Movimientos y emancipaciones
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Movimientos y emancipaciones

Del desborde obrero de los '60 al "combate a la pobreza"

Raúl Zibechi

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Del desborde obrero de los '60 al "combate a la pobreza"

Raúl Zibechi

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Este libro pone en discusión certezas, ortodoxias y mitos; nos deja, por el momento, preguntas sin respuestas. La certidumbre y la predictibilidad hacen parte del capitalismo, sin embargo el camino de la autonomía y la emancipación social es un camino lleno de dudas y sin resultados rápidos, para el cual hay que armarse con grandes dosis de alegría, paciencia e ironía. Sabiendo que la incertidumbre es una oportunidad para resistir, crear y experimentar nuevas respuestas que no reproduzcan al Estado dentro de nosotros.El autor nos señala las dificultades de actuar en un período en que todo cambia, cuando las organizaciones que nos dominan se modifican y asumen nuestros discursos, nuestras prácticas y nuestros modos de relacionarnos, requiere algo así como desaprender lo aprendido y empezar de cero. Sí, de cero, pero sin olvidar nada de lo que hicimos.La crisis actual, el abismo que produce el derrumbe de las certezas, conlleva al mismo tiempo nuevas posibilidades emancipatorias y como dice Rafael Barret: "la humanidad es un caos, sí, pero un caos fecundo".

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Información

El desborde obrero de los 60

La fábrica era el teatro de una guerrilla permanente, donde los obreros especializados desplegaban tesoros de ingenio para sustraer importantes reservas de productividad (muy a menudo del 20%) a la vigilancia del personal jerárquico. Todo el encanto y toda la creatividad de los obreros se empleaban en armar nichos ocultos de autonomía.
André Gorz (1978)
Cada ciclo de luchas sociales y políticas deja un conjunto de enseñanzas que rara vez se convierten en huellas que puedan reconocer quienes vienes detrás, y se disponen a reiniciar el combate. A mi modo de ver este es uno de los dramas mayores que se nos presenta a quienes luchamos por un mundo mejor, o nuevo y diferente. Cómo trasmitir la experiencia histórica cuando no tenemos ni think tanks ni centros académicos propios, con vasta financiación, como para dedicar tantas horas de trabajo como para sistematizar conocimientos vinculados a la vida de los de abajo. Hay miles de millones de dólares disponibles para estudiar todos los aspectos que reviste la pobreza en el mundo de hoy, pero nada, absolutamente nada, para indagar sobre las resistencias de los pobres.
El ciclo de luchas bautizado por Immanuel Wallerstein como la «revolución del 68», fue de vital importancia para la burguesía ya que desde ese momento adoptó nuevos modos de acumulación de capital, la llamada acumulación por desposesión y la financierización de las economías. Ellos comprendieron que algo decisivo había cambiado, muy en particular a escala micro, que los forzaba a desmantelar las fábricas tradicionales asentadas en el fordismo y el taylorismo como modos de organizar el trabajo y sujetar a los obreros. Nosotros, por el contrario, olvidamos las ricas lecciones de aquel período, y muy particularmente cómo hicieron los obreros y las obreras (éstas fueron decisivas) para neutralizar y desorganizar las formas de control «científicas» ideadas por las clases propietarias. Este capítulo está dedicado a revivir esa experiencia en una ciudad obrera, donde la lucha de clases se expresó en los más pequeños -pero decisivos- detalles de la vida diaria en las fábricas.
