Historia de Oriente Medio
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Historia de Oriente Medio

De 1798 a nuestros días

  1. 294 páginas
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Historia de Oriente Medio

De 1798 a nuestros días

Descripción del libro

Creado a finales del siglo xix desde una óptica eurocéntrica, Oriente Medio es un término que hoy en día sirve para denominar un amplio territorio que se extiende desde Marruecos a Irán. Una región estratégica por la presencia de petróleo, convulsionada por múltiples factores de crisis cuyo volumen ha recorrido la historia política desde la expedición de Napoleón a Egipto y el encuentro con la modernidad, a la reforma del imperio otomano y la caída de los califatos, el proceso de descolonización, la guerra del Sinaí de 1967, la revolución iraní, la presencia de los talibanes en Afganistán, la Intifada palestina, el fin de Saddam Hussein y el actual conflicto de EEUU en Iraq o las recientes revoluciones en Túnez, Egipto, Libia… Estas situaciones de crisis son un elemento tan común como lo son la lengua, la tradición cultural o, pese a la presencia de una minoría cristiana, el Islam, y son estas crisis las que este libro recorre siguiendo sus evoluciones en su constante dialéctica con occidente: del movimiento de renovación del xix, al reformismo de los Hermanos Musulmanes, de la confrontación de la ideología nacionalista y del socialismo a la escalada de las organizaciones radicales. Un acercamiento para entender mejor lo que muchas veces hemos ententido como los otros.

