¿Quién controla el futuro de la educación?
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¿Quién controla el futuro de la educación?

Axel Rivas

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¿Quién controla el futuro de la educación?

Axel Rivas

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Este libro se autodestruirá en diez años. El mundo que conocemos se transforma vertiginosamente gracias a los avances tecnológicos. El sistema educativo tradicional va a la zaga de los profundos cambios culturales y sociales que vinieron de la mano de las pantallas. Sin embargo, aunque de maneras dispares y a veces invisibles, los algoritmos ya están en la escuela. ¿Qué tanto y cómo hay que cambiar los sistemas educativos en un mundo en que (casi todos) los jóvenes tienen un celular en sus manos? ¿Qué nuevos desafíos y oportunidades nos presentan las tecnologías digitales si queremos garantizar la justicia educativa y encender la llama del aprendizaje en las nuevas generaciones? Y, sobre todo, ¿cuál será el rol de los estados, del sector privado y de los educadores en este futuro que ya llegó?Axel Rivas, referente global en política e innovación educativa, parte de una rigurosa mirada sobre los sistemas educativos de América Latina y ofrece un diagnóstico claro de las posibilidades efectivas que ofrecen las nuevas tecnologías digitales. En este paisaje, el naciente mercado tecnoeducativo es veloz y multiplica su oferta: no ha perdido el tiempo y ya ofrece sistemas de gestión del aprendizaje, tutorías digitales y gamificación con la lógica adictiva de los videojuegos. En este contexto, el Estado no puede estar ausente en la discusión y debe garantizar la justicia educativa. Por ejemplo, a través de una Plataforma Educativa Pública con proyectos y clases para los docentes, y actividades que conviertan los contenidos curriculares en situaciones de indagación.Dirigido a educadores y políticos, este libro propone un sistema educativo que enseñe a pensar críticamente, que produzca en los alumnos la voluntad y el deseo de aprender, y que genere compromiso social y ciudadanía democrática.

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Información

Año
2019
ISBN
9789876299459
1. La ciudad de los deseos fugaces
Bienvenidos a la ciudad digital
Un suave cosquilleo emerge en las mentes. Son vibraciones neuronales que moldean, expresan y expanden nuestros deseos. Millones de personas se arrastran por las pantallas y piden algo nuevo, repitiendo clics infatigables. Las pupilas se agitan e intentan tocar los deseos, como si esto fuese posible. Al igual que en el mito de Sísifo, condenado a subir una y otra vez la roca por la montaña, el juego vuelve a empezar con rapidez: aparecen nuevos deseos fugaces en busca de su concreción. El proceso se repite, se ramifica, se cristaliza en patrones neuronales (Carr, 2010). Parece un movimiento frenético pero tiene un orden con sus propios trayectos, reglas, objetivos, efectos. Hay una ciudad digital invisible donde depositamos de manera creciente nuestro tiempo. El sentido de este capítulo es descifrar el poder de esta nueva vida digital para preparar, contextualizar e inspirar una política educativa que atienda las posibilidades actuales.
Como indican estudios recientes (Cepal, 2016), las tecnologías digitales se han desarrollado en tres plataformas sucesivas. La primera plataforma estaba basada en la informática de las computadoras centrales y los equipos terminales; la segunda, centrada en el modelo cliente-servidor, surgió con la invención de la computadora personal, en la década de 1980, y se expandió gracias a la masificación de internet con la telefonía móvil; la tercera apenas acaba de comenzar: se centra en la ubicuidad y movilidad de la conectividad y posibilita los servicios en la nube, el desarrollo de la internet de las cosas y el poder predictivo de big data. La primera plataforma tenía millones de usuarios con miles de aplicaciones y soluciones; la segunda sumó a cientos de millones de usuarios y decenas de miles de aplicaciones; la tercera abarca a miles de millones de usuarios (tres mil seiscientos millones usan internet en 2018) y millones de aplicaciones que se multiplican cada día. Kevin Kelly (2016) también habla de tres fases para analizar la historia de internet. La primera fase imitaba la era industrial. Cuando se masificaron las computadoras personales, su metáfora era la vida en una oficina: las pantallas tenían “escritorios”, “carpetas” y “archivos”. Cada elemento residía en un lugar asignado, había un orden jerárquico y categorías fijas.
