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Memorias de la Revolución griega de 1821
- 630 páginas
- Spanish
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Memorias de la Revolución griega de 1821
Descripción del libro
"Cierto es que no soy hombre de letras, y que no sé poner en orden lo que escribo. Empecé esta labor empeñado en narrar las desgracias que han asolado nuestro país y nuestra fe, producto de la insensatez y del egoísmo no sólo de religiosos o políticos, sino también de nosotros, los militares. La indignación de ver los graves errores que han causado la muerte de tantos inocentes, es lo que me ha impulsado a ponerlos por escrito hasta el día de hoy, en el que ya no nos sacrificamos en aras de la virtud y del patriotismo, y nos encontramos en una situación tan miserable que corremos el peligro de desaparecer."
Con estas palabras comienza el general Macriyanis el relato de sus Memorias, un singular texto de las letras neogriegas tanto por su valor filológico como histórico: filológico porque están escritas en una lengua pura, sin adulterar, lejos de las influencias cultistas de la época; histórico, porque es un relato en primera persona sobre la Guerra de Independencia, el parlamentarismo griego, la llegada del rey Otón y la redacción de la primera Constitución, un relato que, aunque apasionado, intenta mantener página a página la objetividad histórica. Pero más allá de todo esto, el lector tiene ante sí el devenir de la vida de un hombre sencillo, que en ningún momento silencia el profundo amor por su patria y sus ideales, como tampoco el dolor de verla desgarrada por los intereses, los personalismos y la ambición, tanto de los propios ciudadanos griegos como de las Potencias extranjeras.
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Información
Prólogo del escritor
Hermanos lectores:
Una vez vencido el miedo de importunaros con el producto de mi ignorancia (suponiendo que salgan a la luz estas notas en las que explico cuándo me vino la idea de escribirlas –fue un 26 de febrero de 18291 en Argos2 –, y donde narro otras batallas y sucesos relacionados con nuestra patria), quisiera deciros que, si no las leéis en su totalidad, ningún lector tendrá derecho a opinar ni a favor ni en contra. Cierto es que no soy hombre de letras, y que no sé poner en orden lo que escribo; y <…> sólo al final le quedará claro al lector. Empecé esta labor empeñado en narrar las desgracias que han asolado nuestro país y nuestra fe, producto de la insensatez y del egoísmo no sólo de religiosos o políticos, sino también de nosotros, los militares. La indignación de ver los graves errores que han causado la muerte de tantos inocentes, es lo que me ha impulsado a ponerlos por escrito hasta el día de hoy, en el que ya no nos sacrificamos en aras de la virtud y del patriotismo, y nos encontramos en una situación tan miserable que corremos el peligro de desaparecer. Si escribo las causas y circunstancias por las que hemos traído todos nosotros la destrucción a nuestra patria, es porque también yo formo parte de su sociedad; si escribo con tanta rabia contra los responsables, no es porque les guarde un rencor personal, sino porque el amor a mi patria me ha llevado a tal punto de indignación que no he sabido hacerlo con mayor dulzura. Este manuscrito lo he tenido oculto a causa de las muchas persecuciones que he padecido. Ahora que lo he sacado a la luz, lo he vuelto a leer en su totalidad, y continuado su redacción hasta el mes de abril de 1850. Después de leerlo, me he dado cuenta de que no hablo bien de las personas; esto, en primer lugar. En segundo, que en muchas partes repito lo mismo (pues no soy hombre de letras, y no sé seguir cierto orden lógico). En tercer lugar, he de reconocer que escribo extensamente sobre la presidencia de Coletis*, que tantos errores cometió contra su país, su fe y sus compañeros de armas, todos ellos personas honradas. Coletis fue el responsable de que corriera la sangre inocente de muchos de sus compatriotas y del sufrimiento de su desdichado país, incluso después de su muerte3, toda vez que son sus discípulos y sus esbirros los que todavía hoy nos gobiernan. Sus sabios representantes en la Asamblea no han dejado ni una moneda en el Tesoro, y han llevado al Estado hacia la mayor de las catástrofes y confusiones. Para colmo, una gran flota de perros nos tiene bloqueados, hace más o menos tres meses; han requisado todos nuestros barcos4, destruido todo nuestro comercio y pisoteado nuestra bandera, mientras los isleños mueren de hambre, y los que antes tenían barcos deambulan por las calles y derraman amargas lágrimas. Todos estos horrores y otros más son obra de Coletis y sus amigos, pues él y sus secuaces instituyeron el sistema que hoy en día nos gobierna. Este y no otro es el motivo de nuestros sufrimientos, y sólo Dios sabe lo que todavía nos queda por sufrir. El único objetivo de Coletis era el de plegarse a los intereses extranjeros, e imponer su voluntad personal; su único deseo era el de acabar incluso con la constitución del Tres de septiembre, constitución destinada a salvar nuestro país y su fe5. De ella no queda hoy más que el papel en la que ha sido escrita, y lejos de sernos útil, se ha vuelto contra nosotros mismos. Todos estos de los que hablo aquí son unos santos comparados con este hombre y su camarilla, que aún nos gobierna, pese a que fueron los errores del principio los que dieron paso a los de ahora.
