
- 280 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
La arqueología del saber
Descripción del libro
En sus obras anteriores, Foucault no había definido lo que para él significa "arqueología". Se dio cuenta de que era indispensable definirla por tratarse de una palabra peligrosa, que parece evocar las ruinas que el paso del tiempo va dejando y que permanecen fijas en su mutismo. Quiere hacer aparecer en su especificidad, el nivel de las "cosas dichas": su condición de aparición, las formas de su cúmulo y de su encadenamiento, las reglas de su transformación, las discontinuidades que las escanden.
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Dissertations philosophiquesIII. LA DESCRIPCIÓN ARQUEOLÓGICA
1. Arqueología e historia de las ideas
Se puede ahora invertir la dirección de la marcha; se puede descender de nuevo aguas abajo, y, una vez recorrido el dominio de las formaciones discursivas y de los enunciados, una vez esbozada su teoría general, caminar hacia los dominios posibles de aplicación. Ver un poco en qué emplear este análisis que, por un juego quizá muy solemne, he bautizado con el nombre de “arqueología”. Es preciso, por otra parte: porque, para ser franco, las cosas por el momento no dejan de ser asaz inquietantes. Partí de un problema relativamente sencillo: la escansión del discurso según grandes unidades que no eran las de las obras, de los autores, de los libros o de los temas. Y he aquí que, con el solo fin de establecerlas, he puesto sobre el telar toda una serie de nociones (formaciones discursivas, positividad, archivo), he definido un dominio (los enunciados, el campo enunciativo, las prácticas discursivas), he tratado de hacer surgir la especificidad de un método que no fuese ni formalizador ni interpretativo; en suma, he apelado a todo un aparato, cuyo peso y, sin duda, cuya maquinaria extraña son engorrosos. Por dos o tres razones: existen ya bastantes métodos capaces de describir y de analizar el lenguaje, para que no sea presuntuoso querer añadir otro. Además desconfiaba de las unidades de discurso como el “libro” o la “obra”, porque tenía la sospecha de que no eran tan inmediatas y evidentes como lo parecían: ¿es sensato oponerles unas unidades que se establecen a costa de tal esfuerzo, después de tantas pruebas, y según unos principios tan oscuros, que se han necesitado centenares de páginas para elucidarlos? Y lo que todos esos instrumentos acaban por delimitar, esos famosos “discursos” cuya identidad fijan, ¿son exactamente los mismos que esas figuras (llamadas “psiquiatría” o “economía política”, o “historia natural”) de las que partí empíricamente, y que me han servido de pretexto para poner a punto ese extraño arsenal? Me es necesario ahora, de toda necesidad, medir la eficacia descriptiva de las nociones que he intentado definir. Me es preciso saber si la máquina marcha, y lo que puede producir. ¿Qué puede, pues, ofrecer esa “arqueología” que otras descripciones no fuesen capaces de dar? ¿Cuál es la recompensa de tan ardua empresa?
E inmediatamente me asalta una primera sospecha. He hecho como si descubriese un dominio nuevo, y como si, para hacer su inventario, necesitara unas medidas y unos puntos de partida inéditos. Pero, ¿no me he alojado, de hecho, muy exactamente en ese espacio que se conoce bien, y desde hace mucho tiempo, con el nombre de “historia de las ideas”? ¿No ha sido a él al que implícitamente me he referido, incluso cuando por dos o tres veces he tratado de tomar mis distancias? Si yo hubiese querido no apartar de él los ojos, ¿acaso no habría encontrado en él, y ya preparado, ya analizado, todo lo que buscaba? En el fondo no soy quizá más que un historiador de las ideas. Pero, según se quiera, vergonzante o presuntuoso. Un historiador de las ideas que ha querido renovar de arriba abajo su disciplina; que ha deseado sin duda darle ese rigor que tantas otras descripciones, bastante vecinas, han adquirido recientemente; pero que, incapaz de modificar en realidad esa vieja forma de análisis, incapaz de hacerle franquear el umbral de la cientificidad (bien sea que tal metamorfosis resulte ser para siempre imposible, o que no haya tenido la fuerza de llevar a cabo él mismo esa transformación), declara, con falacia, que siempre ha hecho y querido hacer otra cosa. Toda esa nebulosidad nueva para ocultar que se ha permanecido en el mismo paisaje, sujeto a un viejo suelo desgastado hasta la miseria. No tendré derecho a sentirme tranquilo mientras no me haya liberado de la “historia de las ideas”, mientras no haya mostrado en lo que se distingue el análisis arqueológico de sus descripciones.
