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Congreso de Verona
Guerra de España - Negociaciones - Colonias españolas
- 492 páginas
- Spanish
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- Disponible en iOS y Android
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Congreso de Verona
Guerra de España - Negociaciones - Colonias españolas
Descripción del libro
Como menciona Josep Fontana en el prologo que hace a esta edicion: "Este Congreso de Verona es un documento histórico importante: una referencia històrica indispensable para el estudio de los acontecimientos que se produjeron entre 1822 y 1824 y que significaron para España el fin del trienio liberal y el retorno al absolutismo. Pero es un documento que tiene como objeto central, como ocurre con la mayor parte de su obra literaria, al propio Chateaubriand, que se siente injustamente valorado en la época en que le ha tocado vivir y le ofrece a la posteridad un monumento dedicado a sí mismo." Nos encontramos con un texto interesante, no sólo por lo que el propio Chateaubriand nos cuenta, también porque gracias al mismo encontramos las raíces de lo que aconteció en ese período tan fundamental de la historia de España. Es este, pues, un documento tanto histórico como literario que nos ofrece una visión, aun siendo interesada como bien documenta Fontana en su texto, de una importancia evidente, y en el que el autor de las memorias de ultratumba nos deja apreciar el estilo que más tarde le encumbraría.
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Información
Guerra de España de 1823
Capítulo XXXV
Guerra de España de 1823. El Sr. de Montmorency presenta su dimisión. Soy nombrado ministro de Asuntos Exteriores
El Sr. Canning ocupaba en Londres la plaza que había dejado vacante la muerte de Londonderry. Jorge IV, acuciado por Lord Liverpool, había tomado al Sr. Canning en su Consejo a pesar de su muy natural repugnancia por el defensor y amigo de la reina. Yo había regresado a mi ser durante el camino de Verona a París: mientras liberaba mi espíritu de la política, pensaba con placer en regresar a Londres, recorrer los tres reinos, retornar por fin a mi vida anterior y hundirme en la soledad de mis recuerdos. Al llegar a la calle Université, todo se desvaneció. Nuestra existencia, sujeta a escenarios, a cambios de decorado, se ve sin cesar amenazada por el silbido que nos transporta de un palacio a un desierto, del gabinete de un rey al desván de un poeta.
El duque de Wellington, que me había adelantado, se había detenido en París. Había obtenido del Sr. deVillèle que fuera expedido a los aliados un correo invitándolos a retrasar la comunicación de las instrucciones que habían enviado a los encargados de sus asuntos en Madrid. Al mismo tiempo, Su Señoría propuso al gobierno de Luis XVIII la mediación de Inglaterra. Esa mediación fue rechazada, pues no aportaba remedio alguno para los males de Francia. No obstante, en un memorándum del gabinete de Saint James para Lord FitzRoy Somerset, fechado en Londres el 6 de enero de 1823, se recomienda a Su Señoría que insista en España sobre algunos cambios en la constitución.
El 26 de diciembre de 1822, el duque de Montmorency remitió al duque de Wellington una nota excelente en la que le exponía los motivos del rechazo de la mediación; ese fue el último acto como ministro del Sr. de Montmorency.
El motivo oficial de la dimisión del duque de Montmorency sigue siendo un misterio. ¿Acaso el Sr. de Montmorency había adoptado enVerona ciertos compromisos que el Sr. deVillèle no consideró apropiado cumplir?, ¿quería, en caso de guerra, la cooperación inmediata y material de los aliados? No lo creo; creo más bien en la incompatibilidad de caracteres. El Sr. de Montmorency conservaba el recuerdo del modo en que el Sr. deVillèle había accedido a la presidencia, puesto que el duque Mathieu, en el momento de su partida para Viena, supo por su propia Majestad que esa presidencia estaba otorgada. Él no dimitió de su cargo, lo conservó por la conciencia de la utilidad que podía suponer. El Sr. de Montmorency no carecía desde luego de ambición, pasión legítima en un hombre de su nombre y de su mérito; tenía inteligencia e instrucción. Educado en la gran escuela de la que salió Mirabeau, su oratoria era natural y persuasiva, parecía que se oyera la voz de sus buenas acciones. Noble y tranquilo en la tribuna, pertenecía a una raza que jamás se altera y que, forzada a cambiar únicamente de grandeza, iba de los reyes a Dios. Si bien hablaba con la autoridad de un alto dignatario, sus convicciones religiosas eran templadas gracias a la dulzura de su carácter y a su benevolencia. Su figura era pálida y serena, y de su frente medio calva no había desaparecido el encanto de la juventud: una imaginación viva y bondadosa derramaba sobre sus serias costumbres la gracia de una sonrisa. Conservaba amistades ilustradas, cuyas opiniones combatía con una austeridad tolerante que hacía crecer su vínculo por la estima. Se notaba que en el momento del gran sacrificio hubiera podido escribir a sus amigos, al igual que Enrique II duque de Montmorency: «Mi querido corazón, os digo el último adiós con el mismo afecto que ha habido siempre entre nosotros.»