De esto es de lo que aquí escribo. Como hombre puedo morir, y a mis hijos o cualquier otro le corresponde hacer una copia de este documento y sacar a la luz, primero, el nombre de aquellos contra los que, indignado, escribo: sólo así se harán públicas la buenas acciones de todos y cada uno de ellos sin faltar a su memoria. Es la única manera de que este documento sea útil a las generaciones venideras, y les enseñe a sacrificarse más virtuosamente por su patria y su fe, de suerte que puedan vivir como hombres en este país y practicar su religión. Sin dignidad y esfuerzo por la patria, sin fe en la religión no es posible que existan las naciones. Que nuestros descendientes no se dejen llevar por sus intereses personales, pues el mínimo tropiezo les conducirá hacia el abismo, como nos ocurrió a nosotros –cada día que pasa, damos un paso más hacia el precipicio–. Cuando llegue el día que salga a la luz este manuscrito y puedan leerlo en su integridad los honrados lectores, de principio a fin, sólo entonces tendrá derecho cada uno de ellos a juzgarlo a favor o en contra.
Notas al pie
1 En sus Memorias Macriyanis sigue el calendario juliano que estuvo en vigencia en Grecia hasta el siglo XX. La fecha del 26 de febrero corresponde al 12 de marzo según el calendario gregoriano. Según se desprende del testimonio del mismo Macriyanis al referirse al bloqueo de Parker, el prólogo que aquí leemos data de principios de 1850. Véase Libro IV, capítulo 4.
2 En el año 1829 fue designado por el gobernador Capodistrias Comandante en Jefe de las Fuerzas del Peloponeso, cargo que ocupó hasta 1831. Allí comenzará la redacción de las Memorias, que continuará en Nauplio y Atenas.
3 Acaecida el 1 de septiembre de 1847.
4 Se refiere al bloqueo del puerto del Pireo comandado por Parker en enero de 1850.
5 Se refiere a la revolución del Tres de septiembre de 1843 encabezada por Macriyanis, que obligó al rey Otón I a conceder una Carta Constitucional a los griegos. Vid. Libro III, capítulos 3-4.
Introducción
Argos, 26 de febrero de 1829.
He sido destinado por el gobierno del gobernador Capodistrias* como Comandante en jefe de las Fuerzas del Orden en el Peloponeso y Esparta con destino aquí, en Argos. Mi tarea es la de servir de enlace entre el gobierno y las autoridades civiles y militares de las provincias; hago también rondas de inspección para salvaguardar el orden público siempre que la ocasión lo requiera, si bien la mayor parte del tiempo me ocupo de mis deberes sin moverme de aquí. Y para no recorrer los cafés y otros sitios por el estilo a los que no tengo por costumbre ir, como casi no sabía leer ni escribir –ya que, por los motivos que explicaré más tarde, no pude ir a la escuela al no tener los medios–, pedí a uno y otro amigo que me enseñaran algo más aquí, en Argos, donde me encontraba ocioso. Cuando a los dos o tres meses conseguí aprender las letras que aquí veis, se me ocurrió escribir mi vida: qué hice durante mi tierna juventud y qué por la comunidad cuando tuve edad suficiente para ello; lo que hice por mi país después de entrar en el secreto de la Sociedad1 para luchar por nuestra libertad, y lo que vi y sé que sucedió durante la guerra de Independencia. Quise, pues, poner por escrito en cuantos asuntos participé yo, en la medida de mis fuerzas, con el fin de cumplir con mi obligación según me fue posible.