La segunda etapa fue el triunfo de internet. Los archivos fueron reemplazados por las “páginas”, cuya organización ya no era en carpetas sino en redes hipervinculadas. Millones de sitios en la web reunieron y conectaron de manera inédita la información generada por la humanidad. El “escritorio” fue reemplazado por una nueva interfaz centrada en el “buscador”, una ventana uniforme que atravesaba el océano interminable de internet para escanear todas las páginas y devolvernos un mapa accionable de nuestros deseos. Ese mapa se unificó de a poco en un motor de búsqueda omnipresente: Google.
En la tercera etapa las páginas y los buscadores les dan paso a otras formas de organización del tiempo y los deseos. Es la era de los algoritmos, en la que los flujos de deseos-acciones-búsquedas en tiempo real se suceden sin solución de continuidad y en la que las notificaciones nos marcan el compás. Se trata de la era del streaming, una fuerza múltiple y constante que convierte nuestros íntimos deseos en software: se nos ofrecen videos, series, relaciones sociales o novedades que siguen nuestros patrones de conducta sobre la base de la acción de algoritmos predictivos.
La búsqueda permanente de nuevos estímulos ordena nuestra vida digital. Todas las aplicaciones solicitan notificarnos sus novedades para acceder de manera sutil y constante a nuestra atención. Diseñadores expertos estudian cómo navegamos en sus plataformas para descifrar nuestros deseos, incluso aquellos que ni siquiera nosotros podríamos verbalizar. Vivimos un tiempo de gigantesco control de la vida inconsciente. Las nuevas plataformas están creando un mundo digital diseñado para no querer escapar de él, tallado sobre nuestros gustos particulares y los de otros millones de depositantes de datos, que informan sobre su vida, sus placeres, sus creencias. Allí entregamos nuestra intimidad –el recorrido detallado de lo que miran nuestros ojos durante las horas del día– para que la máquina digital nos acerque una y otra vez un momento efímero de satisfacción.
En esta era del streaming, el flujo es un presente constante, volátil y etéreo. Lo que sucede en el mundo digital pasa fluyendo frente a nosotros. Algunas aplicaciones lo muestran en su máxima expresión: operan por completo en el presente. Snapchat, por ejemplo, ofrece mensajes destinados a desaparecer. Si los observamos en el momento están allí, pero luego se desvanecen y no vuelven jamás. El mecanismo busca atraer magnéticamente la atención bajo la amenaza de perder de vista la novedad, el tesoro más preciado. La construcción de este presente absoluto despoja al mundo de su historia (Virilio, 2012), nos sitúa en un presente permanente que implica, además, la disolución del pasado, de todo lo anterior.
Integrados al fluir constante de los pixeles, nos vemos llamados a convertirnos en seres de las pantallas.3 Estos seres están mudando de las pantallas de cine y televisión a las pantallas de computadoras, tabletas y celulares, a la realidad virtual y, en el futuro cercano, pasarán a vivir en la “pixelación” de toda superficie fija, que se convertirá en una extensión digital de nuestra vida (Kelly, 2016). La próxima etapa de la vida digital es la internet de las cosas. Cuando todo pueda ser proyectado en cualquier superficie, ¿nuestro mundo será una pantalla interminable?
La cultura de las pantallas es un constante flujo de imágenes, anuncios, instantáneas de la vida privada, mensajes personales y públicos, novedades del mundo y de los entornos interpersonales, ideas, anuncios y caudales de información que buscan atrapar nuestra atención. En la tercera fase de la vida computacional ya no estamos anclados a sucesos ordenados según la fecha, algo que todavía era un reflejo de la época industrial, con el horario de oficina, y de los medios de comunicación del siglo XX, organizados por las noticias del diario. La nueva era nos coloniza en tiempo real.