No es fácil caracterizar una disciplina como la historia de las ideas: objeto incierto, fronteras mal dibujadas, métodos tomados de acá y de allá, marcha sin rectitud ni fijeza. Parece, sin embargo, que se le pueden reconocer dos papeles. De una parte, cuenta la historia de los anexos y de los márgenes. No la historia de las ciencias, sino la de esos conocimientos imperfectos, mal fundamentados, que jamás han podido alcanzar, a lo largo de una vida obstinada, la forma de la cientificidad (historia de la alquimia más que de la química, de los espíritus animales o de la frenología más que de la fisiología, historia de los temas atomísticos y no de la física). Historia de esas filosofías de sombra que asedian las literaturas, el arte, las ciencias, el derecho, la moral y hasta la vida cotidiana de los hombres; historia de esos tematismos seculares que no han cristalizado jamás en un sistema riguroso e individual, sino que han formado la filosofía espontánea de quienes no filosofaban. Historia no de la literatura, sino de ese rumor lateral, de esa escritura cotidiana y tan pronto borrada que no adquiere jamás el estatuto de la obra o al punto lo pierde: análisis de las subliteraturas, de los almanaques, de las revistas y de los periódicos, de los éxitos fugitivos, de los autores inconfesables. Definida así —pero se ve inmediatamente cuán difícil es fijarle límites precisos—, la historia de las ideas se dirige a todo ese insidioso pensamiento, a todo ese juego de representaciones que corren anónimamente entre los hombres; en el intersticio de los grandes monumentos discursivos, deja ver el suelo deleznable sobre el que reposan. Es la disciplina de los lenguajes flotantes, de las obras informes, de los temas no ligados. Análisis de las opiniones más que del saber, de los errores más que de la verdad, no de las formas de pensamiento sino de los tipos de mentalidad.
Pero, por otra parte, la historia de las ideas se atribuye la tarea de atravesar las disciplinas existentes, de tratarlas y de reinterpretarlas. Entonces constituye, más que un dominio marginal, un estilo de análisis, un sistema de perspectiva. Toma a su cargo el campo histórico de las ciencias, de las literaturas y de las filosofías; pero en él describe los conocimientos que han servido de fondo empírico y no reflexivo a formalizaciones ulteriores. Trata de encontrar la experiencia inmediata que el discurso transcribe; sigue la génesis de lo que, a partir de las representaciones recibidas o adquiridas, dará nacimiento a unos sistemas y a unas obras. Muestra, en cambio, cómo poco a poco se descomponen esas grandes figuras así constituidas: cómo los temas se desenlazan, prosiguen su vida aislada, caducan o se recomponen de acuerdo con un nuevo patrón. La historia de las ideas es entonces la disciplina de los comienzos y de los fines, la descripción de las continuidades oscuras y de los retornos, la reconstitución de los desarrollos en la forma lineal de la historia. Pero también, y con ello, puede incluso describir, de un dominio al otro, todo el juego de los cambios y de los intermediarios; muestra cómo el saber científico se difunde, da lugar a conceptos filosóficos, y toma forma eventualmente en obras literarias; muestra cómo unos problemas, unas nociones, unos temas pueden emigrar del campo filosófico en el que fueron formulados hacia unos discursos científicos o políticos; pone en relación obras con instituciones, hábitos o comportamientos sociales, técnicas, necesidades y prácticas mudas; trata de hacer revivir las formas más elaboradas de discurso en el paisaje concreto, en el medio de crecimiento y de desarrollo que las ha visto nacer. Se convierte entonces en la disciplina de las interferencias, en la descripción de los círculos concéntricos que rodean a las obras, las subrayan, las ligan unas con otras y las insertan en todo cuanto no son ellas.
