El amor que hizo el sol y las estrellas
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El amor que hizo el sol y las estrellas

Fundamentos de doctrina cristiana

  1. 336 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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El amor que hizo el sol y las estrellas

Fundamentos de doctrina cristiana

Descripción del libro

Tras largos años de experiencia entre jóvenes, el autor nos ofrece aquí una versión divulgativa y sintética del Catecismo de la Iglesia Católica, teniendo en cuenta los interrogantes y las dudas más frecuentes sobre la fe y la moral. Su intención es divulgar la sabiduría y belleza de ese Catecismo, y facilitar su comprensión para los cristianos corrientes.

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Información

Año
2019
ISBN del libro electrónico
9788432150968
X.
LA GRACIA Y LOS SACRAMENTOS
EN LATÍN Y EN TODAS LAS LENGUAS románicas, gracia significa un don gratuito, un regalo no debido ni merecido, una dádiva o presente sin más razón de ser que la generosidad o largueza de quien la otorga.
Cuando se habla de la gracia de Dios, esta se extiende a todo lo que somos y tenemos, pues no nos hemos dado a nosotros mismos la existencia ni la naturaleza humana, ni nuestras capacidades, ni el aire que respiramos. «¿Y qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te vanaglorías como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4, 7). Estas palabras de san Pablo pueden hacerse extensivas a todo el orden natural, desde nuestro ser mismo en adelante, y están destinadas a moderar nuestras vanidades humanas.
1. LA GRACIA DE DIOS
Pero cuando hablamos de la gracia divina a secas, nos referimos en sentido propio al orden sobrenatural, al cual hemos sido elevados por la Pasión, muerte y Resurrección de Cristo. «Todos los hombres han pecado y se han privado de la gloria de Dios. Y todos son justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención que está en Cristo Jesús» (Rom 3, 23-24).
La gracia sobrenatural nos da, pues, la capacidad de realizar esos actos que están por encima de nuestra naturaleza, actos deiformes o cristiformes, que nos hacen vivir vida divina: «Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar conforme a su beneplácito» (Flp 2, 13). Tenemos necesidad absoluta de la gracia de Dios para agradarle y realizar actos salvíficos o sobrenaturales. «Habéis sido salvados por la gracia mediante la fe, y esto no por vosotros, sino que es don de Dios» (Ef 2, 8). Pero al mismo tiempo la gracia pide la respuesta o correspondencia libre de la creatura, pues no nos fuerza, ni tampoco está destinada a sustituir el esfuerzo o la parte nuestra en la vida sobrenatural.
Llamamos gracia santificante al «don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla»; es la gracia «divinizadora, recibida en el bautismo» (CEC, 1999). Por ella, dice san Pedro, «nos hacemos partícipes de la naturaleza divina» (2 1, 4), lo que nos parece, de tan grandioso, casi inconcebible: que podamos compartir la vida trinitaria, ser introducidos en esa vida infinita, recibir la plena amistad de Dios y la vida de la Trinidad en nuestras almas.
En virtud de esta gracia habitual o estado de gracia somos capaces de vivir «en Cristo» (expresión que san Pablo utiliza un centenar y medio de veces en sus Cartas). El apóstol dice de sí mismo lo que todos deberíamos decir con verdad: «Vivo yo, pero ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). A su vez, por la gracia el Espíritu Santo toma posesión de nosotros: «Sois templos de Dios, y el Espíritu de Dios habita en vosotros» (1 Cor 3, 16). La gracia produce en nosotros este misterio de amor que llamamos la inhabitación de las tres Personas divinas en el alma, en el fondo y en el centro de nuestras almas.
Es la gracia divina la que obra en nosotros el perdón de nuestros pecados. «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20). En seguida, por la gracia recibimos la adopción como hijos de Dios, el precioso don de la filiación divina: «Les dio la capacidad de hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12); «nos predestinó a la adopción de hijos suyos por Jesucristo» (Ef 1, 5). Y por tanto: «Si eres hijo, también eres heredero por voluntad de Dios» (Gal 4, 7).
Por la gracia no sólo se nos encamina al cielo, sino que también se nos da un cierto anticipo de la vida eterna. Se entiende bien la sentencia tan sencilla como profunda de un autor espiritual: «Nada hay mejor en el mundo que estar en gracia de Dios» (san Josemaría, Camino, 286).