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Información

Año
2015
ISBN del libro electrónico
9788491140719
Edición
1
Categoría
Historia

Cuarta parte Oriente Medio durante las últimas décadas del siglo XX

Capítulo IX
1979, la segunda línea divisoria de la historia de Oriente Medio

1. LA REVOLUCIÓN IRANÍ

La importancia y el impacto de la revolución iraní que tuvo lugar entre 1978 y 1979 difícilmente pueden ser infravalorados. Esa revolución tuvo largas raíces que se hundían en los forzamientos (y los fracasos) de la política de Mohammed Reza Pahlavi. Tras la caída de Mosaddeq, el sah tuvo las manos libres para gobernar de manera cada vez más autocrática y absoluta. Organizó una poderosa, ramificada y despiadada policía política, la SAVAK, responsable de represiones, homicidios y torturas. Confirmó la vocación laica de su padre: totalmente indiferente al Islam, buscó una legitimación de su poder en la antigua tradición irania, y en 1971 se hizo coronar, en una fastuosísima ceremonia en Persépolis, emperador de una renovada Persia aria.Y tal y como había hecho su padre, mostró una vocación militarista. Gracias a las ganancias de los ingresos petrolíferos, así como a las generosas ayudas estadounidenses, robusteció hasta tal punto el ejército que éste se convirtió sin punto de comparación en la máquina de guerra más eficaz de todo Oriente Medio. Gracias a esa reconocida potencia militar, Mohammed Reza se transformó en el «gendarme» de los Estados Unidos en esa zona. Cuando a principios de los años setenta, tras su desastrosa derrota enVietnam, los Estados Unidos de Nixon desarrollaron una doctrina que limitaba la intervención directa estadounidense en las zonas de crisis del planeta y delegaba parte de ese cometido en aliados fieles, el Irán de Mohammed Reza se convirtió en el baluarte de la defensa de los intereses occidentales y el garante de la estabilidad de una región tradicionalmente atormentada.
No se puede negar que, por lo menos durante los años setenta, el país vivió una aceleración reformista y modernizadora. La llamada «Revolución blanca» de 1963 trató de imponer una reforma agrícola (muy desagradable para el clero chií, que veía comprometidos sus ingresos provenientes de los bienes religiosos de manos muertas, los waqf), acelerar la difusión de la educación mediante una reforma del sistema de enseñanza, institucionalizar el intervencionismo estatal en el campo social y económico e incluso permitir una coparticipación de los trabajadores en los beneficios de las empresas. Según MalcolmYapp, la Revolución blanca iraní fue similar, tanto en la teoría como en los resultados, a las revoluciones radicales de Egipto, Siria e Iraq1.
Podríamos preguntarnos entonces cómo fue posible que el régimen de Mohammed Reza llegase a entrar en crisis y derrumbarse. Hay muchas explicaciones. Ciertamente, el gobierno del sah no respetaba en lo más mínimo los derechos humanos ni las libertades individuales, y la mayoría de la población, en consecuencia, no lo amaba en absoluto. Pero la causa más importante se encuentra probablemente en el hecho de que la occidentalización y la secularización a marchas forzadas que el sah quería imprimirle al país entraron en profundo conflicto con la cultura tradicional y alejaron del régimen las simpatías de una parte considerable de los iraníes, que se sintió objeto de intolerables violaciones culturales. Una consecuencia de la política esencialmente antiislámica de Mohammed Reza fue que le arrebató también las simpatías de los ulemas, y eso, indirectamente, debilitó su posición ante el pueblo. A todo ello se añadió en los años setenta la crisis económica, que afectó de forma muy dura a la clase mercantil de los bazari, así como a la intelectualidad juvenil, poniendo en contra del régimen otras dos importantes categorías sociales. Fue a partir de 1976 cuando la economía iraní comenzó a flaquear: el desempleo, la inflación y la escasez de bienes agitaron a comerciantes y campesinos, estudiantes y ulemas. Por otro lado, el progreso de los años anteriores había exacerbado las desigualdades sociales y, a diferencia de un restringido círculo de millonarios, las masas padecían los efectos de la ampliación de la distancia entre pobres y ricos. Las protestas se fueron volviendo cada vez más ramificadas y determinadas, mientras que grupos de guerrilla como los Muŷaheddin-e Jalq y los Fedayn-e Jalq organizaban atentados con el fin de desencadenar una revolución. El gobierno decidió afrontar la situación con mano de hierro, pero la represión no hizo más que agudizar el resentimiento y la irritación de las masas.
