La filosofía como sábado
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La filosofía como sábado

  1. 184 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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La filosofía como sábado

Descripción del libro

La búsqueda de la verdad es el inicio de un movimiento de elevación, de distancia, de libertad, de paz. La filosofía, su práctica existencial, es justamente esa forma de la acción y del amor (del amor a todas las cosas por su sentido verdadero). La erudición, la lógica o los métodos son los apoyos ulteriores de este acontecimiento espiritual, el cual, como todos los acontecimientos, no tiene su origen simplemente en el hombre, pero exige de este una tensión máxima, un punto máximo de la inquietud de su corazón. Los ensayos que se contienen en este libro ilustran momentos de filosofía. Su finalidad es la de animar a sus lectores a penetrar con valentía en ciertos textos y ciertos autores de nuestra riquísima tradición espiritual, sin dejarse intimidar por obstáculos fingidos (terminología complicada, abstracción extraordinaria, necesidad de una erudición enorme para entender algo, etc.). Para ello se recurre a una exposición apoyada lo más posible en los clásicos preferidos del autor, entre los que se encuentran Platón, Rosenzweig, Lévinas o Michel Henry.

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Información

Editorial
PPC Editorial
Año
2016
ISBN de la versión impresa
9788428829892
ISBN del libro electrónico
9788428830164
Categoría
Filosofía
1