Un iletrado como yo no debería embarcarse en tamaña obra, ni por qué aburrir a los dignos lectores y a los hombres importantes y sabios de la sociedad, ni por qué ponerlos en un aprieto, ni picarles en su curiosidad y hacerles perder su precioso tiempo en esto. Sin embargo, después de haber sucumbido, como hombre que soy, a esta debilidad, os pido perdón por el aprieto en el que os pueda poner. Quiero que quede escrita la verdad sobre si actué con honradez, y sobre cómo se desarrollaron los acontecimientos que aquí me dispongo a dejar por escrito. Todos los lectores tenéis la obligación de examinar mi conducta y mi forma de proceder en la vida civil y militar. Y si creéis que actué con honradez, tened en cuenta lo escrito; de lo contrario, no os creáis ni una sola palabra. Sólo después de que leáis de principio a fin los documentos y las pruebas escritas no sólo del gobierno y las autoridades, sino también de muchos otros, sólo entonces os haréis idea de cuál ha sido mi comportamiento; os enteraréis también de los servicios que presté al lado de mis hermanos compañeros de armas, que demostraron ser superiores a mí, así como de las distintas misiones que entonces se me encomendaron. Dios me honró poniéndolos bajo mi mando; la primera vez que intervine en la guerra lo hice con dieciocho hombres, y la terminé con mil cuatrocientos, lo que fue un verdadero honor2. Por nuestra culpa nunca se vieron manchadas las páginas de la historia de mi patria; ni el gobierno central, ni las provincias han sido capaces de censurar nuestro comportamiento mientras combatíamos en Rumelia, Peloponeso, las islas y Esparta. Al contrario, no encontraréis sino elogios y agradecimientos, como podréis ver en estas páginas y en los archivos oficiales3. De cuantos hombres he tenido bajo mis órdenes durante la época de las revueltas y saqueos, ninguno de ellos, alabado sea Dios, ha visto manchada su reputación. Y nuestro país debe estar agradecido a estos dignos, buenos y generosos patriotas, subordinados y compañeros míos de armas durante la guerra, en la que participamos también nosotros dentro de lo posible cuando se nos necesitaba. Son ellos, mejores patriotas que yo, quienes desplegaron valor y patriotismo. Estas cualidades ni las tenía yo antes, cuando intervine en la guerra en la medida de mis fuerzas, ni las tengo ahora, y demostraron ser superiores a mí tanto en la paz como en la guerra. Bajo mi mando están ahora también los generosos y buenos oficiales que combatieron en Misolongui bajo las órdenes del bueno de Mitros Deliyorguis4, comandante de la guarnición de Misolongui durante la guerra. Igual generosidad y valor demostraron tener los isleños y los peloponesios, excelentes combatientes, y lo mismo puede decirse de los rumeliotas y los pertenecientes a las grandes familias de Atenas, a cuyo lado libré la batalla de la Acrópolis. El valor de todos estos buenos patriotas –y en primer lugar la gracia de Dios– nos puso a salvo de todo cuanto daña al país. Señores, buenos lectores, os ruego que si queréis saber la verdad, examinéis todo lo que aquí vierais: si es verdad o mentira. Una cosa pido a todos los honrados lectores: que no tenéis ningún derecho a sostener juicio alguno a favor o en contra si no lo leéis todo; entonces seréis muy dueños de opinar ya en uno u otro sentido.
