Chéri
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Chéri

  1. 152 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Chéri

Descripción del libro

Léa de Lonval, una atractiva cortesana, ha dedicado los últimos seis años de su vida a la educación amorosa de Fred Peloux, un joven apuesto, ensimismado y consentido a quien ha apodado Chéri. Cuando éste le confiesa que planea casarse por conveniencia, deciden poner fin a la relación. Sin embargo, Léa no había previsto cuán profundo es el deseo que la une a su amante, ni cuánto sacrificará al renunciar a él.En esta novela, una de las más admiradas de la autora, Colette explora las crueles trampas de los juegos de seducción, dinamita los estereotipos sobre lo femenino y lo masculino, y retrata con gran sagacidad e ironía la alta sociedad francesa de principios del siglo xx."Devoré Chéri de una sentada. Qué tema tan maravilloso y qué inteligencia, dominio y comprensión de los secretos de la carne".André Gide

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2018
ISBN del libro electrónico
9788417346423
Categoría
Literatura
—¡Léa! ¡Dame el collar de perlas! ¿Me oyes, Léa? ¡Dame el collar!
No llegó respuesta alguna desde la enorme cama de hierro forjado y cobre cincelado que brillaba en la penumbra como una armadura.
—¿Por qué no me quieres dar el collar? Me queda tan bien como a ti. ¡Y hasta mejor!
Al oírse el chasquido del cierre, las blondas de la cama se agitaron y bajo la sábana asomaron dos magníficos brazos desnudos, de muñecas finas, cuyas delicadas manos se alzaron, perezosas, en el aire.
—Déjalo, Chéri, ya has jugado bastante con el collar.
—Me divierte… ¿Tienes miedo de que te lo robe?
Su silueta se recortaba en las cortinas rosadas de la ventana, por las que se filtraba la luz del sol, lo que le hacía parecer un elegante diablillo danzando entre las llamas del infierno. Sin embargo, cuando volvió pavoneándose a la cama vestido con el pijama de seda y las babuchas de ante, todo él volvió a ser blanco.
—No tengo miedo—respondió desde la cama una voz dulce y suave—, pero puedes romper el hilo del collar. Las perlas pesan.
—Y que lo digas—dijo Chéri, con consideración—. Quien te las haya regalado no te tomó el pelo.
De pie frente al espejo alargado que había entre las ventanas, contemplaba su reflejo: un hombre joven y apuesto, ni muy alto ni muy bajo y de cabello endrino, como el plumaje de un mirlo, le devolvía la mirada. Se desabrochó la camisa del pijama y descubrió su pecho, robusto y tupido, abombado como un escudo; el mismo fulgor rosado se apreciaba en sus dientes, en el blanco de sus oscuros ojos y en las perlas del collar.
—Quítate el collar—insistió la voz de mujer—. ¿No me oyes?
Inmóvil ante su reflejo, el muchacho reía por lo bajo:
—Que sí, mujer. ¡Sé perfectamente que tienes miedo de que me lo lleve!
—No es eso. Pero si te lo ofreciera, serías capaz de aceptarlo.
El joven corrió a abalanzarse sobre la cama:
—¡Por supuesto! Estoy por encima de los convencionalismos. Me parece una estupidez que un hombre acepte con gusto que una mujer le regale una perla en un pasador, o dos para los gemelos, y en cambio considere inaceptable que sean cincuenta…
—Cuarenta y nueve.
—Cuarenta y nueve, ya lo sé. Atrévete a decir que me queda mal. Di que soy feo.
Le dedicaba a la mujer de la cama una risa provocativa que dejaba al descubierto sus pequeños dientes y el reverso húmedo de sus labios. Léa se sentó en la cama:
—No tengo la menor intención. Primero porque no me creerías. Pero ¿es que no sabes reírte sin fruncir la nariz así? No estarás contento hasta que tengas la cara llena de arrugas, ¿verdad?
Él dejó de reír inmediatamente, relajó la frente y se acarició la barbilla con la habilidad de una vieja coqueta. Se miraban con aire hostil. Ella, acodada sobre la lencería y las sábanas de encaje; él, sentado a la amazona al borde de la cama, pensando: «¡Vaya una para hablarme de las arrugas que tendré!». Y ella: «¿Por qué se pondrá tan feo cuando se ríe, él, que es la viva imagen de la belleza?». Reflexionó un instante y terminó el pensamiento en voz alta:
—Es que pareces tan malo cuando estás alegre… Sólo te ríes por maldad, para burlarte de los demás, y eso te hace feo. A menudo estás feo.
—¡No es verdad!—gritó Chéri, irritado.