FILOSOFÍA

Filosofía: esta palabra evoca inmediatamente perfección. Es, desde luego, una evocación personal, que siento yo, que sé que muchas personas no comparten en absoluto. Ellas parece, en bastantes casos, que unen el nombre de la filosofía solo con las distinciones sin interés, la pedantería, el afán de discutir –que suele encubrir el mero deseo de obtener victorias espurias, pero que duelan especialmente a los derrotados en ellas–; en suma, una manera de aburrirse pretenciosa que por fortuna ha quedado limitada a cosa más bien del pasado. Para otras personas aún, «filosofía» suena a coartada: a reemplazo de la vida y sus compromisos morales, políticos y caritativos, por la pérdida de tiempo, la torre de marfil, el engreimiento de quienes pretenden hablar desde arriba a quienes sí trabajan de veras aquí abajo. Para estos, la filosofía es un turbio asunto inmoral, cercano a la manipulación de las conciencias y más cercano todavía a la pereza, lo cobarde, la exquisitez ridícula de los que no hacen nada más que aparentar que enseñan, porque ellos lo han leído todo y, en consecuencia –¡bonita consecuencia típicamente filosófica!–, lo han vivido todo.
Posiblemente, el mejor concepto popular en que se tiene ahora a la filosofía sea pensar de ella que, como le da la vuelta a todas las cosas, bien hecha y bien escrita ha de ser sumamente divertida, como lo es siempre el hombre de veras culto. Ya no es popular el viejo tópico de que el filósofo es, además, la persona imperturbable ante las desgracias y las buenas fortunas.
Es natural que haya que usar todas las palabras que importan, sobrellevando el peso de las ambigüedades entre las que se mueven en la sociedad. Quizá sea imposible que las realidades valiosas se den en un terreno que no esté al mismo tiempo lleno de sus corrupciones. No solo es cierto que la degeneración de lo óptimo da lo pésimo; también debe de serlo que nada es óptimo si no sufre pésimas corrupciones. Así ha sucedido con la filosofía: que los «filósofos» han ganado para ella esta fama dudosa.
Pero, una vez que tomamos conciencia de esta situación más bien amarga alrededor de la filosofía, ¿qué perfección es la que esta sola palabra evoca todavía en mí, quizá en muchos?
Me gustaría responder que, sencillamente, la perfección misma, pero en la medida en que es algo no divino, sino al alcance de nuestra existencia. Ahora bien, sería razonable que se me pidiera concretar esta respuesta. Platón y Sócrates sabían que el bien perfecto es aquello que solo consta de bien puro, de nada más que de bien; pero también sabían que lo perfecto está ante nosotros, en su sencillez, como un rostro cubierto por muchos velos: lo adivinamos desde que se nos presenta, desde siempre; pero no lo reconocemos suficientemente más que cuando nos hemos deshecho de gran cantidad de esas sutiles capas de disfraz. Como desde el principio lo deseamos, algunas quitaremos; ¡qué pena si nos damos por satisfechos enseguida! ¡Qué pena si nos damos alguna vez por satisfechos!
El primer aspecto de la perfección con la que va vinculada la filosofía es la responsabilidad.
Decir «responsabilidad perfecta» es expresar una cierta contradicción, sin embargo; lo que debemos decir, más bien, es «responsabilidad absoluta». Precisamente porque la responsabilidad es nada más que el primer aspecto de la perfección a la que me refiero, pero solo eso: necesita complemento. Una responsabilidad perfecta es algo semejante a una culpabilidad perfecta... O, en otras palabras: el que conoce la diferencia entre lo bueno y lo malo es que es malo, bastante malo (aunque también quizá, solo quizá, sea al mismo tiempo un poco bueno o bastante bueno).
Filosofía es, ante todo, responsabilidad absoluta. Yo, capaz de responder a apelaciones y cuestiones, en la filosofía me habría de convertir en quien responde radicalmente, de todo, siempre. Yo que hablo e interpelo a otros, en la filosofía empiezo por ser aquel a quien todos pueden hablar y que debe procurar responder a todos. Sin los demás y sin el lenguaje, o sea, sin las situaciones de diálogo, no se concibe plenamente la filosofía. Mejor dicho, no se concibe en absoluto la filosofía. Y no estoy afirmando que solo las lenguas de los hombres hablen; quizá hablan las cosas también, las circunstancias, los acontecimientos, Dios.
Paso rápidamente a más aspectos de la perfección propia de la filosofía, propia de nuestra existencia.
El segundo es la verdad; pero también aquí ocurre que la expresión «verdad perfecta» no se entiende del todo ni bien, porque cualquier verdad depende de otras y engendra otras, y notamos desde el principio –también desde el principio– que la totalidad de la verdad, la verdad perfecta, es demasiado: es algo que queda, justamente, para Dios –o para nadie–. Incluso la expresión «verdad absoluta» resulta más problemática que «responsabilidad absoluta». Es clarísimo que alguna verdad la conocemos absolutamente; por ejemplo: «Yo tengo problemas». Pero una cosa es que estemos del todo ciertos de que es verdad esto que digo y otra que todo lo que se contiene en estas palabras se nos esté ofreciendo transparentemente y entero. Sé divinamente que tengo problemas, pero no sé divinamente qué problemas tengo: se trata de una lista que únicamente sé empezar, que puedo prolongar, pero que no logro cerrar.