El mayor protagonista de la oposición de los ulemas fue el ayatollāh (ayatolá) Rūhollāh Jumaynī (Jomeini). Él no era por aquel entonces ni el más prestigioso ni el más autorizado de los religiosos iraníes, pero supo transformarse en un símbolo y en un jefe popular. Entre 1963 y 1964 protagonizó algunas protestas clamorosas: en 1963, al oponerse al servicio militar obligatorio que el sah había impuesto incluso a los religiosos, y en 1964, al denunciar el servilismo del soberano frente a los EEUU y el peligro de una excesiva influencia occidental en Irán. Al volverse un personaje incómodo, Jomeini fue obligado a exiliarse, y durante catorce años vivió primero en Turquía y más tarde en Iraq. En el extranjero mantuvo una posición apartada en relación con los chiíes iraquíes, pero por lo que respecta a los iraníes supo convertirse en el portavoz de sus reivindicaciones. Cuando, entre 1976 y 1978, las manifestaciones y las protestas se fueron volviendo cada vez más intensas y violentas, Jomeini supo utilizar de la mejor manera sus capacidades comunicativas y mediáticas para incitar al pueblo a derrocar al gobierno descreído y corrupto de Mohammed Reza. Bajo presión del sah, el ayatolá fue obligado a abandonar Iraq rumbo a París, pero eso le dio todavía una mayor visibilidad, y acrecentó su prestigio entre los iraníes.
Entre el verano y el otoño de 1978 la situación se volvió más y más candente, escapando progresivamente al control del soberano. Mohammed Reza pensó en hacer que interviniese el ejército, peno no logró del presidente estadounidense, Jimmy Carter, el apoyo que se esperaba. Se declaró dispuesto a hacer concesiones, pero a esas alturas el curso de los acontecimientos era imparable. En diciembre, con ocasión de las celebraciones religiosas chiíes de la ‘āshūrā’ (la conmemoración de la muerte del imán mártir Husayn, nieto del Profeta), los enfrentamientos resultaron sangrientos, y hubo muchos muertos. Entre el 5 y el 13 de enero de 1979 millones de personas salieron a la calle para exigir la caída del gobierno y el regreso de Jomeini. El 16 de enero Mohammed Reza huyó de Irán, el 19 volvió Jomeini triunfante y en marzo un referéndum popular ratificó el fin de la monarquía y el nacimiento de la república islámica (el sí obtuvo un 98% de los votos).
Los motivos por los que la revolución iraní pasó de ser un movimiento de origen popular a adquirir un carácter islámico y convertirse en la primera (y hasta ahora la única) revolución islámica en tener éxito no son fáciles de comprender a primera vista. Irán tenía a un tiempo una sólida tradición de oposición laica tanto de izquierdas (a partir del Tudeh comunista) como liberal (que se remontaba a Mosaddeq), además de una sólida tradición de intelectuales laicos o agnósticos. Todas esas corrientes de pensamiento y oposición iban en direcciones distintas a la del islamismo. Pero, como resulta evidente, la secularización de Mohammed Reza no había erosionado la envoltura islámica de la cultura popular iraní. La alianza entre los bazari y los ulemas, entre el poder económico y la autoridad religiosa, no era ninguna novedad, si tenemos en cuenta la revolución constitucional de 1906, pero esta vez la unión entre «burguesía religiosa» (como la llama Kepel2), pequeña y media burguesía productora y estudiantes iba a tener un efecto explosivo. A esto hay que añadirle la habilidad de Jomeini y su capacidad para hacerse aceptar como dirigente de la revolución. El ayatolá supo, con gran astucia política, enfrentarse y deslegitimar paso a paso a los más peligrosos de entre sus posibles opositores, desde el Tudeh comunista –que fue reprimido y eliminado–, pasando por las fuerzas políticas liberales y moderadas –personificadas por el primer jefe del gobierno tras la revolución, Mehdī Bazargān–, hasta los propios islámicos progresistas y de inclinaciones filosocialistas –como Abolhasan Banī Sadr, elegido en enero de 1980 primer presidente de la república–. Una vez eliminados sus rivales, Jomeini se mostró como el jefe incontestable de la revolución, y dirigió el país a través del Consejo de Guardianes de la Revolución, formado por juristas y religiosos fieles a él, así como mediante las milicias revolucionarias de los pasdaran (Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica).
