a la vez, el retrato:
Es preciso que el que escribe la historia de las enfermedades [...] observe con cuidado los fenómenos claros y naturales de las enfermedades por poco interesantes que le parezcan. En esto debe imitar a los pintores, que cuando hacen un retrato tienen el cuidado de señalar hasta las marcas y las más pequeñas cosas naturales que se encuentran en el rostro del personaje que pintan.8
La primera estructura que se concede la medicina clasificadora es el espacio llano de lo perpetuo simultáneo. Cuadro y mesa.
2. Es un espacio en el cual las analogías definen las esencias. Los cuadros se parecen, pero ellas se parecen también. De una enfermedad a otra, la distancia que las separa se mide por el único grado de su parecido sin que intervenga incluso la separación lógico-temporal de la genealogía. La desaparición de los movimientos voluntarios, el embotamiento de la sensibilidad interior o exterior, es el perfil general que se corta bajo formas particulares como la apoplejía, el síncope, la parálisis. En el interior de este gran parentesco, se establecen divisiones menores: la apoplejía hace perder el uso de todos los sentidos, y de toda la motilidad voluntaria, pero economiza la respiración y los movimientos cardiacos; la parálisis no actúa sino sobre un sector de la sensibilidad y de la motilidad que se puede señalar localmente; el síncope es general como la apoplejía, pero interrumpe los movimientos respiratorios.9 La distribución perspectiva que nos hace ver en la parálisis un síntoma, en el síncope un episodio, en la apoplejía un ataque orgánico y funcional, no existe para la mirada clasificadora, que es sensible a las únicas reparticiones de la superficie donde la proximidad no está definida por distancias métricas, sino por analogías de formas. Cuando éstas llegan a ser bastante densas, las analogías franquean el umbral del simple parentesco y acceden a la unidad de esencia. Entre una apoplejía que suspende de un golpe la motilidad y las formas crónicas y evolutivas que ganan poco a poco todo el sistema motor, no hay diferencia fundamental: en este espacio simultáneo en el cual las formas distribuidas por el tiempo se reúnen y se superponen, el parentesco se contrae en la identidad. En un mundo plano, homogéneo, no métrico, hay enfermedad esencial allá donde hay plétora de analogías.
3. La forma de la analogía vale al mismo tiempo como ley de su producción. Cuando se percibe un parecido, se fija simplemente un sistema de señales cómodas y relativas; se lee la estructura racional, discursiva y necesaria de la enfermedad. Ella no se parece a sí misma sino en la medida en que este parecido ha sido dado desde el comienzo de su construcción; la identidad está siempre del lado de la ley de la esencia. Como para la planta o el animal, el juego de la enfermedad es, fundamentalmente, específico:
El Ser supremo no se sujeta a leyes menos seguras al producir las enfermedades o al madurar los humores morbíficos que al hacer crecer las plantas y los animales [...] El que observe atentamente el orden, el tiempo, la hora en que comienza el acceso de la fiebre cuartana, los fenómenos de estremecimiento, de calor, en una palabra, todos los síntomas que le son propios, tendrá tantas razones para creer que esta enfermedad es una especie, como las tiene para creer que una planta constituye una especie porque crece, florece y perece siempre de la misma manera.10
Doble importancia, para el pensamiento médico, este modelo botánico. Ha permitido primeramente la inversión del principio de la analogía de las formas como ley de producción de las esencias: también la atención perceptiva del médico que, aquí y allá, encuentra y aparenta, se comunica con todo derecho con el orden ontológico que organiza desde el interior, y antes de cualquier manifestación, el mundo de la enfermedad; el reconocimiento se abre desde el origen sobre el conocimiento, que inversamente encuentra en él su forma primera y más radical. El orden de la enfermedad no es, por otra parte, sino un calco del mundo de la vida: las mismas estructuras reinan aquí y allá, las mismas formas de repartición, el mismo ordenamiento. La racionalidad de la vida es idéntica a la racionalidad de lo que la amenaza. Éstas no son, la una con relación a la otra, como la naturaleza y la contranaturaleza, sino que, en un orden natural que les es común, se encajan y se superponen. En la enfermedad se reconoce la vida, ya que es la ley de la vida la que funda, además, el conocimiento de la enfermedad.