Responsabilidad absoluta por la verdad. Ya esta frase sí señala algo perfecto, aunque conviene añadirle algún matiz aún. Describe un ideal, pero no solo una utopía, sino el objeto de un deseo maravilloso que, además, ya está actuando, siquiera un poco, en nosotros. Por lo menos en la medida en que nos hemos abstenido de otras faenas para escribir esta página y para leerla, ya esta distancia de otras ocupaciones, ya este ocio o escuela (así se dice, respectivamente, en latín y en griego), es posible porque abrigamos, casi sin darnos cuenta, ese maravilloso deseo. Ya estamos siendo parcialmente responsabilidad absoluta por la verdad, porque ya estamos siendo de hecho alguna responsabilidad por alguna verdad, y esto solo cabe acompañado por el adverbio absolutamente. Ser poco responsable es no serlo nada.
La verdad nos gusta y estamos seguros de que no siempre vivimos de ella. Por eso, cuando nos proponemos nosotros o vemos que alguien, ante nosotros, se propone investigar alguna verdad importante, examinar si de veras es una verdad, aun sintiendo algún escalofrío de temor, nos vemos atraídos, no quedamos al margen e indiferentes. Sería terrible que esa presunta verdad revelara al final no serlo, y sabemos de antemano que, en los procesos de crítica, suele ocurrir esta clase de revelación. No nos hacemos aún cargo, seguramente, de las fuertes consecuencias que tendría la caída de esa «verdad» en el descrédito; pero es que nos es imposible vivir de lo falso a sabiendas de su falsedad. Incluso cuando parte de nuestra vida se monta sobre algo falso, queda siendo verdad otra cosa por la que hacemos este sacrificio –mejor dicho, casi siempre, esta maldad, esta estupidez–. El mentiroso y el perverso aspiran, sin duda, a que su postura en la vida sea de alguna manera más auténtica, más ventajosa, más verdadera incluso, que las posturas de los demás. Si se odia la verdad es, como sabía san Agustín, bajo las especies de un amor disparatado y malo a ella. Se le rinde homenaje incluso cuando se la pisotea. El que se cierra a oír la verdad es porque real y verdaderamente cree que necesita seguir viviendo de otra verdad: no soporta que se ataque aquello sin lo cual –sin cuya verdad– no entiende cómo podrá continuar adelante. Y soportará en el futuro lo que por el momento lo angustia, si es que va aprendiendo a reemplazar las partes más endebles de su antigua «verdad» por otras piezas más sólidas, poco a poco, sin ahogarse en medio de la operación.
La vida está siempre apoyada en un número inmenso de (presuntas) verdades, a muchas de las cuales no queremos mirar de hito en hito, por si acaso. Responsabilizarse absolutamente por la verdad suena en principio a una peligrosa extravagancia, que ha contribuido a los ecos negativos de la misma palabra «filosofía»; porque una persona que tiene gran parte de su vida ya hecha –como decimos con una expresión demasiado poco reflexionada– tendría, si obedece al imperativo de la filosofía, que desprenderse egoístamente de sus vínculos con muchas cosas y mucha gente para poder empezar a examinar de arriba abajo las verdades de las que vive.
¡Habría que ser egoísta para intentar empezar a ser de veras responsable! Es muy cómodo eso de romper de repente con todo, pasar a preocuparse tan solo de uno mismo y recomenzar la vida; seguramente que la motivación profunda de esta salida chocante no es otra que el cansancio que producen las responsabilidades reales que se han contraído ya. Alguien que hace un instante se preocupaba más por los demás que por él mismo los abandona para mirarse el propio ombligo, los acusa masivamente de estupidez y pereza, y pasa a una vida de juego que él llama libre, donde por fin parece que le está permitido todo lo que la seriedad de sus pasados compromisos le vedaba. Regresa a la adolescencia, porque no puede más con la carga de la madurez; y siempre usa para esto el prestigio de algún gurú, de algún presunto sabio (solitario, desde luego, y desprendido él también, a modo de ejemplo, de todo vínculo).
Sería inútil repetir que lo mejor tiene que abrirse paso entre las tergiversaciones ridículas y malvadas de lo que representa. Es así; será siempre así; fue desde el principio así. Y acabo de recordar que el egoísmo y la falsedad no pueden estar cómodos más que viéndose a sí mismos a la luz de sus contrarios. Se disfrazan de estos no solo para presentarse en sociedad, sino, fundamentalmente, para mirarse en el espejo.
Claro que una persona que apenas ha empezado a vivir, como carece de lazos definitivos y se ha decidido a muy poco, tiene paso libre a la tarea de la responsabilidad absoluta; pero esta constatación no es en el fondo más que otra de las formidables ironías de Sócrates. Esa persona que podría idealmente vivir una vida filosófica quizá apenas ha vivido nada y no es capaz, por tanto, todavía de vida alguna, ni filosófica ni antifilosófica. La realidad es la opuesta: la responsabilidad radical, absoluta, por la verdad es en serio un imperativo importantísimo, urgentísimo, inevitable, precisamente para quienes están embarcados en las empresas de la vida con toda la intensidad y la seriedad posibles. Solo ellos entienden perfectamente que no deben continuar adelante sin cuidarse con cuidado esmerado, infinito, ojalá que perfecto, de no hacer daño a aquellos con los que tienen trabadas relaciones graves e incluso definitivas.
