La evolución de la evolución
–En la Biblioteca estarán Oparin, Mayr y Gould esperándonos, deberíamos bajar –dijo Darwin.
Tomé el candelabro y nos fuimos de la sala de evolución humana. Enormes cabezas de animales embalsamados, dispuestos como si fueran trofeos de caza, constituían la anacrónica decoración del hall sur. Los ojos miraban amenazantes cuando la luz de las velas los iluminaba. Cuando atravesábamos la sala en silencio, creí ver una luz y una sombra escaleras abajo.
–Alguien se acerca –dije, buscando con la vista a Huxley.
Retrocedí unos pasos y miré a mis acompañantes, pero la escena no logró tranquilizarme. El resplandor de una luz llevó mi atención al frente. Era una luz brillante que se acercaba en forma lenta y constante. Retrocedí un paso más. Un instante después un tridente luminoso nos encandiló. Como suspendida en el aire, una enorme figura humana avanzaba hacia nosotros. El tridente, que resultó ser un candelabro de tres velas, volcó sobre la figura del hombre una luz intensa. Llevaba una larga barba blanca y una túnica también blanca, sujeta en la cintura. Parecía un personaje salido de una de esas biblias ilustradas que se regalan a los niños.
Darwin y el resto lo rodearon. Huxley permaneció a mi lado.
–Por casualidad, ¿no estarán hablando de Historia Natural sin haberme avisado? –resonó la voz grave del hombre.
–¿Quién es? –le pregunte con voz temblorosa a Huxley.
–… óteles –alcancé a oír.
–¿Quién? –insistí.
–Aristóteles –me dijo algo molesto–. Usted es un verdadero afortunado, Marcos.
Quedé pasmado. ¿Sería el gran filósofo griego? ¡Había muerto cuatro siglos antes de Cristo!
–¿Se puede saber su nombre, joven? –me preguntó.
Pasaron unos segundos que me parecieron siglos. Miré a Huxley sin saber qué hacer. Quería salir corriendo.
–Marcos, me llamo Marcos –dije, bajando la vista.
–¿Sabe usted, Marcos, cuán vieja es la idea de evolución? –El viejo de la túnica, viejo porque, si no se lo dije, era tan viejo como se puede serlo, hizo una pausa cargando la atmósfera de expectativa.
Junté valor para intentar una respuesta, pero no me dio tiempo. Comenzó a bajar las escaleras e hizo señas para que lo siguiéramos. Darwin y Leakey lo siguieron de cerca mientras Huxley y yo, más atrás, usábamos la luz de mi vela.
–Tiene más de dos mil años –dijo. Su voz resonaba en el hueco de la escalera. –Empédocles ya pensaba en un universo que se desarrollaba gradualmente. ¿Sabe usted quién fue Empédocles?
–¿El que se arrojó dentro de un volcán? –me apresuré a responder.
–El mismísimo.
–¿Y cómo pudieron tomarse en serio a semejante loco?
–Mire, arrojarse dentro de un volcán para buscar a los dioses puede parecer una locura, pero proponer que el universo cambia y se desarrolla es evidencia de una mente lúcida. –En ese momento Aristóteles llegó al pie de la escalera y levantó el candelabro de tres velas iluminando el último tramo. –En el mismo siglo, yo propuse la gran cadena del ser…
–Y con esa idea me las tuve que ver yo –intervino Darwin bajando pesadamente el último peldaño–, dos mil años después todavía nadie se atrevía a discutirla
–Recuerde –dijo Aristóteles acercándose a Darwin– que mis ideas fueron bendecidas varios siglos después por la Iglesia católica. Y esa Iglesia tuvo mucho peso en Europa, de la Edad Media en adelante.
–Bueno, pero… ¿qué es la gran cadena del ser? –pregunté.
–Es Marcos quien quiere saber. No me lo cuente a mí… –dijo Darwin.
–Sí, sí –dijo Aristóteles soltando una estruendosa carcajada. –Es que imagínese que, con mis largos dos mil años, veo en usted, mi querido Darwin, a un joven de apenas doscientos años. Un joven con semejante barba –dijo divertido.
Con la luz vacilante del candelabro en mi mano derecha trataba de iluminar lo mejor posible los pasos de Indiana Jones y Huxley, mientras dejaba vagar la mirada en el hueco de la escalera. Era la primera vez, luego de tantas visitas al museo, que observaba el diseño de la baranda de la escalera: moluscos forjados en grueso hierro negro salpicado con estrellas y conchas marinas se entrelazaban acompañando el descenso. Una cadena de organismos marinos, pensé.
En seguida me di cuenta de que Leakey y Huxley ya no estaban a mi lado. Bajé rápido los últimos escalones. Lejos, en el pasillo de los acuarios, distinguí las tres luces del candelabro de Aristóteles. Resignado, miré al pasar hacia la puerta de salida. Seguí mi camino para alcanzar al grupo, pero me detuve… no había visto a la araña de la puerta. Retrocedí un paso y volví a mirar. Entonces la vi, sostenida por un hilo brillante. Me alejé por el pasillo todo lo rápido que pude mientras la araña movía sus patas como si se riera de mí.