Pienso que las experiencias del pasado, tanto los modos como se lanzaron los ciclos de luchas y las razones por las que iniciaron su declive, son enseñanzas que no deben ser despreciadas porque son las experiencias del nosotros capaces de iluminar el camino cuando -como ahora- hemos perdido las brújulas y se han difuminado, gracias en parte a las políticas sociales, los contornos diferenciadores de las clases. No pretendo encontrar «la» línea de acción, sino algo más sencillo pero más decisivo: los impulsos y tensiones que llevaron a los de abajo, en cierto momento, a desplegar una inmensa creatividad, condición inexcusable para remover las pesadas estructuras de la dominación. Sin la capacidad de contagiar entusiasmo y fervor a otros del abajo, sería impensable hacerlo. Por eso más importante que una línea, una estrategia o tácticas, me parece que lo decisivo es escarbar en las condiciones que hicieron posible aquello: éticas, de vida, tener muy clarito el «nosotros» y no mezclarlo jamás con el «ellos». Lo que sigue, acertado o no, es fruto de un largo y riguroso trabajo, porque coincido con uno de los historiadores mayores del movimiento social, en que «aquel que crea falsas leyendas revolucionarias para el pueblo, aquel que le divierte con historias cautivadoras es tan criminal como el geógrafo que traza mapas falaces para los navegantes» (Haupt, 1986: 64).
Juan Lacaze es una pequeña ciudad de 15 mil habitantes a 150 kilómetros de la capital de Uruguay, Montevideo. Se trata de un enclave obrero industrial donde se instalaron a principios del siglo XX la mayor fábrica textil del país, Campomar y Soulas (CYSSA), con unos dos mil obreros, y la Fábrica Nacional de Papel (FNP), con unos 800 trabajadores. El relativo aislamiento y la existencia de dos poderosos sindicatos que mantuvieron a salvo sus archivos de la dictadura militar, permitió resguardar documentación para analizar en detalle la vida en las fábricas, la relación entre obreros de las distintas secciones y sus vínculos con otros obreros, así como con los capataces y mandos medios.
Hacia la década de 1960, obreros y obreras de las diversas categorías irrumpieron en el escenario político-social, neutralizaron las formas de control establecidas por las patronales y desafiaron los poderes empresarial y estatal. Lo sucedido en esta pequeña ciudad no es muy diferente de lo que pasó en buena parte de la industria en todo el mundo. En las páginas siguientes pretendo reconstruir la lucha de clases en el taller, con el mayor grado de minuciosidad posible, para extraer algunas enseñanzas de cómo esos obreros desbordaron los modos de control que les querían imponer que, espero, puedan ser útiles para la lucha de otros oprimidos en las condiciones actuales en las que se están implementando nuevas formas de dominación.
Lo que sigue es una versión muy abreviada de los capítulos 6, 9 y 10 del libro De multitud a clase. Formación y crisis de una comunidad obrera. Juan Lacaze 1905-2005 (Zibechi, 2006), fruto de siete años de investigación en los cuales revisé 30 años de prensa local, más de cinco mil actas sindicales y los archivos empresariales, y realicé dieciséis entrevistas para echar luz sobre los cientos de micro-conflictos cotidianos, que dieron forma y a la vez pavimentaron las grandes rebeliones obreras. Comienzo con un breve esbozo sobre el taylorismo, forma de organización del trabajo contra la que se levantaron los obreros de Juan Lacaze, así como los de infinidad de talleres del mundo. He omitido las notas al pie de para aligerar la lectura. Todas las citas pertenecen a las actas sindicales, salvo mención expresa.