Se ve bien cómo esos dos papeles de la historia de las ideas se articulan uno sobre otro. En su forma más general, puede decirse que la historia de las ideas describe sin cesar —y en todas las direcciones en que se efectúa— el paso de la no-filosofía a la filosofía, de la no-cientificidad a la ciencia, de la no-literatura a la obra misma. Es el análisis de los nacimientos sordos, de las correspondencias lejanas, de las permanencias que se obstinan por debajo de los cambios aparentes, de las lentas formaciones que se aprovechan de las mil complicidades ciegas, de esas figuras globales que se anudan poco a poco y de pronto se condensan en la fina punta de la obra. Génesis, continuidad, totalización: éstos son los grandes temas de la historia de las ideas, y aquello por medio de lo cual se liga a cierta forma, ahora tradicional, de análisis histórico. Es natural, en esas condiciones, que toda persona que se hace todavía de la historia, de sus métodos, de sus exigencias y de sus posibilidades esa idea ya un poco marchita no pueda concebir que se abandone una disciplina como la historia de las ideas, o más bien considera que toda otra forma de análisis de los discursos es una traición de la historia misma. Ahora bien, la descripción arqueológica es precisamente abandono de la historia de las ideas, rechazo sistemático de sus postulados y de sus procedimientos, tentativa para hacer una historia distinta de lo que los hombres han dicho. El hecho de que algunos no reconozcan en tal empresa la historia de su infancia, que añoren ésta y que invoquen, en una época que no está ya hecha para ella, esa gran sombra de otro tiempo, demuestra sin lugar a dudas lo extremado de su fidelidad. Pero este celo conservador me confirma en mi propósito y me da la seguridad de lo que yo he querido hacer.
Entre análisis arqueológico e historia de las ideas, son numerosos los puntos de desacuerdo. Trataré de establecer cuatro diferencias que me parecen capitales: a propósito de la asignación de novedad; a propósito del análisis de las contradicciones; a propósito de las descripciones comparativas; a propósito, finalmente, de la localización de las transformaciones. Espero que podrán captarse sobre estos diferentes puntos las particularidades del análisis arqueológico, y que se podrá eventualmente medir su capacidad descriptiva. Baste por el momento marcar algunos principios.
1. La arqueología pretende definir no los pensamientos, las representaciones, las imágenes, los temas, las obsesiones que se ocultan o se manifiestan en los discursos, sino esos mismos discursos, esos discursos en tanto que prácticas que obedecen a unas reglas. No trata el discurso como documento, como signo de otra cosa, como elemento que debería ser transparente pero cuya opacidad importuna hay que atravesar con frecuencia para llegar, en fin, allí donde se mantiene en reserva, a la profundidad de lo esencial; se dirige al discurso en su volumen propio, a título de monumento. No es una disciplina interpretativa: no busca “otro, discurso” más escondido. Se niega a ser “alegórica”.
2. La arqueología no trata de volver a encontrar la transición continua e insensible que une, en suave declive, los discursos con aquello que los precede, los rodea o los sigue. No acecha el momento en el que, a partir de lo que no eran todavía, se han convertido en lo que son; ni tampoco el momento en que, des-enlazando la solidez de su figura, van a perder poco a poco su identidad. Su problema es, por el contrario, definir los discursos en su especificidad; mostrar en qué el juego de las reglas que ponen en obra es irreductible a cualquier otro; seguirlos a lo largo de sus aristas exteriores y para subrayarlos mejor. La arqueología no va, por una progresión lenta, del campo confuso de la opinión a la singularidad del sistema o a la estabilidad definitiva de la ciencia; no es una “doxología”, sino un análisis diferencial de las modalidades de discurso.