La evolución de la vida digital hacia un presente absorbente tiene una fecha de nacimiento simbólico fijada en el año 2005. En 2004 todavía no existían Facebook, Twitter, YouTube, Uber, Airbnb, Snapchat, Instagram, Spotify, Dropbox o WhatsApp. En 2005 el porcentaje de celulares conectados a internet por banda ancha en América Latina era nulo, en 2017 ascendía a más del 60% de la población.
Consideradas según su valor de mercado, las empresas más poderosas del mundo en 2006 eran Exxon, General Electric, Total, Microsoft y City. En 2016 el poder había pasado a los cinco gigantes tecnológicos: Apple, Alphabet (perteneciente a Google), Microsoft, Amazon y Facebook. Estas empresas utilizan la lógica de las plataformas de multiplicación de usuarios, sobre la base de ecosistemas de productos y servicios. Se trata de un modelo de mercados interdependientes que funciona mediante los híbridos de competencia y cooperación de la economía colaborativa, algo novedoso en la historia de los poderes económicos que se expresa en el crecimiento de startups como Uber, Alibaba, Airbnb, PayPal, Square, WeChat y Android (Kelly, 2016).
La emergencia de esta etapa ha modificado radicalmente el paisaje cultural, en el más amplio de los sentidos, en apenas una década. En ese lapso se combinó un acceso masivo a internet con un crecimiento exponencial de los contenidos digitales. Esta nueva etapa de la historia de la humanidad, en la que somos maniatados por nuestros propios deseos fugaces, está moldeada por las ciencias de datos digitales basados en algoritmos. Como resultado de este proceso, el software, entendido como una capa que permea la cultura y modela las formas de comunicación, representación, simulación y análisis, los procesos de decisión, la memoria, la visión, la escritura y la interacción, ha ganado el control de la organización de los modos de existencia (Manovich, 2013).
Nada escapa a la digitalización. Las películas, los libros, la música, las fotografías, las cartas, los gestos, las relaciones humanas, las memorias, los medios de comunicación, los juegos, todo está en nuestras manos en un celular ubicuo y magnético, convertido en apenas una década en el objeto más valioso de la vida humana (Klemens, 2010). La digitalización es una combinación de profundos cambios tecnoculturales donde conviven nuestra búsqueda de rescatar la memoria de la historia, los deseos de mostrarse ante los demás y la necesidad de las plataformas de crear más contenido para acrecentar sus ganancias comerciales. La nube cada vez más se conforma como un espacio múltiple: un repositorio de nuestros recuerdos e historias, un ámbito de expresión y comunicación, un mercado de intercambios y un reemplazo de diversas formas físicas de almacenamiento.
En su primera etapa, internet apareció como un proyecto humano de democratización del conocimiento y expansión multiforme de la comunicación. Fue una forma de triunfo fugaz del proyecto de la aldea global (McLuhan y Powers, 2005). Ese renacimiento cultural extendió un manto de asombro por el acceso (casi) gratuito a (casi) todo el conocimiento humano. Fue un tiempo de grandes promesas –entre ellas, las que inspiran parte de este libro–, desde la gratuidad eterna hasta la conquista colectiva del bien común. Wikipedia fue el símbolo de un espíritu revolucionario, según el cual todos creamos el conocimiento que utilizamos todos. Parecía el triunfo de un modo descentralizado de gobierno en el que nadie controlaba el poder ni podía apagar la máquina de internet.
Pero este sueño se transfiguró en menos de una década. Como todo proceso cultural, su evolución es incierta. La revolución digital derivó, en la etapa más reciente, hacia la conquista de la mirada: todos los que entran en el mercado digital, desde las pequeñas aplicaciones hasta las grandes plataformas, buscan captar la atención de los usuarios. Se trata de la misma lógica que gobernó la industria cultural desde su creación a escala masiva a fines del siglo XIX, solo que en este caso va acompañada por tecnologías que permiten invadir la vida en tiempo real.