Por lo demás, el sistema político instaurado por Jomeini (cuyas dimensiones teóricas veremos en el próximo parágrafo) no era aceptado por toda la clase dirigente religiosa. Prestigiosos ayatolás como Sharī‘at Madārī y Mahmūd Taleqānī no ocultaban su oposición a la participación e investidura directa de los religiosos chiíes en el poder político. Y ni siquiera más adelante el liderazgo de Jomeini, pese a ser absoluto, logró silenciar todas las oposiciones. El delfín designado para su sucesión, el eminente ayatolá Hasan ‘Alī Montazerī, criticó la dureza del régimen islámico, su «heterodoxia» respecto al chiismo tradicional y la cerrazón ante las reivindicaciones de la sociedad (con las consecuentes recaídas políticas y sociales) impuesta por Jomeini, lo que le costó la dimisión y la marginación. Fue la caída de Montazerī la que le abrió las puertas de la sucesión a un personaje que había permanecido hasta entonces entre las sombras:‘Alī Jāmini’ī (Jamenei), que iba a convertirse primero en presidente de la república (1981-1989) y luego, tras la muerte de Jomeini en 1989, en líder supremo de la revolución y el Irán islámico.
El fallecimiento de Jomeini pareció permitir, durante un cierto tiempo, una evolución hacia formas más moderadas de gobierno. Entre 1989 y 1997 fue presidente de la república ‘Alī Akbar Hashemī Rafsanŷānī, un pragmatista que, una vez depuesta la utopía, cultivada durante tanto tiempo por los jomeinistas, de exportar la revolución islámica, se esforzó por reinsertar Irán en el contexto internacional, reactivando por ejemplo los contactos con Europa. La presidencia de Rafsanŷānī suscitó, de todas formas, la hostilidad del clero más conservador, así como la de Jamenei, pero por el momento los conservadores no pudieron retrasar ni obstaculizar la apertura de la sociedad iraní, en cuyo interior empezaron a aparecer formas de oposición organizada, aunque fuese fragmentaria. La insatisfacción de los iraníes causada por la evolución de la revolución en un sentido conservador se hizo patente, en primer lugar, con ocasión de las elecciones presidenciales de 1997, y de nuevo durante las elecciones generales de 2000. En las primeras el candidato de los clericales resultó claramente derrotado por el candidato reformista, Mohammed Jatamī, que se convirtió en presidente con el 65% de los votos. En las segundas, la agrupación progresista del Dovomm-e Jordad conquistó 190 de los 290 escaños del maŷlis, mientras que a los conservadores no les quedaron más que 55 escaños. Además, Jatamī fue ratificado en la presidencia con una mayoría aplastante en 2001.Todo parecía ir encaminado en la dirección no sólo de una apertura democrática, sino incluso de la definitiva derrota de los islamistas. La realidad era sin embargo mucho menos idílica.
De hecho, la situación dio un rápido vuelco. En 2004 la representación de progresistas y conservadores en el maŷlis se invirtió, siendo los primeros los que esa vez obtuvieron apenas medio centenar de escaños. En 2005, en las nuevas elecciones presidenciales, el candidato moderado, de nuevo ‘Alī Akbar Rafsanŷānī, fue derrotado clara y apabullantemente por el candidato radical del clero y el líder supremo Jamenei: Mahmūd Ahmadīneŷād (Ahmadineyad). Los ocho años de Jatamī y las esperanzas que éste había engendrado parecen haber sido barridas de un plumazo por un coletazo integrista. Naturalmente, resulta oportuno preguntarse qué es lo que no ha funcionado. Los elementos que llevaron a la derrota de los progresistas y a un (¿temporal?) arredramiento de la opinión pública iraní progresista son numerosos. En primer lugar, el frente reformista estaba demasiado fragmentado en su interior, y su acción política fue menos eficaz de cuanto podía parecerlo; en segundo lugar, Jatamī no fue lo bastante osado, y –sobre todo durante su segundo mandato–, pese a haber tratado de apoyar las reivindicaciones de la sociedad civil, no tuvo el valor o la posibilidad de oponerse eficazmente a la contraofensiva de los conservadores; en tercer lugar, fue precisamente esa contraofensiva conservadora la que debilitó a los progresistas en el plano institucional; en cuarto lugar, las dificultades económicas esparcieron el descontento entre la población; y, finalmente, las consecuencias del 11 de septiembre de 2001 relegaron de nuevo a Irán, a pesar del aperturismo de Rafsanŷānī y Jatamī hacia Europa, los estados árabes y Rusia, al rincón de los «estados canallas», volviendo a darles aliento a quienes siguen deseando un enfrentamiento directo con los EEUU. En última instancia, probablemente tenga razón quien ha escrito que
el elemento decisivo [de la derrota de los progresistas] parece ser el de la duplicidad –por decirlo así– de la constitución iraní, que aúna órganos electivos esencialmente democráticos y órganos no electivos que escapan al control popular, y que son los verdaderos detentadores del poder político3.