3. La arqueología no se halla ordenada a la figura soberana de la obra: no trata de captar el momento en que ésta se ha desprendido del horizonte anónimo. No quiere encontrar el punto enigmático en que lo individual y lo social se invierten el uno en el otro. No es ni psicología, ni sociología, ni más generalmente antropología de la creación. La obra no es para ella un recorte pertinente, aunque se tratara de volverla a colocar en su contexto global o en la red de las causalidades que la sostienen. Define unos tipos y unas reglas de prácticas discursivas que atraviesan unas obras individuales, que a veces las gobiernan por entero y las dominan sin que se les escape nada; pero que a veces también sólo rigen una parte. La instancia del sujeto creador, en tanto que razón de ser de una obra y principio de su unidad le es ajena.
4. En fin, la arqueología no trata de restituir lo que ha podido ser pensado, querido, encarado, experimentado, deseado por los hombres en el instante mismo en que proferían el discurso; no se propone recoger ese núcleo fugitivo en el que el autor y la obra intercambian su identidad; en el que el pensamiento se mantiene aún lo más cerca de sí, en la forma no alterada todavía de éste, y donde el lenguaje no se ha desplegado todavía en la dispersión espacial y sucesiva del discurso. En otros términos, no intenta repetir lo que ha sido dicho incorporándosele en su misma identidad. No pretende eclipsarse ella misma en la modestia ambigua de una lectura que dejase tornar, en su pureza, la luz lejana, precaria, casi desvanecida del origen. No es nada más y ninguna otra cosa que una reescritura, es decir, en la forma mantenida de la exterioridad, una transformación pautada de lo que ha sido y ha escrito. No es la vuelta al secreto mismo del origen, es la descripción sistemática de un discurso-objeto.
2. Lo original y lo regular
En general, la historia de las ideas trata el campo de los discursos como un dominio con dos valores; todo elemento que en él se descubre puede ser caracterizado como antiguo o nuevo, inédito o repetido, tradicional u original, conforme a un tipo medio o desviado. Se pueden, pues, distinguir dos categorías de formulaciones: aquellas, valorizadas y relativamente poco numerosas, que aparecen por primera vez, que no tienen antecedentes semejantes a ellas, que van eventualmente a servir de modelos a las otras, y que en esa medida merecen pasar por creaciones; y aquellas, triviales, cotidianas, masivas, que no son responsables de ellas mismas y que derivan, a veces para repetirlo textualmente, de lo que ha sido ya dicho. A cada uno de estos dos grupos da la historia de las ideas un estatuto, y no los somete al mismo análisis: al describir el primero, cuenta la historia de las invenciones, de los cambios, de las metamorfosis, muestra cómo la verdad se ha desprendido del error, cómo la conciencia se ha despertado de sus sueños sucesivos, cómo, una tras otra, unas formas nuevas se han alzado para depararnos el paisaje que es ahora el nuestro. Al historiador corresponde descubrir a partir de esos puntos aislados, de esas rupturas sucesivas, la línea continua de una evolución. El otro grupo, por el contrario, manifiesta la historia como inercia y pesantez, como lenta acumulación del pasado y sedimentación silenciosa de las cosas dichas. Los enunciados deben ser tratados en él en masa y según lo que tienen de común; su singularidad de acontecimiento puede ser neutralizada; pierden algo de su importancia, así como de la identidad de su autor, el momento y el lugar de su aparición; en cambio, es su extensión la que debe ser medida: hasta dónde y hasta cuándo se repiten, por qué canales se difunden, en qué grupos circulan, qué horizonte general dibujan para el pensamiento de los hombres, qué límites le imponen, y cómo, al caracterizar una época, permiten distinguirla de las otras: se describe entonces una serie de figuras globales. En el primer caso, la historia de las ideas describe una sucesión de acontecimientos de pensamiento; en el segundo se tienen capas ininterrumpidas de efectos; en el primero, se reconstituye la emergencia de las verdades o de las formas; en el segundo, se restablecen las solidaridades olvidadas, y se remiten los discursos a su relatividad.