La clase de los «gorilas amaestrados»

La clave del sistema creado por Taylor, conocido como «organización científica del trabajo», consiste en una estricta división de tareas entre el trabajo de planificación y dirección y el trabajo de ejecución. La separación conceptual, espacial y temporal de ambos tipos de trabajo, le permitió a la dirección de las empresas controlar a los obreros venciendo sus múltiples resistencias, expropiarle a los obreros calificados sus saberes profesionales e intensificar los ritmos para aumentar la producción y con ella la acumulación de capital.
El punto de partida de Taylor es que «los obreros que están controlados tan sólo por órdenes y disciplina generales, no lo están adecuadamente, debido a que mantienen su iniciativa en los procesos reales de trabajo» (Braverman, 1984: 124). De ahí que su objetivo haya sido quitarle al obrero toda autonomía para decidir los más mínimos detalles de la producción. Para ello, Taylor trabajó con base en tres principios muy sencillos, y fue consecuente en su aplicación.
El primero consistió en que la gerencia asumiera «la obligación de recopilar los métodos de trabajo tradicionales empleados por los obreros, clasificarlos, tabularlos y deducir de ellos reglas, leyes y fórmulas que guiarán en lo sucesivo a los obreros en su tarea diaria» (Taylor, 1944: 44). Este principio supone estudiar el trabajo de cada obrero, descomponer sus movimientos en todos sus detalles, medir los tiempos necesarios para cada movimiento y devolverle al obrero una tarjeta con instrucciones muy precisas de las que no debe apartarse en lo más mínimo. En adelante, el obrero ejecutará no un trabajo ni un oficio, sino una simple y sencilla «tarea».
El segundo principio establece que «todo posible trabajo mental debe ser retirado del taller y centralizado en el departamento de planificación» (Taylor, 1945: 101). Como puede apreciarse, ambos principios se complementan y conducen directamente al tercero, que consiste en utilizar el monopolio del conocimiento de la gerencia para controlar cada paso del proceso de trabajo y el modo de ejecutarlo. Taylor lo expresó así:
1º La sustitución del criterio individual del obrero por una ciencia; 2º la selección y formación científicas del obrero, que es estudiado, instruido y adiestrado, y podría decirse sometido a experimentación, en lugar de permitir que seleccione y desarrolle al azar; y 3º la cooperación íntima de la administración con los obreros, de manera que juntos realizan el trabajo de acuerdo con las leyes científicas obtenidas, en lugar de dejar la solución de cada problema en manos de cada obrero individual (Taylor, 1944: 115).
La violencia del lenguaje, un rasgo distintivo de Taylor, era una simple consecuencia de la violencia que implicaban sus objetivos: la expropiación del saber del trabajador, que se convertía de un solo golpe en un «soldado» de la producción.
El taylorismo supuso una verdadera revolución social: modificó de forma radical la relación de fuerzas en la fábrica; al aumentar la división del trabajo sentó las bases para un gran desarrollo de la tecnología (consecuencia y no causa de la división del trabajo) y, con ello, provocó un gran aumento de la productividad y la producción. Para los obreros fue un desastre, sobre todo desde el punto de vista moral, de su autoestima y su dignidad, al perder todo control sobre su trabajo y la forma de ejecutarlo.
El capital se liberó de las limitaciones que le imponía el sindicalismo en cuanto a la libre contratación de obreros. Por eso se dice que con el taylorismo se cerró también un período del movimiento obrero. Por un lado, comenzó a predominar una lógica centrada no ya en la lucha en el lugar de trabajo sino en torno a la distribución. El salario se convirtió en el centro de las reivindicaciones sindicales. El movimiento obrero se adaptó así a las nuevas realidades: abandonó la lucha en el seno del taller para trasladarla al terreno en el que los patrones estaban dispuestos a hacer concesiones.
Pero el nuevo obrero era también muy distinto al del período anterior. Desaparecieron aquellos trabajadores autodidactas, preocupados por la formación tanto en el terreno de la cultura general como en cuanto al aprendizaje técnico y científico vinculado a su oficio. La declinación del aprendizaje jugó un papel relevante en este cambio. Ya en 1926, las fábricas Ford podían formar al 43% de sus obreros en menos de un día y al 79% en menos de una semana (Coriat, 1982: 35). Los obreros perdieron el orgullo del trabajo que realizaban. Obreros que tenían una actitud casi religiosa ante el saber, convertían lo que aprendían en sus lecturas o en las conferencias en una parte vital de ellos mismos, capaz de modelar su visión del mundo y del papel que jugaban en él.
Antonio Gramsci fue uno de los primeros en vincular los nuevos métodos de organización del trabajo con el control estatal y patronal de la vida cotidiana de los obreros, en particular en cuanto al consumo de alcohol y la sexualidad: «Los nuevos métodos de trabajo están indisolublemente ligados a un determinado modo de vivir, de pensar y de sentir la vida; no se pueden obtener éxitos en un campo sin obtener resultados tangibles en el otro» (Gramsci, 1984: 306). Puso el ejemplo de Henry Ford, quien estableció un cuerpo de inspectores para estudiar y controlar cómo sus obreros gastaban el salario, las costumbres y formas de vida de cada familia.
El taylorismo y el fordismo, al aumentar vertiginosamente la productividad y la intensidad del trabajo, dieron nacimiento a la producción en masa. Generaron inmensas riquezas, además de provocar un gran aumento de la tasa de explotación, que requirieron nuevas formas de control o vigilancia económica para regular la nueva realidad. Así nació el keynesianismo. «Después de Taylor y Ford, Keynes viene así a terminar el edificio. Tras la teoría y la práctica de la producción en masa en el taller, la teoría y la práctica del tipo de Estado y de regulación que le corresponden» (Coriat, 1982: 88).
El Estado del Bienestar supuso también una nueva gestión de la fuerza de trabajo, se propuso garantizar un salario mínimo, regular la duración de la jornada laboral y las condiciones de trabajo, introducir la indemnización por accidentes y establecer un seguro de desempleo, entre las figuras más destacadas. Regulaba y saneaba las relac...

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