Esta mutación está atravesada por la revolución de las plataformas, que pueden ser definidas como un nuevo modelo de negocios que usa la tecnología para conectar a las personas, las organizaciones y los recursos en un ecosistema interactivo que multiplica de forma exponencial sus contenidos e intercambios y actúa como intermediario entre clientes, proveedores, anunciantes, productores y distribuidores (Parker, Van Alstyne y Choudary, 2016). Gracias a su potencia y a su extensión, el universo de las plataformas está cambiando a gran velocidad la organización de la cultura y los modos de existencia de las personas.
Amrit Tiwana analiza el surgimiento de las plataformas digitales que lograron crear emporios mundiales en apenas cinco años. Para tomar dimensión del fenómeno, en la era de la industrialización se tardaba entre treinta y cuarenta años para lograr algo parecido. Las plataformas están basadas en la “regla de uno” (Tiwana, 2013) o “el ganador se lleva todo” (Lanier, 2014). Cuanto mayor es su caudal de participantes, más poder acumulan. A comienzos de 2018, el ecosistema de Apple contiene más de dos millones de aplicaciones creadas por individuos; YouTube tiene siete mil millones de videos subidos por todos nosotros; Google se alimenta de cuarenta mil búsquedas por segundo que le permiten refinar constantemente su capacidad para predecir nuestros deseos; la red social Facebook aloja a dos mil doscientos millones de personas; Amazon conforma un gran mercado global de transacciones físicas por vía digital, con ventas de casi seiscientos millones de productos por año; WeChat, la aplicación multifunción de origen chino, tiene mil millones de usuarios.
Estas plataformas abren un espacio envolvente de participación y una forma sugestiva de libertad. Las plataformas están abiertas: todos pueden subir contenidos, productos o aplicaciones. Es el reino de la nueva economía colaborativa (Sundararajan, 2017) caracterizada por los “prosumidores”, usuarios que producen y consumen servicios mayormente gratuitos. Las plataformas son invitaciones inmersivas porque hacen muy sencilla la participación de los usuarios, y se constituyen como nuevos hogares digitales donde las personas pasan buena parte de su tiempo. Algunas venden productos o servicios, otras los ofrecen gratis o mediante el pago de una suscripción barata; en la mayoría de los casos lo que venden está oculto dentro del sistema: el pago son los datos de las propias personas, que les permiten predecir sus comportamientos y perfeccionar la venta personalizada de productos.
El triunfo de las plataformas está fecundado por el crecimiento de los algoritmos. Como señala Srnicek (2017), las plataformas son “aparatos extractivos de datos”, que necesitan una gran cantidad de usuarios y mucho conocimiento sobre cada uno de ellos. Así logran su doble efecto de totalización e individualización: cuantos más usuarios, más conocimiento estadístico de las poblaciones; cuantos más datos de cada individuo, mejores posibilidades de predecir sus deseos. Este “efecto bola de nieve” de los algoritmos potencia la lógica de las plataformas. Su fuerza proviene de que son capaces de reconocer y predecir el recorrido de sus usuarios. Amazon, Google, Netflix, Spotify y Facebook son capaces de recolectar datos sobre las actividades diarias de las personas para clasificar sus gustos y preferencias y ofrecerles nuevos productos y servicios cada vez más ajustados a ese conocimiento. Mientras capturan la atención con su efecto envolvente, modifican los límites de la cultura tanto a escala global como personal (Beer, 2013).
