Moneyland
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Moneyland

Por qué los ladrones y los tramposos controlan el mundo y cómo arrebatárselo

  1. 392 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Moneyland

Por qué los ladrones y los tramposos controlan el mundo y cómo arrebatárselo

Descripción del libro

Estos son los hombres que han robado al mundo enteroHace tiempo, si un funcionario robaba, podía comprarse un coche o construirse una casa nueva, pero eso era todo. Si continuaba robando, el dinero se acumulaba hasta que no quedaba espacio donde ocultarlo o se lo comían los ratones.Pero, entonces, a un reducido grupo de banqueros londinenses se le ocurrió una gran idea: los paraísos fiscales, lugares imaginarios donde el dinero podía moverse libremente. Esta innovación dio lugar a una ingente cantidad de riquezas ocultas que esquivan las leyes para proteger a sus poderosos dueños.Oliver Bullough, célebre periodista de investigación, nos acompaña en un viaje por Moneyland, un lugar secreto y sin ley, hogar de los superricos apátridas. Descubre cómo instituciones de Europa y Estados Unidos se han convertido en máquinas de blanqueo de capitales que han debilitado los cimientos de la estabilidad occidental. Identifica a los cleptócratas y conoce a los heroicos activistas que luchan por evitar que estos ladrones controlen el mundo entero."Si quieres saber por qué los sinvergüenzas de todo el mundo y sus respetables consejeros financieros caminan con la cabeza bien alta mientras el resto de los mortales pagan impuestos, este es el libro ideal para ti."John le Carré

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Información

Año
2019
ISBN del libro electrónico
9788417333744
Edición
1

MONEYLAND


Estos son los hombres que han robado al mundo entero


Hace tiempo, si un funcionario robaba, podía comprarse un coche o construirse una casa nueva, pero eso era todo. Si continuaba robando, el dinero se acumulaba hasta que no quedaba espacio donde ocultarlo o se lo comían los ratones.
Pero, entonces, a un reducido grupo de banqueros londinenses se le ocurrió una gran idea: los paraísos fiscales, lugares imaginarios donde el dinero podía moverse libremente. Esta innovación dio lugar a una ingente cantidad de riquezas ocultas que esquivan las leyes para proteger a sus poderosos dueños.
Oliver Bullough, célebre periodista de investigación, nos acompaña en un viaje por Moneyland, un lugar secreto y sin ley, hogar de los superricos apátridas. Descubre cómo instituciones de Europa y Estados Unidos se han convertido en máquinas de blanqueo de capitales que han debilitado los cimientos de la estabilidad occidental. Identifica a los cleptócratas y conoce a los heroicos activistas que luchan por evitar que estos ladrones controlen el mundo entero.

«Si quieres saber por qué los sinvergüenzas de todo el mundo y sus respetables consejeros financieros caminan con la cabeza bien alta mientras el resto de los mortales pagan impuestos, este es el libro ideal para ti.»
John le Carré

Libro del año según The Times, The Daily Mail y The Economist
Libro del mes en las librerías Waterstones