Cuando lo hayáis leído todo, de principio a fin, entonces juzgad a quienes trajeron a nuestra patria los desastres de la guerra civil por su interés personal y su egoísmo, pues por su culpa sufrió y sufre todavía hoy nuestro desgraciado país y sus honrados combatientes. Presentaré desnuda la verdad y sin vehemencia. Pero la verdad es amarga, e incomoda a aquellos que han actuado con maldad. Todos practicamos el mal en beneficio propio, aunque por otro lado queremos que nos llamen buenos patriotas. Y esto no es posible; no seré yo quien oculte que nuestro país fue dañado, deshonrado, y que se precipita hacia el oprobio, pues todos nos comportamos como fieras. Las causas del mal pueden leerse en los libros de historia y en la prensa diaria. Pero no importa lo que yo pueda decir: corresponde a los hombres instruidos el ponerlo por escrito, y no a simples incultos, para que así los más jóvenes, al leerlo, puedan ser educados con mayor virtud y patriotismo. Para cualquier hombre su país y su religión lo es todo; son grandes los sacrificios que ha de hacer por su patria, pues al fin y a la postre él y su familia habrán de vivir en sociedad como gente honrada. Es entonces cuando a los países que han sido forjados con devoción se les da el nombre de naciones; de lo contrario se les llama estercoleros y son una carga para la tierra.
La patria es el bien común de todos y cada uno de nosotros; es el resultado de la lucha del ciudadano más insignificante y débil, pues incluso éste tiene sus intereses en su propio país, en su propia religión. Nadie debe ni sentir hastío ni desinterés por estas cuestiones; la persona instruida, como instruida que es, ha de gritar la verdad; igualmente el hombre sencillo. Pues la tierra no tiene cadenas como para que el fuerte o el débil puedan cargársela sobre los hombros. Y cuando una persona es débil en algo, y no es capaz de cargar él solo el peso, echa mano de otros para que le ayuden. Que luego no crea que pueda ir diciendo «yo lo hice»; que diga «nosotros». Fuimos muchos los que arrimamos el hombro, no uno. Nuestras autoridades, nuestros dirigentes llegaron a ser «Excelencia», llegaron a ser «Ilustrísima», ya los nacidos aquí ya los venidos de fuera5 ; nada puede detenerlos. Pobres éramos entonces; ahora, ricos. Kiamil Bey6 y otros propietarios turcos del Peloponeso se hicieron inmensamente ricos; después Colocotronis* y sus familiares y amigos se enriquecieron con tierras, talleres, molinos, casas, viñedos y con otras propiedades que antes pertenecían a los turcos. Cuando Colocotronis y sus compañeros vinieron de Zante, no tenían ni un palmo de tierra; ahora se ve lo que tienen. Lo mismo ocurre en Rumelia con Guras* y Mamuris*, Criesotis*, los Grivas*, Staicos* y otros, los Tsavelas* y otros muchos. ¿Y qué quieren del país? Miles de cosas todavía en recompensa por los servicios prestados. Son insaciables. Los vemos redactar nuevas leyes o crear partidos políticos sin cesar por el bien de la patria. ¡Cuánto ha sufrido nuestro país por las leyes y por su bien! ¡Cuántos jóvenes han muerto! En comparación, nuestro país no ha sufrido tanto durante la guerra contra los turcos como ahora. Obligamos a sus habitantes a vivir en cuevas, al lado de las fieras; arrasamos lugares y fuimos la perdición del mundo.
Todo esto fue lo que me movió a aprender a escribir en mi vejez. Yo también he sido uno de éstos. Que escriba otro de mí lo que sepa. Yo la verdad la diré desnuda, pues mi destino es vivir en este país con mis hijos. En un tiempo fui joven, pero envejecí prematuramente por los sufrimientos que pasé en defensa de la patria. Me hirieron en cinco ocasiones en diferentes batallas, y quedé reducido a la mitad de un hombre, de ahí que me pase la mayor parte del tiempo enfermo. Le doy gracias a Dios por conservarme la vida, y a mi país por honrarme con el grado de general en reconocimiento por mis servicios. Vivo como un hombre con lo que Dios me ha dado sin tener remordimientos de conciencia, pues no le he arrebatado nunca a nadie ni un palmo de tierra.
Notas al pie
1 Se trata de la «Sociedad de los Amigos» (Φιλική Εταιρεία) fundada en Odesa el 14 de septiembre de 1814 por E. Xanzos, N. Scufás y A. Tsacalov y que contemplaba la preparación de los griegos ante la inminente y definitiva liberación de la nación helena.
2 Se refiere, como más tarde relatará él mismo, a su huida de Arta nada más comenzar la revolución en agosto de 1821. En la batalla de Análato y el Pireo (1827) dirigía ya un destacamento de mil cuatrocientos hombres.