Al principio, el hombre joven cuida de sí y apenas tiene a nadie a quien cuidar; luego el hombre, en la mitad del camino de la vida, cuidará la verdad tanto más cuantas más sean las personas a las que ha de cuidar por haberse vinculado con ellas. El deber de vigilar por la propia vida en la medida en que se apoya esta sobre la verdad crece hasta lo absoluto solo cuando se trata del prójimo más que de mí mismo aislado. Yo tengo bastante con gozar de la vida; el otro no tiene bastante con que yo goce de la vida. Si el otro importa decisivamente, solo si el otro importa decisivamente, entonces tampoco tendré yo bastante con gozar de la vida. El otro ser humano es aquello único que no puedo tomarme (o sea, que no debo tomarme) como uno entre los objetos de mi gozo, una cosa más que usar para disfrutar de mi vida de único sobre la tierra. Pero dejar de estar radicalmente solo, reconocer la importancia infinita de otra persona, empezar a admitir que los otros importan más que yo mismo, no es la situación de partida de nuestra vida; más bien se diría que es algo que no aparece en el horizonte de mucha gente jamás, por más años que vivan. Justamente, estas verdades, que son las únicas que pueden motivar el deseo de la responsabilidad absoluta por la verdad, o sea, el deseo de la filosofía, ocupan el lugar de honor en la filosofía misma y son las que antes piden reflexión, atención y vigilia. Son las evidencias sin las cuales ninguna evidencia filosófica es posible, aunque pueda parecer que en las primeras evidencias filosóficas no se las toma explícitamente en cuenta.
Quizá la filosofía no empieza hablando de los demás, no empieza con ningún capítulo de antropología metafísica, sino con tesis y cuestiones que tienen un aire impersonal y general casi terrible; pero esta filosofía primera está ya ignorando de alguna manera –que jamás se puede permitir ser ingenua, estúpida o malvada– las raíces mismas de la vida filosófica: que se manifieste el deber de la responsabilidad absoluta por la verdad. Un deber sin vínculos con nadie, sin obligaciones con alguien más inocente que yo (visto en mi perspectiva), no es posible vivirlo como tal deber. La filosofía empieza no en la curiosidad ni el asombro, sino en la vergüenza, como ha escrito Lévinas, y quizá más aún en la angustia por el mal, en alguna forma de la desesperación adobada de esperanza, como ha escrito Kierkegaard. Empieza en la vergüenza por descubrirse más o menos irresponsable, un peligro en potencia para los demás, o sea, un peligro que ya alguna vez ha sido un daño real para alguien y ahora puede seguir siéndolo para cualquier otro próximo. Empieza en la esperanzada desesperación de tener que luchar contra el mal siendo ya uno mismo su cómplice: yo, este ser humano que perjudica lo que le rodea y no sabe bien cuándo lo hace y cuándo no lo hace, pero está seguro de haberlo hecho ya alguna vez, quisiera, pese a todo, revolver el sentido oscuro de la vida, repetir, aunque parezca imposible, la vida nociva ya recorrida, para salvarla de sí misma; y sobre todo desea una justicia que apenas puede atrever a desear, si comete la necesaria imprudencia de mirar cómo ha vivido hasta ahora y, prácticamente, desde siempre.
Salvar, limpiar, sanar los vínculos de la vida madura con los demás, con las cosas en torno, con ella misma y con Dios supone un distanciamiento de estos vínculos, pero es exactamente lo contrario de romperlos egoístamente. Me separo para cuidarlos. Si el gesto inicial sabe a otros a alejamiento, debo esperar a que enseguida, muy pronto, comprendan que significa todo lo contrario. El amor a ciegas no es tanto amor como el amor lúcido. La falta de palabras no es necesariamente (no es casi nunca) más verdad real que poder hablar sobre lo que nos une. Por supuesto que la distancia y la palabra admiten malas interpretaciones y son el vehículo de malas artes y el comienzo de la traición; pero no se puede estar a cada instante repitiendo que solo aquello que vale absolutamente la pena está en el mayor de los peligros de ambigüedad y tergiversación y degeneración. Démoslo por sabido de una vez por todas. En realidad, siempre lo sabe todo el mundo, aunque disimule…
De modo que la filosofía, la responsabilidad absoluta por la verdad, se convierte en salvación y sanación: distancia para cuidar; palabra examinada y examinadora, que consuela cuando cur...

Índice

  1. Portadilla
  2. Dedicatoria
  3. Pórtico
  4. 1. Filosofía
  5. 2. La muerte, el amor y otros aprendizajes
  6. 3. Una carta sobre las últimas realidades
  7. 4. Contra la barbarie. Un estudio entusiasta de la obra del joven Lévinas
  8. 5. De la eternidad. Ensayo entusiasta sobre El simposio platónico
  9. 6. In ontologos
  10. 7. Alabanza de Michel Henry
  11. Contenido
  12. Créditos
  13. Notas