1. La cueva de Aladino


Cuando los franceses se rebelaron en julio de 1789, capturaron la prisión de la Bastilla, el símbolo de la brutalidad de sus gobernantes. Cuando los ucranianos se rebelaron en 2014, ocuparon el palacio presidencial, Mezhyhirya, que simbolizaba la codicia de sus dirigentes. Los inmensos terrenos del palacio incluían jardines acuáticos, un campo de golf, un templo de estilo griego, un caballo de mármol pintado con un paisaje de la Toscana, una colección de avestruces, un coto de caza con jabalíes salvajes y una cabaña de madera de cinco pisos donde el antiguo presidente del país, Víktor Yanukóvich, daba rienda suelta a su mal gusto y a su tendencia a lo vulgar y estrafalario.
Todo el mundo sabía que Víktor Yanukóvich era un hombre corrupto, pero no habían visto el alcance de su riqueza hasta entonces. En una época en que el nivel de vida de los ucranianos de a pie llevaba años estancado, el presidente había acumulado una fortuna de cientos de millones de dólares, como lo había hecho su círculo de amigos. Tenía más dinero del que necesitaría jamás y no disponía de suficientes salas donde guardar sus tesoros.
Todos los jefes de Estado tienen palacios, pero normalmente estos pertenecen al Gobierno, y no al individuo. En los casos excepcionales en que los palacios son de propiedad privada, como por ejemplo el de Donald Trump, suelen haberlos adquirido antes de ocupar su puesto político. Sin embargo, Yanukóvich había construido su palacio mientras percibía un salario público, y por eso, los manifestantes se agolparon para ver su enorme cabaña de madera. Se quedaron maravillados al contemplar el edificio principal, las fuentes, las cascadas, las estatuas y los exóticos faisanes. Era un templo al mal gusto, una catedral del kitsch, el epítome del exceso. Los habitantes de la localidad alquilaban bicicletas a los visitantes. Era un lugar tan grande que no había otra forma de verlo todo sin agotarse, y a los rebeldes les llevó días explorar todos sus rincones. Los garajes eran como la cueva de Aladino, estaban llenos de objetos dorados, algunos de ellos valiosísimos. Los rebeldes llamaron a los conservadores del Museo Nacional de Arte de Kiev para que se lo llevaran todo antes de que sufriera daños, y preservarlo para la nación y exhibirlo al público.
Había montañas de velas pintadas de oro, paredes enteras con retratos del presidente. Encontraron estatuas de dioses griegos y una intrincada pagoda oriental esculpida en el colmillo de un elefante. Había iconos, docenas de ellos, rifles y espadas antiguos, y también hachas. Hallaron un certificado que declaraba que Yanukóvich era «el cazador del año» y documentos que confirmaban que habían bautizado una estrella en su honor y otra en honor a su esposa. Algunos de los objetos se exhibían junto a las tarjetas de los funcionarios o empresarios que habían hecho los regalos al presidente. Eran un tributo al gobernante: pagos anticipados para asegurarse de que conservaban el favor de Yanukóvich, lo que permitiría que siguieran participando en los tinglados que los hacían ricos.
Ucrania es tal vez el único país de la faz de la Tierra que, después de haber sido saqueado por un matón borracho de codicia, exhibió los frutos del execrable mal gusto de este y de sus amigos en una exposición completa de arte conceptual; objets trouvés que simplemente se habían encontrado en el garaje del presidente. Ninguna de las personas que hacía cola frente a mí para entrar en el museo parecía saber si debía sentirse orgullosa o avergonzada por ese hecho.
Dentro del museo había un volumen antiguo, expuesto en una vitrina, con un cartel que indicaba que había sido un regalo del Ministerio de Hacienda. Era una copia del Apostol, el primer libro impreso en Ucrania y del cual apenas existen unas cien copias. ¿Por qué el Ministerio de Hacienda lo había considerado un regalo apropiado para el presidente? ¿Cómo podía permitírselo? ¿Por qué el ministro de Hacienda le regalaba algo así al presidente? ¿Quién había pagado dicho obsequio? Nadie lo sabía.
Entre una pila de cerámica de mal gusto había un exquisito jarrón de Picasso, de origen desconocido. Entre los iconos modernos había al menos uno del siglo xiv, con la perspectiva plana que ha inspirado la devoción ortodoxa durante un milenio. Encima de mesas de exposición, junto a un retrato de Yanukóvich hecho con ámbar y otro realizado con semillas de las cosechas de cereales de Ucrania, había paisajes de la Rusia del xix valorados en millones de dólares. En un armario se exponía un martillo de acero y una hoz que el Partido Comunista Ucraniano había regalado tiempo atrás a Josef Stalin. ¿Cómo habían terminado en el garaje de Yanukóvich? ¿Tal vez el presidente no tenía ningún otro sitio donde guardarlos?