–Vea –dijo Aristóteles adelantándose a mi llegada. Estaba parado frente a un hermoso diorama tridimensional en el que se representa la vida en el fondo del océano. Su voz me tranquilizó un poco. –Si uno observa la naturaleza con ojo curioso, encontrará formas de vida de complejidad muy variada, desde sencillas hasta complejas. Sencillas como esas amebas que usted ve allí, de complejidad intermedia como esas esponjas, y también formas cuya organización parece muy compleja, como esos tiburones o los delfines de allí atrás. Yo pensaba que cada organismo ocupaba un lugar fijo en una larga cadena de seres, que se iniciaba con los más sencillos hasta los más complejos. El hombre, por supuesto, estaba en el extremo de esa cadena…
–Pero una cadena es algo rígido… –dije.
–Es muy adecuada su objeción. La rigidez de la cadena supone que las especies son inmutables. Sin embargo, durante mucho tiempo nadie me contradijo. Y si pensaban distinto, se lo callaban.
En ese momento un temblor sacudió el museo. Las maquetas del diorama vibraron a tal punto que pareció que toda la escena marina se desmoronaba. Los tiburones se balancearon de atrás hacia adelante. Embestían el vidrio cada vez con más fuerza como si quisieran escapar. Había un ruido infernal. Ahora, en lugar del plácido paisaje del fondo del mar estábamos frente a un maremoto.
–¿Qué está pasando? –grité.
–¡Debe de ser Burmeister otra vez! –dijo Huxley tratando de hacerse oír por sobre el ruido–. Burmeister cree que las especies son inmutables y no soporta que lo cuestionen.
A los empujones, Huxley me alejó de los tiburones que ya habían rajado el vidrio.
–Una cadena no permite la posibilidad de cambio, de evolución –continuó Aristóteles como si nada hubiese sucedido–. Los organismos ocupan un sitio fijo y no se mueven de allí. –Aristóteles se sustrajo de la conversación por un momento.
Miré hacia atrás temiendo lo peor, pero de pronto todo había vuelto a estar en la misma calma de siempre. Seguimos caminando hacia a la Biblioteca.
–En el siglo XVIII –intervino Huxley– un naturalista sueco llamado Linneo estableció un sistema de dos nombres, que debían ser escritos en latín, para designar a los organismos vivos.
–¿Recién en el siglo XVIII? –le pregunté.
–Sí, pasó muchísimo tiempo Marcos, muchísimo –dijo Aristóteles–. Dos mil años sin que una idea científica cambiara es casi impensable en el mundo moderno. Parte de ese período se conoce como “los años oscuros” y por eso se llamó renacimiento de la razón al movimiento intelectual que hacia el siglo XV comenzó a revolucionar la visión del mundo.
–Volviendo a Linneo –dijo Darwin–, este naturalista describió y nombró casi la totalidad de la flora y la fauna conocida en su tiempo –unas cuatro mil especies de plantas y otras tantas de animales–. Al hacerlo intentaba reflejar el plan de la creación divina.
Estábamos llegando al bar donde nos habíamos separado de Mayr y Gould. Me adelanté y me senté en una de las sillas. Estaba realmente cansado.
–¿Y por qué Linneo usó dos nombres, y encima en latín, para clasificar a las especies? –dije. Todos se sentaron pero Aristóteles comenzó a deambular por el bar, observando la decoración al tiempo que hablaba.
–Veo que han cambiado el decorado desde mi última visita –dijo Aristóteles mientras buscaba algo en el interior de su túnica–. Linneo era un catalogador compulsivo y no podía pensar en nada antes de haberlo clasificado. Por decirlo de algún modo, quería que todo tuviera nombre y apellido–. Vi que Aristóteles buscaba entre los pliegues de su túnica y sacaba un tomo polvoriento. Me habría sorprendido menos si hubiera sacado un conejo. Me hizo señas para que me acercara.
–Linneo –dijo– utilizó un sistema jerárquico para agrupar a las especies y eligió el latín porque antiguamente era el lenguaje universal de la ciencia.
–El sistema de Linneo todavía se utiliza –agregó Darwin–, se lo llama sistema binomial. La primera palabra se refiere al género, y la segunda a la especie. Por ejemplo, Homo es el nombre del género que agrupa a varias especies de hombres. En nuestro caso particular, el nombre completo de la especie es Homo sapiens. Los géneros muy relacionados entre sí se agrupan en una misma familia…
–Vea –dijo Aristóteles, y abrió el enorme libraco–. Aquí tiene la clasificación actual de la especie humana. –Un polvo fino me entro por la nariz y no tuve más remedio que estornudar.
–Las familias se agrupan en un mismo orden, los órdenes se agrupan en clases y así hasta llegar a los reinos –agregó Darwin.
REINO | ANIMAL |
FILUM | CORDADO |
SUBFILUM | VERTEBRADO |
CLASE | MAMÍFERO |
ORDEN | PRIMATE |
FAMILIA | HOMÍNIDO |
GÉNERO | Homo |
ESPECIE | Homo sapiens |
–En esta clasificación que usted me muestra, el hombre está incluido en el reino animal. ¿Era así en el sistema de Linneo? –pregunté.
–Sí, pero Linneo no se atrevió a clasificarlo como un primate, aunque realmente creía que lo era.
–¿Y por qué no se atrevió?
–Linneo era un hombre muy religioso, en un mundo muy religioso –dijo Darwin–. Se veía a sí mismo como alguien que revela la obra divina y no como un científico innovador. Todo eso lo haría dudar muchísimo, no sólo de su sistema, sino d...