Un algoritmo es una receta, una secuencia de instrucciones que derivan un cálculo en busca de un resultado (Finn, 2017). El almacenamiento de grandes cantidades de datos (big data) optimiza los resultados predictivos de los algoritmos. Los algoritmos conforman un ecosistema evolutivo dinámico, una secuencia de iteraciones crecientes que permite ampliar el conocimiento y las predicciones a medida que se incorporan nuevos usuarios. Los desarrollos más recientes del machine learning ya no se basan en grandes cantidades de datos, sino en la imitación de las ramificaciones neuronales de los humanos, por ejemplo, mediante deep learning, que implica el aprendizaje de representaciones provenientes de datos en capas sucesivas de creciente complejidad (Domingos, 2015).
Rifkin (2014) advierte que “en ninguna otra época de la historia tan pocas instituciones han tenido tanto poder sobre la vida de tantas personas”. Google es la mayor plataforma del mundo y la gran compuerta de entrada a la vida digital, el lugar donde se está creando la ontología cultural de internet. Gracias al poder de los algoritmos, Google ha pasado de ser un gran catalogador cultural a convertirse en un arquitecto de los deseos humanos (Finn, 2017). Sin embargo, su finalidad última no es otra que generar ingresos a través de los millones de anuncios diarios que pagan por un espacio privilegiado en la máquina que lee a la humanidad. Su eficiencia proviene de un conocimiento suave, profundo y constante de las personas: tiene que ser capaz de predecir con el mayor nivel de acierto qué producto estamos dispuestos a comprar y ofrecerlo a tiempo en forma publicitaria.
La era del algoritmo está dominada por la capacidad de transformar predicciones en determinaciones (Finn, 2017; Sadin, 2015). Los algoritmos evolucionan sobre la base de un flujo de datos que permite conocer conductas para modificarlas de manera indescifrable. Las plataformas gratuitas construyen un poderoso aparato para enmascarar sus objetivos. Como señala David Golumbia (2009), el diseño de los algoritmos está oculto detrás de un poder pragmático cuyas reglas son ampliamente desconocidas.
Las críticas al nuevo régimen de poder digital pueden rastrearse en los autores clásicos de la Escuela de Toronto, que anticipó la formulación de una teoría social en la cual la comunicación cumple un papel central en la forma de estructurar la cultura y la mente de los sujetos. Harold Innis (2008) decía en 1951 que el poder de la propaganda se extendía como un “continuo, sistemático patrón de destrucción de los elementos de permanencia esencial de la actividad cultural”.
Dado que las conductas, los deseos y los gustos de las personas pueden ser cada vez más predecibles y modificables sobre la base de reglas que desconocemos, debemos tomar conciencia de los códigos que definen el diseño de las grandes ciudades digitales en las cuales vivimos. Hemos entrado en un “régimen computacional”, cuyos mecanismos deben ser desmontados para no quedar atrapados en sus resultados predictivos como si fuesen un destino fijo (Hayles, 2012). Decodificar los algoritmos es una de las nuevas tareas que redefinen la libertad humana.
Cada algoritmo contiene un punto de vista sobre el mundo (Pariser, 2012). En definitiva, eso es un algoritmo: una teoría expresada en un código matemático sobre cómo debería funcionar alguna parte de nuestro mundo.
Los algoritmos de las plataformas se encargan de diseñar una proporción cada vez mayor de nuestra experiencia de vida. Conforman una gran ciudad digital que moldea y gestiona las emociones, las conductas y los modos de ver el mundo (Harris, 2016). Su objetivo central es captar nuestra atención, retenernos, no dejarnos escapar hacia otras plataformas. Vivimos la gran carrera de las plataformas para ocupar cada segundo de nuestras vidas. Reed Hastings, director ejecutivo de Netflix, el gigante audiovisual algorítmico, lo expresó de forma elocuente en una entrevista: “El sueño es nuestro mayor enemigo”.
Jaron Lanier utiliza el concepto de “servidores sirena” como alternativa para referirse a las plataformas. Los servidores sirena son “recursos de computación cuya potencia supera a la de todos los demás nodos de la red y que, en principio, parece asegurar a sus dueños el camino hacia un éxito garantizado e ilimitado” (La...

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