La marea de gente me llevaba de sala en sala; una estaba llena de pinturas de mujeres al aire libre, la mayoría desnudas, rodeadas de hombres vestidos de pies a cabeza. Hacia el final, ya no me quedaba energía para fijarme en la piel de cocodrilo colgada en la pared, o asombrarme al contemplar los armarios que exhibían once rifles, cuatro espadas, doce pistolas y una lanza. Normalmente, lo primero que me falla en un museo son los pies. Esta vez, fue el cerebro.
No obstante, el público seguía acudiendo al museo y la cola de entrada llenó la carretera durante días. La gente que esperaba parecía alegre y avanzaba con lentitud para desaparecer tras la fachada del museo. Cuando salían después de la visita, se los veía agobiados. Junto a la última puerta, había un libro para dejar comentarios. Alguien había escrito: «¿Cuánto puede necesitar un solo hombre? Horror. Siento náuseas».
Y esto solo era el comienzo. Esos días posrevolucionarios fueron una jungla sin ley en el mejor de los sentidos; nadie uniformado te paraba para preguntarte qué hacías curioseando, y aproveché la situación para invadir el mayor número posible de escondrijos de la antigua élite. Un viaje me llevó a Sukholuchya, en el corazón de un bosque en las afueras de Kiev. El sol se ponía y dibujaba espejismos en el asfalto, mientras la carretera se hundía en los árboles. Anton, mi compañero conductor, que antes de unirse a la revolución tenía su propia empresa de informática, aparcó el coche frente a una verja, se bajó y rebuscó entre los matorrales de la carretera, y me mostró lo que había encontrado. «La llave del paraíso», dijo con una media sonrisa. Abrió la verja, se puso de nuevo al volante y entró en la propiedad.
A la derecha teníamos la reluciente superficie de la reserva de Kiev, donde las aguas que procedían de la presa del río Dniéper se arremolinaban alrededor de una isla moteada por lechos de juncos. Llegamos a una calzada estrecha elevada sobre un lago cerca de una pequeña cabaña con un muelle. Los patos nadaban alrededor de casitas de madera en pequeñas islas flotantes. Finalmente, Anton se detuvo tras girar por una rotonda frente a una mansión de madera de dos pisos. Ahí acudía Yanukóvich con sus viejos amigos y sus nuevas novias cuando quería relajarse.
Anton fue a la cabaña con su hija durante las primeras horas tras la fuga del presidente de la capital en febrero de 2014. Condujo por la inmaculada carretera hasta la verja, y allí les dijo a los policías que era un miembro de la revolución. Le dieron la llave y los dejaron pasar. Continuó hasta la mansión y se quedó maravillado al verla y al contemplar el terreno, repleto de árboles enormes. Había una capilla y un pabellón de verano abierto que acogía una barbacoa. El terreno se inclinaba suavemente hasta un muelle para los yates. El personal salió para preguntar a Anton qué hacía en el coto de caza del presidente. Les dijo que la revolución había llegado y que, ahora, la propiedad pertenecía al pueblo.
Anton me abrió la puerta y entró primero. No había cambiado nada: la larga mesa del comedor con sus dieciocho sillas forradas estaban en el mismo sitio donde las había encontrado, igual que la camilla para masajes de mármol con calefacción integrada. Las paredes estaban cubiertas de desnudos subimpresionistas de baja calidad, el tipo de cuadros que Pierre-Auguste Renoir habría pintado si se hubiera dedicado al porno soft. El suelo era de madera pulida, tropical; las paredes estaban hechas de una madera más suave, con un acabado deliberadamente rústico, amarillas como las semillas de sésamo. No había ningún libro.
Anton caminó de estancia en estancia y me mostró el karaoke, encendió el jacuzzi y me enseñó las salas de reunión. Por extraño que parezca, lo que más me impactó fueron los baños. Había nueve televisores en la casa, y dos de ellos estaban frente a los retretes, a la altura del que estuviera sentado. Era un toque personal muy íntimo: al presidente Yanukóvich le gustaba ver la televisión y, al mismo tiempo, tenía que pasar mucho rato en el baño. Mientras los ciudadanos de Ucrania morían jóvenes y trabajaban duro para ganarse el pan, las carreteras del país se estropeaban y los funcionarios robaban, el presidente se había asegurado de que sus problemas digestivos no le impidieran disfrutar de sus programas de televisión favoritos. Para mí, esos dos televisores se convirtieron en el símbolo de todo lo que había fallado, y no solo en Ucrania, sino en todos los países de la antigua Unión Soviética en los que había trabajado.