4. Se trata de especies a la vez naturales e ideales. Naturales, porque las enfermedades enuncian sus verdades esenciales; ideales, en la medida en que no se dan nunca en la experiencia sin modificación ni desorden. La primera perturbación es aportada con y por el enfermo mismo. A la pura esencia nosológica, que fija y agota sin residuo su lugar en el orden de las especies, el enfermo añade, como otras tantas perturbaciones, sus predisposiciones, su edad, su género de vida, y toda una serie de acontecimientos que con relación al núcleo esencial representan accidentes. Para conocer la verdad del hecho patológico, el médico debe abstraerse del enfermo:
Es preciso que el que describe una enfermedad tenga el cuidado de distinguir los síntomas que la acompañan necesariamente y que le son propios de los que no son sino accidentales y fortuitos, tales como los que dependen del temperamento y de la edad del enfermo.11
Paradójicamente, el paciente es un hecho exterior en relación a aquello por lo cual sufre; la lectura del médico no debe tomarlo en consideración sino para meterlo entre paréntesis. Claro está, es preciso conocer “la estructura interna de nuestros cuerpos”, pero para sustraerla más bien, y liberar bajo la mirada del médico “la naturaleza y la combinación de los síntomas, de las crisis, y de las demás circunstancias que acompañan a las enfermedades”.12 No es lo patológico lo que actúa con relación a la vida, como una contranaturaleza, sino el enfermo con relación a la enfermedad misma.
El enfermo, pero también el médico. Su intervención es violenta, si no se somete estrictamente a la disposición ideal de la nosología: “El conocimiento de las enfermedades es la brújula del médico; el éxito de la curación depende de un exacto conocimiento de la enfermedad”; la mirada del médico no se dirige inicialmente a ese cuerpo concreto, a ese conjunto visible, a esta plenitud positiva que está frente a él, el enfermo, sino a intervalos de naturaleza, a lagunas y a distancias, donde aparecen como en un negativo “los signos que diferencian una enfermedad de otra, la verdadera de la falsa, la legítima de la bastarda, la maligna de la benigna”.13 Reja que oculta al enfermo real, y retiene toda indiscreción terapéutica. Administrado demasiado pronto, con una intención polémica, el remedio contradice y enreda la esencia de la enfermedad; le impide acceder a su verdadera naturaleza, y al hacerla irregular la hace intratable. En el período de invasión, el médico debe únicamente retener su aliento, porque “los comienzos de la enfermedad están hechos para hacer conocer su clase, su género y su especie”; cuando los síntomas aumentan y toman amplitud, basta “disminuir su violencia y la de los dolores”; en el período de establecimiento, es preciso “seguir paso a paso los caminos que toma la naturaleza”, reforzarla si es demasiado débil, pero disminuirla “si se aplica demasiado vigorosamente a destruir lo que la incomoda”.14
En el espacio fundamental de la enfermedad, los médicos y los enfermos no están implicados de pleno derecho; son tolerados como tantas otras perturbaciones difícilmente evitables: el papel paradójico de la medicina consiste, sobre todo, en neutralizarlos, en mantener entre ellos el máximo de distancia para que la configuración ideal de la enfermedad, entre sus dos silencios, y el vacío que se abre del uno al otro, se haga forma concreta, libre, totalizada al fin en un cuadro inmóvil, simultáneo, sin espesor ni secreto donde el reconocimiento se abre por sí mismo, sobre el orden de la...

Índice

  1. Página de créditos
  2. Prefacio
  3. 1. Espacios y clases
  4. 2. Una conciencia política
  5. 3. El campo libre
  6. 4. Antigüedad de la clínica
  7. 5. La lección de los hospitales
  8. 6. Signos y casos
  9. 7. Ver, saber
  10. 8. Abrid algunos cadáveres
  11. 9. Lo invisible visible
  12. 10. Las crisis de las fiebres
  13. Conclusión
  14. Bibliografía
  15. Notas