2. EL RADICALISMO ISLÁMICO

A pesar de que triunfase en un ámbito chií, la revolución islámica también tuvo un profundo significado simbólico y de movilización para el mundo suní. De hecho, dicha revolución demostraba que era posible un cambio radical del statu quo político en nombre del Islam y, lo que es más, que resultaba posible la instauración del estado islámico. Ya hicimos referencia en el sexto parágrafo del capítulo anterior al fundamentalismo militante de los años setenta en relación con la crisis del nasserismo y todas las ideologías laicas importadas al mundo araboislámico, y hemos tratado de aclarar brevemente sus motivaciones profundas. Aquí es necesario explayarse acerca de las características ideológicas del radicalismo, que no puede escindirse de una continuidad o, mejor dicho, una contigüidad revolucionaria con el jomeinismo.
Las novedades del jomeinismo eran abundantes: 1) le reconocía al chiismo un específico carácter político, y en esencia abolía el antiguo principio quietista de la taqiyya, que obligaría a los chiíes a someterse incluso a gobiernos descreídos; 2) sugería, a contracorriente también a este respecto de la doctrina política chií clásica, que los jurisconsultos tenían el derecho y el deber de substituir en las funciones políticas al imán oculto4; 3) insistía en la revolución islámica como una revolución vindicadora de los oprimidos (mustad‘afūn); 4) realizaba en la práctica un republicanismo islámico también desconocido para la doctrina tradicional, tanto chií como suní.Tratemos de ilustrar estos puntos. Durante siglos el chiismo había compartido una actitud de «renuncia» en el plano de las reivindicaciones políticas: en espera del imán que habrá de reaparecer al final de los tiempos, todo gobierno es ilegítimo, los imanes son los meros guardianes de la fe, y no deben tener funciones políticas, y los creyentes están autorizados a vivir incluso bajo regímenes tiránicos. Jomeini anulaba completamente esa perspectiva, reivindicando por el contrario un papel activo de los jurisperitos en la vida política, incitando a los creyentes a rebelarse contras los gobiernos no islámicos y traduciendo la escatología espiritual chií en una, por decirlo así, escatología revolucionaria. El estado islámico, que debe surgir del vicariato político de los jurisconsultos respecto al imán oculto, tiene una forma republicana y, a su manera, democrática: el pueblo está llamado a elegir a sus representantes mediante elecciones periódicas por sufragio universal. Aunque ya hayamos visto hace poco que eso no es suficiente para garantizar un progreso político, el hecho de que un estado islámico sea republicano y se rija por una constitución moderna no puede ser juzgado sino como una gran novedad teórica y práctica.
Si Jomeini fue quien modernizó y actualizó más que nadie la doctrina chií en sentido político, los maîtres à penser del sunismo radical fueron el hindú (y más tarde pakistaní) Abū’l‘Alā al-Mawdūdī (1903-1979) y el egipcio Sayyid Qutb (1906-1966).
Si queremos tratar de esbozar una síntesis de los elementos comunes del pensamiento radical, tal vez sería posible trazar el siguiente esquema:
a) El mundo islámico actual (y en líneas generales el mundo en su totalidad) se encuentra en un estado de descreimiento, de alejamiento de los principios auténticos de la religión, de alienación y de opresión y explotación por parte de nuevos «cruzados», de nuevos imperialistas –es decir, los occidentales, y en particular los Estados Unidos de América junto con su longa manus en la zona, Israel– que luchan con la fuerza de las armas y con la propaganda religiosa para hundir y aniquilar al Islam.
b) A esta realidad (práctica e ideal) alienada es necesario oponerle una utopía retrospectiva:
desde el momento en que toda historia relativa a la emancipación del hombre era juzgada como una emanación de la identidad europea, a los intelectuales islámicos sólo les quedaba, para explicarse la efectiva condición de autoliberación en la que vivían, la retrospectiva histórica: se procedió a hacer del Islam, en su forma originaria idealizada, un contrapeso de la identidad europea5.
Recuérdese, sin embargo, que esa idea no es sólo moderna, sino que representa una forma mentis compartida por una gran parte del pensamiento jurídico y político clásico, desde Ibn Hambal hasta Ibn Taymiyya.
c) Para recuperar el Islam auténtico y reproducir las extraordinarias circunstancias de la época del Profeta (y de los bien guiados, por lo menos para los suníes) es necesario instaurar el estado islámico6. El concepto de estado islámico es enteramente moderno, ya que ni en la práctica ni en la doctrina clásicas fue realizado o concebido jamás: no fue realizado jamás porque en esencia ningún estado después de la Medina del Profeta (o, a lo sumo, la de los primeros cuatro califas «bien guiados») se ha apoyado efectivamente en la sharī‘a y la aplicación de la auténtica ley islámica; y no fue concebido jamás porque todos los grandes teóricos políticos medievales, desde al-Māwardī (m. 1058) hasta IbnTaymiyya (m. 1328), teorizaron no tanto estados islámicos cuanto propuestas de modelos islámicos de estado.Y eso porque, por una parte, el único estado islámico auténtico lo representa la Medina del Profeta (y de los bien guiados), mientras que, por la otra parte, la teorización política se desarrolló en una época en la que la ecúmene islámica estaba fragmentada en multitud de sultanatos y emiratos, con califatos rivales (los Omeyas de España o los Fatimíes contra los Abasíes, así como los Almohades y otras dinastías igualmente reluctantes a reconocer la autoridad central del antiguo califato abasí) de entre los que ninguno podía aspirar a encarnar un auténtico estado islámico. A falta de ese auténtico estado islámico no quedaba sino proponer modelos islámicos de estado para tratar de reinstaurar la ley religiosa en organismos políticos y regímenes que se gobernaban al margen de ella. Los radicales contemporáneos, por su parte, aspiraban precisamente a reconstituir el estado islámico, en el que religión y política estarían entrelazados, lamentando que esa característica esencial del Islam, la integración de religión y política, hubiese sido olvidada (o incluso no hubiese sido practicada nunca). Lamentando en definitiva lo que ha resultado en el nivel fáctico (aunque por lo general no haya sido reconocido) como el carácter político del Islam: el «secularismo» y la separación de la autoridad política de la jurisprudencia religiosa. Semejante estado islámico, tal como lo preconizaronAbū’l-‘Alā al-Mawdūdī y, sobre todo, Sayyid Qutb, debía fundarse en la justicia social, la limitación del poder soberano gracias al principio de la consulta y, sobre todo, en la soberanía de Dios (hākimiyya), es decir en el reconocimiento de que Dios fue y sigue siendo, a través del Corán y la sunna, el único legislador.
d) El medio para llegar a combatir a los enemigos del Islam y, obviamente, reconstruir el estado islámico es la yihad, que los radicales entendían, por supuesto, como «guerra santa»,aunque prevalentemente como «guerra santa» defensiva. El Islam, en efecto, agredido y pisoteado desde el interior y el exterior, debe ...

Índice

  1. Introducción
  2. Primera parte: El choque con la modernidad
  3. Segunda parte: Entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial
  4. Tercera parte: La era de la descolonización
  5. Cuarta parte: Oriente Medio durante las últimas décadas del siglo XX
  6. Conclusiones
  7. Cronología
  8. Lecturas recomendadas