La rabia le cosía las cejas al arranque de la nariz, le engrandecía los ojos, que resplandecían con insolencia tras las pestañas, y hacía entreabrir la mueca casta y desdeñosa de sus labios. Léa sonrió al verlo como más le gustaba: primero rebelde y después sumiso, apenas maniatado pero incapaz de liberarse. Posó la mano en la joven cabecita, que, impaciente, se sacudió el yugo. Como quien calma a un animal, ella murmuró:
—Tranquilo, tranquilo… No pasa nada…
Él se dejó caer sobre el espléndido hombro de la mujer, acurrucándose contra ella en busca del familiar hueco que lo resguardaba de las largas mañanas y en el cual podía cerrar los ojos y conciliar el sueño una vez más, pero Léa lo rechazó:
—¡De eso nada, Chéri! Hoy comes en casa de nuestra Arpía Nacional, y son las doce menos veinte.
—¡¿Cómo?! ¿Hoy como en casa de la jefa? ¿Y tú?
Léa se deslizó perezosa al centro de la cama.
—Yo no, yo tengo fiesta. Iré a tomar el café a las dos y media, o el té a las seis, o un cigarrillo a las ocho menos cuarto… No te preocupes, le parecerá más que suficiente… Además, no me ha invitado.
A Chéri, que estaba de pie enfurruñado, se le iluminó la cara con socarronería:
—¡Ya lo sé, ya sé por qué! ¡Tenemos invitados de postín! ¡La bella Marie-Laure y el diablillo de su hija!
Los grandes ojos azules de Léa, que divagaban, se quedaron fijos:
—¡Ah, ya! Qué niña tan encantadora… No tanto como su madre, pero aun así… Venga, quítate el collar de una vez.
—Qué lástima—suspiró Chéri abriendo el cierre—. Quedaría muy bien en la canastilla.
Léa se incorporó apoyándose en un codo:
—¿Qué canastilla?
—La mía—dijo Chéri con una solemnidad burlesca—. Mi canastilla, la de mis joyas, la de mi boda…
Pegó un salto y cayó sobre los pies tras un correcto entrechat-six, abrió las cortinas de un topetazo y desapareció tras ellas gritando:
—¡El baño, Rose! ¡Llena bien la bañera, que hoy como en casa de la jefa!
«¡Estupendo!—pensó Léa—. Un lago en el cuarto de baño, ocho toallas empapadas y raspaduras de afeitado en la pila. Si tuviera dos cuartos de baño…».
Sin embargo, como había ocurrido en otras ocasiones, se percató de que para ello habría que suprimir un ropero y hacer más pequeño el tocador, así que, como en las otras ocasiones, concluyó: «Bien puedo aguantar hasta que Chéri se case».
Se volvió a acostar boca arriba y comprobó que la víspera Chéri había tirado los calcetines sobre la chimenea, el calzoncillo sobre el secreter y colgado la corbata del cuello de un busto de Léa. Sonrió a su pesar ante ese fogoso desorden masculino y entornó sus grandes ojos azules, de una serenidad infantil, en cuyos párpados aún lucían unas pestañas de color castaño. A los cuarenta y nueve años, Léonie Vallon, alias Léa de Lonval, se hallaba al final de una brillante carrera de cortesana con una economía saneada, de buena chica a quien la vida ha ahorrado las catástrofes más halagadoras y aflicciones más exaltadas. Ocultaba la fecha de su nacimiento, pero no le importaba confesar, dejando caer sobre Chéri una mirada de voluptuosa condescendencia, que había alcanzado la edad en la que una puede permitirse algún pequeño capricho. Le gustaba el orden, la lencería fina, los vinos añejos, comer bien sin derrochar. Había pasado de ser una muchacha rubia que levantaba miradas a convertirse en una rica cortesana madura sin llamar la atención sobre su persona ni presumir. Sus amigos recordaban un día en el hipódromo de Auteuil, hacia 1895, en que Léa le contestó al secretario del Gil Blas, que la había tratado de «querida artista»: «¿Artista? Por lo visto mis amantes son unos bocazas…».
Las mujeres maduras envidiaban la salud de hierro de Léa; las jovencitas, cuya vestimenta realzaba sus torsos de acuerdo con la moda de 1912, admiraban contrariadas su opulento busto. Y unas y otras envidiaban su idilio con Chéri. «¡Vaya por Dios!—decía Léa—. Pues no entiendo por qué. Que me lo roben. Yo no lo tengo atado, y sale solo». Lo cual no era del todo cierto, pues en el fondo estaba orgullosa de la relación—en ocasiones, por afán de sinceridad, la llamaba adopción—, que duraba desde hacía ya seis años. «La canastilla…—se repitió Léa—. Casar a Chéri… No puede ser, no es… humano… Darle una jovencita a Chéri… ¡es como echar una cervatilla a los perros! No tienen ni idea de cómo es».