3 Se trata de los archivos estatales, por un lado (Ministerio del Ejército y de la Guerra), y de los documentos personales del mismo Macriyanis, por otro, formados por recibos, listas de tropas, certificados de todo tipo, artículos de prensa, etc. Éstos fueron publicados por Vlajoyanis para acompañar la primera edición de las Memorias y tienen un gran interés para cotejar la información que el general da sobre los acontecimientos que tuvieron lugar durante y después de la Guerra de la Independencia.
4 Mitros Deliyorguis o Deliyorgópulos sirvió entonces como subalterno de Macriyanis, y fue comandante de la artillería griega durante el segundo asedio de Misolongui (1825-1826), al que luego se referirá largamente el general Macriyanis.
5 Macriyanis deja clara la distinción existente entre aquellos griegos de la diáspora, más dinámicos y preparados intelectualmente, que fueron acusados de volver a Grecia después de la guerra con el único fin de rentabilizar los logros conseguidos durante la lucha por la Independencia por los griegos «de aquí», tal como los llama Macriyanis.
6 Gran señor feudal turco que se mantuvo casi independiente del sultán de Constantinopla, después de hacerse fuerte en Corinto y sus alrededores, a ejemplo de Alí Pachá en el Epiro. Fue asesinado en 1822.
LIBRO I 1797-1827
Capítulo primero
1797-agosto 1821
Nací en Avoriti, una aldea de apenas cinco cabañas a tres horas de Lidoriki1. Mis padres eran muy pobres, víctimas de la rapacidad de los turcos que allí vivían, y de los albaneses de Alí Pachá*. Mis padres, aunque pobres, tenían una familia numerosa. Un día mi madre fue a por leña a la algaida cuando yo estaba todavía en su vientre. Mientras volvía cargada con todo el peso de la leña sobre sus hombros, allí, en la soledad del bosque, le cogieron los dolores del parto, y me dio a luz. Sola la pobre y exhausta, puso su vida en peligro y también la mía. Ella fue su propia comadrona, y por sí misma se las arregló; se cargó un poco de leña que cubrió con hierba, encima me puso a mí y regresó al pueblo. Poco tiempo después hubo tres muertes en nuestra casa, entre los que estaba mi padre. Fueron los turcos de Alí Pachá, que querían reducirnos a la esclavitud. Entonces, una noche, toda mi familia y mis parientes se dieron a la fuga para ir a establecerse a Levadea. Se veían obligados a cruzar por el puente de Lidoriki llamado Estrecho, único punto por el que se podía pasar el río. Allí estaban apostados los turcos esperando a que pasaran para capturarlos, y durante dieciocho días estuvieron deambulando por el bosque, alimentándose de bellotas silvestres, mientras que yo chupaba leche de mi madre. Llegó un momento en que no pudieron soportar más el hambre y decidieron cruzar el puente, pero como yo era un recién nacido y en cualquier momento podría romper a llorar poniendo sus vidas en peligro, decidieron abandonarme en el bosque llamado Rojo, y avanzar sin mí hacia el puente. Mi madre, entonces, presa de remordimientos, les dijo: «Es un crimen abandonar a un recién nacido, y lo pagaremos caro. Cruzad vosotros el río, arrastraros hasta tal sitio y esperad <…> yo llevaré conmigo al niño y si con un poco de suerte no llora, entonces me uniré a vosotros <…> Así, mi madre y Dios fueron nuestra salvación. Todo esto me lo contaron luego mi madre y mis familiares. Nos pusimos en marcha toda la familia y nuestros parientes, y llegamos a Levadea. Allí las caritativas autoridades de la ciudad nos recibieron con los brazos abiertos durante algún tiempo, hasta que conseguimos acomodarnos, construirnos una casa y adquirir propiedades.
Allí viví hasta los siete años. Por aquel entonces me pusieron a trabajar por cien parás al año, y al año siguiente por cinco grosi2. Además de los muchos trabajos que hacía, también me obligaban a hace...
Índice
- PREFACIO
- INTRODUCCIÓN
- LAS MEMORIAS (1797-1851)
- Epílogo
- ANEXO