El Sr. deVillèle y el Sr. de Montmorency, situados tan alto y siendo tan discordantes entre sí, no podían permanecer mucho tiempo juntos; no hizo falta más que un pretexto para separarlos. Se afirma que discutieron sobre la cuestión de la retirada inmediata del Sr. de Lagarde. Lo que resulta extraño es que el mismo día en que se conoció la dimisión del duque Mathieu, se conoció también el despacho del Sr. Villèle en el que se expresaba respecto al gobierno de las Cortes como lo hubieran podido hacer Prusia, Austria y Rusia. El Sr. de Montmorency se alejó, y fue añorado por todos los hombres de bien de Europa.
Habiendo partido deVerona el 13 de diciembre de 1822, llegué a París el 17. Me apresuré en rendir cuentas al Sr. deVillèle de mi última conversación con el príncipe de Metternich, de las pocas ganas de guerra que éste tenía, de su deseo de que el gabinete de las Tullerías siguiera la vía pacífica por el temor que alimentaba respecto a nuestras victorias así como respecto a cualquier movimiento de Rusia. Hallé al Sr. de Villèle extremadamente bien para conmigo, y muy satisfecho de mi correspondencia, pero inquieto en lo referente a su posición.
El Sr. de Polignac me vino a buscar, y me advirtió de que existía una división entre el ministro de Asuntos Exteriores y el presidente del Consejo. Le manifesté que mi destino estaba ligado al del Sr. de Villèle desde que le arreglé el asunto de su Primer Ministro, como él –el Sr. de Polignac– sabía, y como atestiguaban los agradecimientos del Sr. de Richelieu, consignados en un billete que aún conservo; que desde entonces siempre había considerado leal al Sr. de Villèle. Al hablarme el Sr. de Polignac de mi trabajo en Verona, de las pretensiones que podría tener, de los rumores que habían corrido sobre un disentimiento entre el Sr. de Montmorency y yo, le contesté que me hallaba tan lejos de ambicionar el puesto del noble duque y de desear permanecer en Francia para enardecer los partidos, que iba a regresar inmediatamente a Londres.
Apresuré los preparativos de mi viaje; ya casi no me faltaba más que montar al coche cuando dos billetes del Sr. deVillèle me dieron a conocer la dimisión del Sr. de Montmorency. El Sr. deVillèle me ofrecía esa cartera por orden del rey. Pasé la noche sumido en una terrible turbación, y el 26 por la mañana escribí la siguiente carta al Sr. de Villèle:
Querido amigo, la noche es buena consejera; no sería bueno ni para vos ni para mí que yo aceptase en este momento la cartera de Asuntos Exteriores. Habéis sido maravilloso conmigo, y no siempre he sido de la estima del Sr. de Montmorency, pero en fin, supuestamente es mi amigo. Habría en mí algo de desleal si ocupase su puesto, especialmente después de todos los rumores que han corrido: no se ha cesado de repetir que yo quería desplazarlo, que tramaba en su contra, etc. Si hubiera permanecido en un rincón del ministerio, o si el rey le hubiera acordado un retiro fabuloso, como la plaza de Grand Veneur62, entonces las cosas serían diferentes, y aún así habría dificultades.Conocéis, querido amigo, mi devoción por vos; tengo la alegría de serviros de un modo bastante eficaz entre esa facción de realistas que se oponen a vuestro sistema: los atempero, los detengo y los contengo gracias a la confianza que depositan en mí, dentro de los límites de la justa moderación; pero perdería toda mi influencia de la noche a la mañana si entrase en el ministerio sin llevar conmigo a dos o tres hombres, de aquellos que son tan fáciles de desarmar pero que resultarán extremadamente peligrosos en la próxima temporada de sesiones si no podéis poneros de acuerdo con ellos. Mi querido amigo, creedme, es un momento crucial: podéis permanecer veinte años donde estáis y conducir a Francia al más alto grado de prosperidad, o podéis caer antes de dos meses volviendo a sumergirnos a todos en el caos. Ello depende por completo de vos y del partido que toméis. Os conjuro en nombre de la amistad y de mi fidelidad política: aprovechad la ocasión que se os presenta para consolidar vuestra obra. Por lo demás, creo firmemente que deberíais asumir en funciones la cartera de Asuntos Exteriores, como ya hicisteis. Esto os dará tiempo para anticiparos y arreglar los asuntos. Debo deciros también con franqueza que yo no podría servir bajo el mando de cierto ministro de Asuntos Exteriores que vos podríais elegir, y en este momento mi dimisión constituiría un gran trastorno. Esta es, mi querido amigo, una parte de las mil cosas que he de deciros. Nos veremos y charlaremos. Por lo demás, podéis tener la certidumbre de que mi destino político está ligado al vuestro, y que con vos permaneceré o con vos caeré.