Sostuvo en la mano, como si de un rosario se tratara, el collar que él había dejado caer sobre la cama. Ahora se lo quitaba siempre antes de acostarse, ya que Chéri, al que le encantaba jugar con las hermosas perlas por la mañana, se habría dado cuenta de que el cuello de Léa, más ancho que antaño, ya no era tan pálido ni tan terso. Se puso el collar sin levantarse y tomó un espejo de la consola que hacía las veces de mesilla de noche. «Parezco una jardinera—sentenció sin contemplaciones—. Una hortelana. Una hortelana normanda que se pone un collar camino del campo de patatas. Me sienta tan bien como una pluma de avestruz en la nariz. Y eso siendo educada».
Se encogió de hombros, severa con todo lo que no la satisfacía de sí misma: una tez lozana, sana, algo rubicunda; una tez de aire libre, que acentuaba el expresivo azul de sus ojos, de matices endrinos. Léa, orgullosa, aún indultaba la nariz: «¡La nariz de María Antonieta!—afirmaba la madre de Chéri, que nunca dejaba de añadir—: Y en dos años la pobre Léa tendrá el mentón de Luis XVI». La boca de dientes bien alineados, que casi nunca se reía a carcajadas, sonreía a menudo, de acuerdo con los grandes ojos de parpadeos lentos y escasos, una sonrisa cien veces alabada, cantada, fotografiada, una sonrisa profunda y confiada que no podía cansar.
En cuanto al cuerpo, «ya se sabe—decía Léa—que una buena figura dura mucho». Aún podía presumir de su cuerpo, níveo y rosado, dotado de largas piernas y de esa espalda estilizada que lucen las ninfas de las fuentes italianas; los hoyuelos de Venus y sus pechos firmes aguantarían, afirmaba Léa, «hasta mucho después de la boda de Chéri».
Se levantó, se envolvió en un salto de cama y corrió ella misma las cortinas. El sol de mediodía entró en la habitación rosa, alegre, demasiado adornada y de un lujo algo anticuado, con blondas dobles en las ventanas, faya de pétalos de rosa en las paredes, maderas doradas, luces eléctricas veladas de rosa y blanco, muebles antiguos tapizados con sedas modernas. Léa no renunciaba a esa habitación mullida ni a su cama, una obra maestra considerable, indestructible, de cobre y acero forjado, sobria y cruel para las espinillas.
«De eso nada—protestaba la madre de Chéri—, qué va a ser fea. A mí me gusta esta habitación. Es de época, tiene su estilo. Es muy La Païva».
Mientras se recogía el cabello, Léa sonrió ante esa alusión a la Arpía Nacional. Se empolvó rápidamente la cara al oír dos portazos y el choque de un pie calzado contra un mueble fino. Chéri volvía en pantalón y camisa, sin cuello postizo, con las orejas blancas de talco y de un humor pésimo.
—¿Dónde está mi alfiler? ¡Maldita sea! ¿Ahora birlan las joyas aquí?
—Marcel se lo ha puesto en la corbata para ir al mercado—dijo Léa muy seria.
Chéri, que no tenía sentido del humor, topó con la broma como una hormiga con un pedazo de carbón. Detuvo su paseo amenazador y no encontró otra respuesta más que:
—¡Maravilloso! ¿Y mis botines?
—¿Cuáles?
—¡Los de ante!
Léa, sentada al tocador, le dirigió una mirada muy dulce:
—¡Cielos!—insinuó con voz melosa.
—El día en que una mujer me quiera por mi inteligencia, sabré que estoy acabado—replicó Chéri—. Mientras tanto, quiero mi alfiler y mis botines.
—¿Para qué? El alfiler no se lleva con chaqueta, y ya te has puesto los zapatos.
Chéri pateó el suelo.
—¡Estoy harto, más que harto! ¡Aquí nadie me hace caso!
Léa dejó el peine.
—Pues vete.
Él se encogió de hombros y dijo con grosería:
—¡Eso dices ahora!
—Vete. Nunca me han gustado los invitados que se quejan de la cocina y que tiran la crema de queso contra los espejos. Vete a casa de tu madre, hijo, y no vuelvas.
Él no le sostuvo la mirada, bajó los ojos y protestó como un colegial:
—Bueno, ¿es que no puedo decir nada? ¿Me prestas por lo menos el coche para ir a Neuilly?
—No.
—¿Por qué?
—Porque yo salgo a las dos y Philibert tiene que comer.
—¿Adónde vas a las dos?
—A cumplir con mis deberes religiosos. Pero si quieres tres francos para un taxi… ¡Serás tonto!—dijo, zalamera, al cabo de un momento—, a lo mejor voy a tomar café a casa de tu señora madre a las dos. ¿No estás contento?
Él sacudió la cabeza como un torito.
—Me riñen, me dicen que no a todo, me esconden las cosas, me…
—¿No aprenderás nunca a vestirte solo?
Le quitó de las manos ...

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