La democracia en América
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La democracia en América

La influencia de las ideas y sentimientos democráticos

Alexis de Tocqueville

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La democracia en América

La influencia de las ideas y sentimientos democráticos

Alexis de Tocqueville

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Enviado a Estados Unidos por el gobierno francés con el fin de estudiar su sistema penitenciario, el autor profundizó en su sistema político y en su organización social, que luego recogió en esta obra. En ella analiza los puntos fuertes y débiles del sistema. Este breve texto recoge la última parte, síntesis de su pensamiento y de tantos pronósticos que luego se han cumplido.

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Información

Año
2019
ISBN
9788432150845
V
CÓMO CRECE ENTRE LAS NACIONES EUROPEAS DE NUESTROS DÍAS EL PODER SOBERANO, AUNQUE LOS SOBERANOS SEAN MENOS ESTABLES
Si reflexionamos por un instante en lo precedente, nos sorprenderá y atemorizará ver cómo, en Europa, todo parece conspirar para que se acrecienten indefinidamente las prerrogativas del poder central, de modo que la existencia individual se torne cada día más débil, más subordinada y más precaria.
Las naciones democráticas de Europa manifiestan en todos los casos las mismas tendencias generales y permanentes que llevan a los americanos a centralizar los poderes, y además están sometidas a una multitud de causas secundarias y accidentales que los americanos ni siquiera conocen. Se diría que cada paso que aquellas dan hacia la igualdad las aproxima al despotismo.
Basta con echar un vistazo en derredor nuestra y a nosotros mismos para convencernos de ello.
Durante los siglos aristocráticos que precedieron al nuestro, los soberanos de Europa se habían visto privados o se habían desprendido de muchos de los derechos inherentes a su poder. No hace ni cien años que en la mayoría de las naciones europeas uno se encontraba a particulares o cuerpos casi independientes que administraban la justicia, hacían levas y se ocupaban de los soldados, recaudaban impuestos y a menudo hacían o aplicaban la ley. En todas partes el Estado ha asumido con exclusividad estas atribuciones naturales del poder soberano; en todo lo que tiene que ver con el gobierno, ya no tolera que existan intermediarios entre él y los ciudadanos, a los que dirige por sí solo en cuanto a las cuestiones generales. Nada más lejos de mi intención que condenar esta concentración de poderes; me limito a ponerla de manifiesto.
En aquella época existía en Europa un gran número de poderes secundarios que representaban intereses locales y administraban sus asuntos. La mayoría de estas autoridades locales ya han desaparecido: todas tienden a desaparecer o a volverse dependientes. A lo largo y ancho de Europa los privilegios de los señores, las libertades de las ciudades y las administraciones provinciales han sido destruidas o están a punto de serlo.
Europa ha padecido, medio siglo después, muchas revoluciones y contrarrevoluciones que la han agitado en sentidos opuestos. Pero todos estos movimientos se parecen en un aspecto: todos han sacudido o destrozado los poderes secundarios. Los privilegios locales que la nación francesa no había abolido en los países que había conquistado han acabado sucumbiendo merced a los esfuerzos de los príncipes que posteriormente resultaron vencedores. Estos príncipes han rechazado todas las novedades que la revolución había creado en sus países, excepto la centralización: es la única cosa que han consentido en conservar.
Lo que quiero recalcar es que todos estos derechos diversos que han sido arrancados uno detrás del otro en nuestro tiempo a ciertas clases, corporaciones y hombres, no han servido para elevar sobre una base más democrática nuevos poderes secundarios; por el contrario, todos ellos se han concentrado en las manos del soberano. Por todas partes, y cada vez más, el Estado termina dirigiendo él mismo hasta al último de los ciudadanos, conduciéndolos a todos en exclusiva hasta en el más mínimo de sus asuntos[2].