La Unión Soviética colapsó cuando yo tenía trece años, y sentía envidia de cualquiera lo bastante mayor como para haber vivido ese momento de primera mano. En verano de 1991, cuando la facción dura de Moscú fracasó en su intento de restaurar las viejas costumbres soviéticas en su país, yo estaba de vacaciones con mi familia en las Highlands escocesas. Allí pasé días tratando de convencer a la radio para que se abriera paso entre las montañas y me dijera qué pasaba. Para cuando terminaron nuestras vacaciones, el golpe había fracasado y amanecía un nuevo mundo. El historiador Francis Fukuyama, que hasta entonces se había mostrado imparcial, declaró que era el fin de la historia. El mundo entero sería libre. Los buenos habían ganado.
Yo ansiaba ver lo que sucedía en Europa del Este, y leí cientos de libros escritos por todos los que la habían visitado antes que yo. Durante mi etapa en la universidad, pasé cada largo verano recorriendo los países antiguamente prohibidos del viejo Pacto de Varsovia, disfrutando de la reunificación europea. Cuando me gradué, la mayoría de mis compañeros ya tenían un trabajo, pero no era mi caso. En lugar de eso, me mudé a San Petersburgo, la segunda ciudad más importante de Rusia, en septiembre de 1999, animado y embriagado por las posibilidades de la transformación democrática y del surgimiento de una nueva sociedad. Era un momento tan maravilloso que no me di cuenta de que ya me lo había perdido, si es que había existido. Tres semanas antes de que mi avión aterrizara en el aeropuerto de Púlkovo, un exespía anónimo llamado Vladímir Putin se había convertido en primer ministro. En lugar de escribir acerca de la libertad y la amistad, durante la siguiente década no dejé de informar acerca de guerras y abusos, viví el acoso del poder y sufrí todas las paranoias relacionadas con el trabajo de un periodista. La historia no había llegado a su fin; en todo caso, se había acelerado.
Hacia 2014, cuando contemplaba los retretes del presidente ucraniano, ya había escrito dos libros acerca de la antigua URSS. El primero, fruto de la tristeza de la que había sido testigo en Chechenia, describía a los pueblos del Cáucaso y sus repetidos fracasos ante el reto de lograr la libertad que ansiaban. El segundo estaba dedicado a los propios rusos y a cómo el alcoholismo y la desesperación minaban su existencia como nación. La pregunta subyacente en ambos libros, aunque ahora me doy cuenta de que no la respondía allí, era: ¿qué había fallado? ¿Por qué los sueños de 1991 no se habían hecho realidad? Y esa pregunta se me manifestó con toda su fuerza en el baño adyacente a la habitación de la lujosa residencia de caza del jefe de Estado ucraniano exiliado. ¿Por qué todas esas naciones no habían alcanzado la libertad y la prosperidad, sino que habían caído en manos de políticos más preocupados por su propia comodidad defecatoria antes que por el bienestar de las naciones que gobernaban?
Porque Ucrania no era un ejemplo aislado. Un concesionario de la marca Bentley a casi un kilómetro del Kremlin vendía coches valorados en cientos de miles de dólares y los medios de comunicación rusos alardeaban de que era el punto de venta más ajetreado de la marca de lujo en todo el mundo. A unas horas de viaje, cuando ya estábamos en la era del iPhone, conocí a un hombre que me ofreció su pequeña propiedad a cambio de mi Nokia. En Azerbaiyán, el presidente Ilham Aliyev encargó a Zaha Hadid, posiblemente la arquitecta más glamurosa del mundo en ese momento, que diseñara un espectacular museo sinuoso en honor a su difunto padre (y su predecesor en la presidencia) en una localización privilegiada en el centro de la capital, Bakú. Miles de ciudadanos de su país vivían en centros de refugiados provisionales desde que habían perdido sus hogares en una guerra contra Armenia dos décadas atrás. En Kirguistán, el presidente construyó una yurta de tres pisos (las yurtas son una especie de tienda y, como todas las tiendas, suelen tener un solo piso), donde podía vivir como uno de los antiguos señores nómadas dueños de rebaños de caballos, como antaño, mientras que los habitantes de su propia capital aún tenían que ir a buscar el agua a las fuentes públicas.