Hemos hablado hasta ahora de ese “estar en gracia”, del estado de gracia santificante como un don habitual y permanente, que sólo puede perderse por el pecado mortal. Pero existen también esas gracias que llamamos actuales, «intervenciones divinas que están en el origen de la conversión o en el curso de la obra de la santificación» (CEC, 2000).
Esas gracias actuales están en íntima relación con las inspiraciones del Espíritu Santo, con sus toques, sus luces, sus mociones. Cuando se las corresponde, y el alma entra en este como juego de solicitudes divinas y respuestas humanas, el Espíritu multiplica esos estímulos; cuando el alma no es generosa y fina, puede que Él se retraiga. De allí la exhortación de san Pablo: «No contristéis al Espíritu Santo de Dios» (Ef 4, 30). «Hoy, si oyérais su voz, no queráis endurecer vuestros corazones» (Hb 3, 7). En todo caso, esas gracias forman parte integrante de la vida de oración del cristiano.
Hay fieles que se preguntan cómo saber si esas luces o mociones son gracias divinas o meras ocurrencias humanas. Pero, salvo el caso de alguna evidencia especial, no hay manera segura de distinguirlas, ni el hacerlo tiene tampoco mayor importancia, porque el Espíritu Santo actúa en forma discreta y silenciosa, valiéndose de los dinamismos naturales de nuestras facultades superiores, es decir, en forma “natural”. Y si el contenido de esos pensamientos es bueno, se hará bien en secundarlos sin mayor curiosidad por su origen.
Por lo demás, tampoco el estado habitual de gracia santificante es objeto de nuestra experiencia directa: nadie puede tener certeza plena de encontrarse en estado de gracia. Pero si no hay conciencia clara de pecado grave, ni otra señal en contra, puede suponerse que se lo está sin mayor inquietud.
2. LA LITURGIA Y LOS SACRAMENTOS
Las fuentes primordiales de la gracia divina son los sacramentos de la Iglesia, cuya celebración es el centro de lo que llamamos liturgia. ¿Qué significa este término, que imprime un sello profundo a la existencia cristiana: sentido litúrgico de la vida, piedad litúrgica, oración litúrgica, tiempos y fiestas litúrgicas?
En la historia de las religiones se llama culto al homenaje de adoración que se tributa a Dios o a lo sagrado. En la Iglesia, la liturgia es el culto que el Cristo total, cabeza y miembros, rinde a la Majestad divina; culto por el cual se realiza la obra de nuestra redención en Cristo Jesús (SC, 33), mediante el sacrificio de la Eucaristía y los demás sacramentos. «La liturgia es la cumbre a la cual tiende toda la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza» (10).
Cristo Sumo Sacerdote de la nueva Alianza, «sentado a la derecha del Padre, derrama el Espíritu Santo sobre su cuerpo que es la Iglesia (…) por medio de los sacramentos» (CEC, 1084), para prolongar así su obra salvífica en el mundo. Los siete sacramentos son «las obras maestras de Dios» (CEC, 1091): el Bautismo, la Confirmación, la Eucaristía, la Penitencia, la Unción de los enfermos, el Orden sacerdotal y el Matrimonio.
Todos ellos han sido instituidos por Cristo. Es esta institución la que los hace existir como sacramentos: ni sus materiales, palabras, ritos, ni sus ministros ni quienes los reciben, podrían nada de por sí, si el propio Autor de la gracia no diera a esas materias, a esas palabras y a esas personas el poder de producir o de recibir la gracia de Dios.
Algunos sacramentos, además, junto con la gracia confieren lo que llamamos “carácter”, un sello indeleble, que consiste en una determinada participación del Sumo Sacerdocio de Jesucristo, y que concede cierta capacidad o habilita para cierto oficio sagrado. Ellos son el Bautismo, la Confirmación y el Orden sacerdotal; una vez recibidos, puesto que imprimen carácter, ya no se reiteran.
¿Qué es un sacramento? Es un signo sensible que produce la gracia que significa. Así el signo del Bautismo es una ablución o lavado, y produce la gracia de la limpieza o regeneración del alma, significada por ese lavado. Así la Eucaristía se da a modo de cena con el pan y el vino, y produce la alimentación sobrenatural del alma, significada por esa comida y bebida. Y en forma análoga todos los demás. De allí que se hable del sentido sacramental de la materia, del cuerpo, del cosmos, como de un rasgo propio del cristianismo, en consonancia con los misterios de la Encarnación y de la Resurrección de Cristo.