Casi todos los establecimientos de caridad de la vieja Europa estaban en manos de particulares o corporaciones: todos han pasado a ser dependientes, en mayor o menor medida, del soberano, y, en muchos países, él mismo es quien las controla. Es el Estado el que casi en exclusiva se encarga de dar pan a quienes tienen hambre, aportando socorro o refugio a los que están enfermos, un trabajo a los que están ociosos: se ha convertido en reparador casi único de todas las miserias.
La educación, de igual modo que la caridad, se ha convertido, en la mayoría de los pueblos de nuestros días, en un asunto nacional. El Estado recibe y a menudo arranca al infante de los brazos de su madre para confiárselo a sus agentes; es él quien se encarga de inspirar a cada generación los sentimientos, y de proporcionarle las ideas. La uniformidad reina en los estudios como en el resto de cosas; la diversidad desaparece al mismo ritmo al que lo hace la libertad.
Me atrevo igualmente a decir que, en casi todas las naciones cristianas de nuestros días, tanto en las católicas como en las protestantes, pende sobre la religión la amenaza de caer en manos del gobierno. No es que los soberanos pretendan extender su celo hasta la fijación del propio dogma; es que se adueñan cada día más de la voluntad de quienes lo explican: despojan al clero de sus propiedades, le asignan un salario, tergiversan y usan en beneficio propio la influencia que el sacerdote posee; lo convierten en uno de sus funcionarios y con frecuencia en uno de sus servidores, y penetran con él hasta el más recóndito rincón del alma de cada persona[3].
Pero esa no es más que una de las patas de la mesa.
No es solo que el poder del soberano se haya expandido, como acabamos de ver, en la esfera de los antiguos poderes; lo anterior ya no es suficiente, no le satisface, de modo que desborda tales límites por todas partes y se propaga por dominios que estaban reservados hasta hoy a la independencia individual. Una multitud de actos que en tiempos pretéritos escapaban por completo al control de la sociedad le están sometidos en nuestros días, y el número de estos crece sin cesar.
Entre los pueblos aristocráticos, el poder social se limitaba por lo común a dirigir y supervisar a los ciudadanos en todo aquello que tenía una relación directa y visible con el interés nacional; los abandonaba con mucho gusto a su libre albedrío en todo lo demás. En tales pueblos, el gobierno parecía olvidarse a menudo de que hay un punto en el que las miserias de los individuos comprometen el bienestar social, y que impedir la ruina de uno de estos individuos puede llegar en ocasiones a convertirse en asunto público.
Las naciones democráticas de nuestro tiempo se escoran hacia un exceso de signo opuesto.
Es evidente que la mayoría de nuestros príncipes no solamente quieren dirigir al pueblo en su totalidad; se diría que se consideran responsables de los actos y el destino individual de sus súbditos, que están empeñados en conducir e ilustrar a cada uno de ellos en los diferentes actos de su vida, y, de ser necesario, a hacer que sean felices incluso a pesar de ellos mismos.
Por su parte, los particulares contemplan cada vez más el poder social desde la misma perspectiva; ante cualquiera de sus necesidades lo llaman en su auxilio, volviendo la vista a él en todo momento como si de un preceptor o un guía se tratase.
Afirmo que no existe en Europa un país en el que la administración pública no haya devenido no solo más centralizada, sino también más inquisitiva y puntillosa. Por todos lados penetra más al fondo que antaño en los asuntos privados, regulando a su manera los actos, actos cada vez más mínimos; se coloca todos los días delante, al lado, alrededor y detrás de cada individuo, para asistirlo, aconsejarlo o constreñirlo.
En tiempos pasados el soberano vivía de los beneficios de sus tierras o del producto de los impuestos. No ocurre lo mismo en nuestros días, en los que sus necesidades han crecido a la par que su poder. En las mismas circunstancias en las que antes un príncipe establecía un nuevo impuesto, se recurre ahora a un empréstito. Así se convierte poco a poco al Estado en deudor de la mayoría de los ricos, y aquel centraliza en sus manos los mayores capitales.