En Ucrania, Yanukóvich y su círculo de amigos gestionaban un Estado a la sombra que operaba en paralelo al aparato gubernamental. En lugar de dirigir el país, se dedicaban a robar. Allí donde se tenían que pagar impuestos, ellos aceptaban sobornos para ayudar a la gente a no pagarlos. Si había que otorgar permisos, ellos los concedían a sus amigos. Cuando los negocios florecían, mandaban a la policía a pedir dinero a cambio de protección. Los funcionarios se pluriempleaban para servir al Estado a la sombra y descuidaban sus deberes reales para prestar más atención a los otros quehaceres, mucho más lucrativos. Ucrania tenía 18 500 fiscales que operaban como soldados de un padrino de la mafia. Si decidían presentar cargos contra ti, el juez hacía lo que ellos pedían. Con todo el sistema legal pervertido, las oportunidades para ganar dinero de aquellos que tenían conexiones solo se veían limitadas por su imaginación.
Por ejemplo: el Gobierno compró medicamentos en el mercado abierto para un sistema de salud que tenía el deber constitucional de ofrecer asistencia gratuita a todo el que la necesitara. Técnicamente, cualquier empresa que cumpliera con los estándares exigidos podía participar. Pero lo cierto es que los funcionarios hallaron múltiples maneras de excluir a todos aquellos que no estuvieran dispuestos a pagar un soborno. Descalificaban a las empresas que redactaban un texto en una tipografía equivocada, si la firma al pie del documento era demasiado grande o demasiado pequeña, o utilizaban cualquier excusa que se les ocurriera. Las empresas excluidas podían apelar, pero eso las obligaba a llevar la cuestión a los tribunales, que era otra pieza más del sistema corrupto, y eso los hundiría todavía más en el barro de los sobornos, así que ni siquiera se molestaban en participar en los negocios. Al fin y al cabo, si provocaban un escándalo, lo más probable era que una de las docenas de empresas estatales las acosara perpetuamente con inspecciones sorpresa para verificar que cumplían con el reglamento antiincendios, la normativa en materia de higiene, y así hasta el infinito. En consecuencia, el mercado de los medicamentos estaba dominado por los amigos de los burócratas mediante siniestras empresas pantalla, con sede en el extranjero, que pactaban entre sí y con infiltrados para mantener los precios artificialmente elevados. El sector cumplía al pie de la letra con la legislación ucraniana, y aun así, generaba enormes beneficios para los empresarios y los funcionarios que participaban en el tinglado.
El Ministerio de Sanidad terminó pagando el doble de lo necesario por los medicamentos antirretrovirales, que son los fármacos necesarios para controlar el VIH e impedir que se desarrolle y se convierta en SIDA, y eso a pesar de que Ucrania sufría la epidemia de VIH más grave de toda Europa. Cuando las agencias internacionales se hicieron cargo de las compras de medicamentos tras la revolución, redujeron los costes de los fármacos para el cáncer casi en un 40 por ciento, sin que ello afectara a su calidad. Antes, esa diferencia se la embolsaban los funcionarios.
Y eso solo era el principio. El Gobierno compraba a alguien todo lo que utilizaba, así que cada adquisición suponía una oportunidad para los que tenían conexiones de hacerse ricos. El fraude del Estado en el sistema de provisión de materiales puede haber costado al Gobierno unos 15 000 millones de dólares al año. En 2015, dos niños ucranianos enfermaron de polio y quedaron paralíticos, a pesar de que se trata de una enfermedad supuestamente erradicada en Europa. Un programa de vacunas deficiente, minado por un puñado de políticos corruptos y cínicos, fue el responsable. De nuevo, ¿qué había ido mal?
Puede parecer que esta pregunta solo vale para Ucrania o para los vecinos de la antigua Unión Soviética. Pero lo cierto es que tiene un significado mucho más amplio. El tipo de corrupción a escala industrial que enriqueció a Yanukóvich y minó su país ha generado furia y agitación en un enorme arco que va desde las Filipinas, en el este, hasta Perú, en el oeste, y ha afectado a muchos otros países entre medio. En Túnez, la codicia de los funcionarios alcanzó tal magnitud que un vendedor ambulante se prendió fuego, y ese incidente fue el catalizador de la Primavera Árabe. En Malasia, un grupo de inversores jóvenes y con buenos contactos saquearon un fondo financiero y se gastaron el dinero en drogas, sexo y estrellas de Hollywood. En Guinea Ecuatorial, el hijo del presidente percibía un salario oficial de 4000 dólares al mes, pero, sin embargo, se compró una mansión de 35 millones de dólares en Malibú. Por todo el mundo, la gente con conexiones ha robado dinero público, lo ha mandado al extranjero y ha utilizado esos fondos para gozar de un estilo de vida opulento mientras sus países se derrumban a sus espaldas.