Los sacramentos son auténticas formas de actuar Cristo sobre la humanidad después de su Ascensión a los cielos; ellos brotan del costado abierto de Cristo crucificado, como solemos decir; ellos son como las siete huellas visibles de la Encarnación en el mundo. Cristo depositó la fuerza de su salvación en esas materias por la condición misma del ser humano, que es cuerpo y alma. También el alma del sacramento, por llamarla así, se expresa en su cuerpo: su gracia se expresa en su signo corporal. En la pequeñez de su materia (un poco de agua, de pan, de aceite), se nos entrega la gracia que corresponde al signo sensible, es decir, material y perceptible por nuestros sentidos.
El poder salvífico de cada sacramento no depende del grado de virtud de quien lo administra o de quien lo recibe. Dios no quiso que estuviéramos en la incertidumbre de sus efectos, como lo estaríamos si esos efectos dependieran de la calidad moral de sus ministros o de sus receptores, que sólo Dios conoce. El sacramento opera entonces «por el hecho mismo de que la acción es realizada» (CEC, 1128), lo que técnicamente se llama ex opere operato: por el solo hecho de que el ministro adecuado realice el signo adecuado para quien está en condiciones de recibirlo.
Puede ocurrir así que el sacerdote sea un miserable, y que convierta realmente el pan y el vino en el cuerpo y en la sangre de Cristo; o que quienes se casan contraigan realmente el matrimonio aunque sean unos malvados, si reúnen las condiciones objetivas que se requieren para la validez del sacramento. Lo que es tanto como decir: los sacramentos «son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo: es él quien bautiza» (CEC, 1127) cuando alguien bautiza, él quien consagra pan y vino a través del ministro, él quien unge con óleo, etc.
En la novela de Graham Greene, El poder y la gloria, un presbítero pecador y dado al alcohol (y que no tiene con quién confesarse) administra los sacramentos a los campesinos que realmente los necesitan, durante una persecución religiosa que los ha dejado sin ningún otro ministro, y lo hace válidamente (consagra, perdona los pecados, etc), lo que lejos de disminuir la grandeza del sacerdocio y de la Iglesia, la hace brillar por encima de las virtudes o defectos del ministro.
Sin embargo, las disposiciones espirituales de quien recibe un sacramento influyen, y mucho, en la gracia que con él se recibe: hay comuniones fervorosas y hay comuniones tibias, hay contriciones profundas y hay arrepentimientos débiles, y en esos casos, aunque el sacramento sea el mismo, su fruto no lo será. De allí el esfuerzo del alma cristiana por mejorar siempre más sus disposiciones interiores para recibirlos.
Los sacramentos pueden clasificarse con distintos criterios. El Catecismo los ordena así: «Mediante los sacramentos de la iniciación cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, se ponen los fundamentos de toda vida cristiana» (1212), según cierta analogía con el origen, el crecimiento y el sustento de la vida natural. Los sacramentos de curación (1421) tienen que ver con nuestra debilidad humana, necesitada de sanación, y son la Penitencia y la Unción de los enfermos. Y todavía, hay dos sacramentos que están formalmente al servicio de la comunidad (1533): el Orden y el Matrimonio, que otorgan consagraciones o estados particulares.
Llamamos sacramentales a los «signos sagrados creados según el modelo de los sacramentos, que expresan efectos de carácter espiritual, obtenidos por intercesión de la Iglesia» (SC, 60). Es ella misma (y no Cristo) quien los ha instituido. Consisten casi siempre en ritos y bendiciones, y en el uso de objetos bendecidos, como el agua bendita o el escapulario del Carmen.
3. EL BAUTISMO, NUESTRA REGENERACIÓN
El Bautismo es la puerta de entrada en el mundo sobrenatural: es nuestra regeneración en Cristo. Dice él a Nicodemo, hablando de volver a nacer: «Quien no nace del agua y del Espí...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. DEDICATORIA
  5. ÍNDICE
  6. ABREVIATURAS
  7. INTRODUCCIÓN
  8. I. LA REVELACIÓN DIVINA
  9. II. EL ACTO DE FE
  10. III. LA FE Y LA RAZÓN
  11. IV. EL DIOS ÚNICO
  12. V. PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO
  13. VI. LA CREACIÓN DEL MUNDO
  14. VII. EL HOMBRE
  15. VIII. DIOS Y HOMBRE VERDADERO
  16. IX. LA IGLESIA
  17. X. LA GRACIA Y LOS SACRAMENTOS
  18. XI. LA VIDA EN CRISTO: FUNDAMENTOS
  19. XII. LA VIDA EN CRISTO: MANDAMIENTOS (I)
  20. XIII. LA VIDA EN CRISTO: MANDAMIENTOS (II)
  21. XIV. MUERTE, JUICIO Y VIDA ETERNA
  22. AUTOR