A los pequeños los atrae de un modo distinto.
A medida que los individuos se mezclan y las condiciones se igualan, el pobre tiene mayores recursos, conocimientos y deseos. Concibe la idea de mejorar su suerte, y trata de conseguirlo a través del ahorro. El ahorro hace surgir, cada día, un número infinito de pequeños capitales, frutos lentos y sucesivos del trabajo que crecen sin descanso. Pero la gran mayoría de ellos resultarán improductivos si permanecen dispersos. Esto ha dado lugar al nacimiento de una institución filantrópica que pronto se convertirá, si no me equivoco, en una de nuestras grandes instituciones políticas. Ciertas personas caritativas han concebido la idea de recolectar los ahorros de los pobres para sacarles rendimiento. En algunos países estas asociaciones bienhechoras han permanecido completamente desligadas del Estado; no obstante, en casi todos tienden visiblemente a confundirse con este, e incluso en algunos de ellos el Estado ha reemplazado directamente a tales asociaciones, emprendiendo la inmensa tarea de centralizar en un solo lugar y hacer valer por sus solas manos el ahorro diario de varios millones de trabajadores.
De modo que el Estado se hace con el dinero de los ricos a través de los empréstitos y dispone a su aire del de los pobres a través de las cajas de ahorro. Las riquezas del país no paran de fluir a sus manos; se acumulan en ellas tanto más cuanto más igualitarias devienen las condiciones, puesto que en una nación democrática solo el Estado inspira confianza a los particulares, porque solo él les parece poseer algo de fuerza y perdurabilidad[4].
A resultas de ello, el soberano no se limita a dirigir la fortuna pública; se inmiscuye también en las fortunas privadas, convirtiéndose en el jefe de cada ciudadano y a menudo en su amo, y, más aún, pasa a ser su administrador y su cajero.
Ya no se trata de que el poder central cope la esfera de los antiguos poderes, extendiéndolos y sobrepasándolos; es que se mueve en ese terreno con más agilidad, fuerza e independencia que nunca.
En nuestros tiempos todos los gobiernos de Europa han perfeccionado prodigiosamente la ciencia de la administración; hacen más cosas, y hacen cada cosa con más orden, más rápidamente y con menos costes; es como si se enriqueciesen sin cesar los conocimientos que han tomado de los particulares. Cada día, los príncipes de Europa atan a sus delegados con una cuerda más corta, inventando nuevos métodos para dirigirlos más de cerca y poder supervisarlos con menos dificultad. Ya no les basta conducir todos los asuntos a través de sus agentes; pretenden dirigir las propias actuaciones de esos agentes sea cual sea el tema, de manera que la administración pública no depende solamente del propio poder, sino que además queda confinado cada vez más en un mismo sitio, concentrándose en unas pocas manos. El gobierno centraliza su acción al tiempo que acrecienta sus prerrogativas; un doble motivo para su poderío.
Cuando se examina la constitución que antiguamente detentaba el poder judicial en la mayoría de naciones europeas, hay dos cosas que nos asombran: la independencia de ese poder y la extensión de sus atribuciones.
No es solo que las cortes de justicia decidiesen prácticamente todas las querellas entre los particulares; es que, en una gran cantidad de casos, hacían de árbitros entre cada individuo y el Estado.
No quiero hablar aquí de las atribuciones políticas y administrativas que los tribunales habían usurpado en algunos países, sino de las atribuciones judiciales que poseían en todos. En todos los pueblos de Europa había y hay todavía muchos derechos individuales, la mayoría de ellos vinculados al derecho general a la propiedad, derechos que estaban sometidos a la salvaguarda del juez, de manera que el Estado no podía violarlos sin permiso de este.
Era ese poder semi-político el que distinguía principalmente los tribunales de Europa de los otros; porque todos los pueblos han tenido jueces, pero no todos han otorgado a los jueces los mismos privilegios.
Si examinamos ahora lo que ocurre en las naciones democráticas de Europa que llamamos libres, y lo que ocurre en el resto, vem...

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