Al salir de la cabaña del coto de caza, mientras reflexionaba sobre los lavabos y los televisores que había visto y las desagradables visiones que acudían a mi mente, le pregunté a Anton cómo era posible que sus conciudadanos ucranianos hubieran permitido que el presidente se escabullera. ¿Realmente no eran conscientes de lo que sucedía? «No sabíamos los detalles de lo que pasaba, por supuesto que no —replicó con una sombra de frustración—. La tierra que pisamos ahora mismo ni siquiera es Ucrania, está en Inglaterra. Míralo».
Tenía razón. Si querías averiguar quién era el dueño de la antigua reserva natural de más de treinta mil hectáreas, tal vez porque te preguntabas cómo se habían privatizado esos terrenos públicos, había que consultar el registro de la propiedad. Y en ese registro, habrías descubierto que el dueño oficial era una empresa ucraniana llamada Dom Lesnika. Para saber quién era el propietario de Dom Lesnika, había que consultar otra base de datos, en la que constaba el nombre de una empresa británica, y otro registro habría revelado que era propiedad de una fundación anónima en Liechtenstein. Para un observador externo, podría parecer otra inocente operación de inversión extranjera, el tipo de cosa que a los gobiernos les gusta fomentar. Si hubieras persistido y hubieras acudido a Sukholuchya en persona para comprobarlo, los policías que custodiaban la entrada del bosque te lo habrían impedido. Quizá eso habría despertado tus sospechas, pero aun así no habría pruebas de que se estuviera cometiendo un delito. El robo estaba bien disimulado.
Por suerte para los investigadores, Yanukóvitch guardaba registros de todo lo que tenía entre manos. Su palacio se encontraba en una colina boscosa que se inclinaba hacia el río Dniéper. En la orilla situada bajo la edificación, había un muelle para yates y un bar con la forma de un galeón pirata. Con las prisas al marcharse de allí, los ayudantes del presidente habían arrojado doscientas carpetas llenas de documentos financieros confidenciales al agua del muelle, con la esperanza de que se hundieran. Pero no lo hicieron. Los revolucionarios sacaron los papeles del agua y los secaron en una sauna. Los documentos proporcionaron información sobre la maquinaria financiera que había permitido a Yanukóvitch arrasar con las riquezas del país.
El coto de caza del presidente no era lo único que estaba en manos de una empres...

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