A la vuelta de esta carta, el Sr. de Villèle me hizo llegar este billete:
He recibido vuestra carta, querido Chateaubriand, y no soy capaz de decidirme a llevársela al rey sin haberos visto antes; ¿podéis recibirme un momento antes de la una?Vuestro de todo corazón,J.Villèle
Me encontré con el Sr. deVillèle y le presenté todas las objeciones que me parecieron adecuadas para convencerlo de dejarme ir. Él fue a ver al rey, y el rey envió a buscarme. Me retuvo una hora, él con la generosidad de rogarme, y yo resistiéndome respetuosamente. Finalmente me dijo: «Aceptad, os lo ordeno.» Obedecí, mas con un verdadero pesar, pues sentí inmediatamente que perecería en el ministerio. El martes 1 de enero de 1823 atravesé los puentes y fui a acostarme en aquella cama de ministro que no estaba hecha para mí, una cama en la que apenas se duerme y en la que se permanece poco tiempo.
De modo que es falso que yo hubiera deseado la caída del Sr. de Montmorency. En Asuntos Exteriores, cuando fui a recoger mi pasaporte para Londres, me encontré con el Sr. Bourjot; le dije que, a pesar de que estuviera sonando mi nombre para ministro, aún estaba yo lejos de haber consentido en reemplazar a un hombre del mérito del Sr. de Montmorency. Todo cambio en el personal de Exteriores provoca contenciosos: el que sale tiene partidarios que critican al que entra. Es de lo más natural y sólo interesa a los dos ministros; al público esas miserables querellas no le preocupan, o le hacen reír. No conservo el más mínimo recuerdo desagradable de todo lo que pudo decirse entonces; sólo me preocupaba demostrar que mi veneración por el Sr. de Montmorency había sido tan grande y tan completa como podía serlo. El duque Mathieu estaba, como yo, por encima de esa algarabía política, y lo demostró: en una nota de 1821, en la que me anunciaba que había sido nombrado ministro de Asuntos Exteriores, me decía: «Debéis creer en la sincera devoción de quien está ligado a vos desde hace mucho y no puede sino estar muy reconocido por el modo en que a menudo lo habéis impulsado». El 27 de febrero de 1823, dos meses después de mi acceso al ministerio, me escribía:
No deseo esperar, noble vizconde, al día en que esté seguro de encontraros para agradeceros el modo excesivamente halagador que habéis empleado para referiros a mí en vuestro gran discurso. Por desgracia llegué tarde para oírlo, y acabo de leerlo con gran interés. Habéis estado especialmente atinado en lo que concierne a Inglaterra, se trata de un punto esencial.Por lo demás, para contemporizar con los intereses tanto de este lado como de todos los demás, permitidme que os diga aquello que espero se encuentra también en vuestro pensamiento: Apresurémonos a actuar respecto a España.
Nota
62 Oficial responsable de las cacerías en la corte real; cargo considerado de gran honor. (N. de la T.)
Capítulo XXXVI
Luis XVIII. Su escasa inclinación por mí
Al ofrecerme el ministerio de parte del monarca, el Sr. de Villèle se había expresado con la modestia de la amistad, pues lejos de hallar a Su Majestad predispuesta a mi favor, le había costado un trabajo enorme determinar su voluntad: los reyes no sienten por mí más atracción de la que siento yo por ellos; les he servido lo mejor que he podido, pero sin interés y sin ilusión. Luis XVIII me detestaba, sentía envidia literaria respecto a mí. Si no fuera rey, hubiera sido miembro de la Academia, y era un apasionado del sentimiento de antipatía que los clásicos sentían por los románticos. Su Majestad me conocía poco. Yo le cedía la palma con mucho gusto: no disputo nada a nadie, ni siquiera a un poeta portador de cetros; no conozco a ningún hombre de letras tras el cual no esté muy sincera y humildemente dispuesto a eclipsarme.
Sin embargo, logré agradar al rey más de lo que se hubiera esperado, y de tal modo que mi favor inspiraba temor a mis colegas. S. M. se dormía a menudo en el Consejo, y desde luego tenía razón; cuando no dormía, contaba historias. Tenía un admirable talento como mimo, lo cual no divertía en absoluto al Sr. deVillèle, que deseaba tratar los asuntos. El Sr. de Corbière ponía sobre la mesa los codos, su caja de tabaco y su pañuelo azul, ...
Índice
- Prólogo, de Josep Fontana
- TOMO I. CONGRESO DE VERONA
- TOMO II. GUERRA DE ESPAÑA DE 1823
- TOMO III. NEGOCIACIONES. COLONIAS ESPAÑOLAS.
- Nota