Es cierto que entre estas dos instancias, la historia de las ideas no cesa de determinar relaciones; jamás se encuentra en ella uno de los dos análisis en estado puro: describe los conflictos entre lo antiguo y lo nuevo, la resistencia de lo adquirido, la represión que ejerce sobre lo que jamás había sido dicho, los recubrimientos con que lo enmascara, el olvido al que a veces logra destinarlo; pero describe también los indicios auxiliares que oscuramente y desde lejos facilitan los discursos futuros; describen la repercusión de los descubrimientos, la velocidad y la amplitud de su difusión, los lentos procesos de remplazo o las bruscas sacudidas que trastornan el lenguaje familiar; describe la integración de lo nuevo en el campo ya estructurado de lo adquirido, la caída progresiva de lo original en lo tradicional, o además las reapariciones de lo ya dicho y la puesta de nuevo al día de lo originario. Pero este entrecruzamiento no le impide mantener siempre un análisis bipolar de lo antiguo y de lo nuevo. Análisis que vuelve a poner en juego en el elemento empírico de la historia, y en cada uno de esos momentos, la problemática del origen: en cada obra, en cada libro, en el menor texto, el problema que se plantea entonces es el de encontrar el punto de ruptura, el de establecer, con la mayor precisión, posible, lo que corresponde al espesor implícito de lo ya-ahí, a la fidelidad quizás in-voluntaria a la opinión vigente, a la ley de las fatalidades discursivas y a la vivacidad de la creación: el salto en la irreductible diferencia. Esta descripción de las originalidades, aunque parezca natural, plantea dos problemas metodológicos muy difíciles: el de la semejanza y el de la precesión. Supone, en efecto, que se puede establecer una especie de gran serie única en la que cada formulación se fecharía de acuerdo con hitos cronológicos homogéneos. Pero considerándolo con un poco más de atención, ¿es de la misma manera y sobre la misma línea temporal como Grimm, con su ley de mutaciones vocálicas, precede a Bopp (que lo ha citado, que lo ha utilizado, que le ha dado aplicaciones y le ha impuesto arreglos), y que Coeurdoux y Anquetil-Duperron (al comprobar analogías entre el griego y el sánscrito) se adelantaron a la definición de las lengua indoeuropeas y precedieron a los fundadores de la gramática comparada? ¿Es en la misma serie y según el mismo modo de anterioridad, como Saussure se encuentra “precedido” por Pierce y su semiótica, por Arnauld y Lancelot con el análisis clásico del signo, y por los estoicos y la teoría del significante? La precesión no es un dato irreductible y primero; no puede desempeñar el papel de medida absoluta que permitiría calibrar todo discurso y distinguir lo original de lo repetitivo. La localización de los antecedentes no basta, por sí sola, para determinar un orden discursivo; se subordina, por el contrario, al discurso que se analiza, al plano que se escoge, a la escala que se establece. Disponiendo el discurso a lo largo de un calendario y atribuyendo una fecha a cada uno de sus elementos, no se obtiene la jerarquía definitiva de las precesiones y de las originalidades; aquélla nunca es más que relativa a los sistemas de los discursos que se dispone a valorizar. En cuanto a la semejanza entre dos o varias formulaciones que se siguen, plantea a su vez toda una serie de problemas. ¿En qué sentido y según qué criterios se puede afirmar: “esto ha sido dicho ya”, “se encuentra ya la misma cosa en tal texto”, “esta proposición es ya muy próxima de aquélla”, etc.? En el orden del discurso, ¿qué es la identidad, parcial o total? El hecho de que dos enunciaciones sean exactamente idénticas, compuestas por las mismas palabras utilizadas en el mismo sentido no autoriza, sabido es, a identificarlas absolutamente. Aun en el caso de que se encontrara en Diderot y Lamarck, o en Benoît de Maillet y Darwin, la misma formulación del principio evolutivo, no se puede considerar que se trata en los unos y en los otros de un mismo y único acontecimiento discursivo, que hubiera sido sometido a través del tiempo a una serie de repeticiones. Exhaustiva, la identidad no es un criterio; con mayor razón cuando es parcial, cuando las palabras no están utilizadas cada vez en el mismo sentido, o cuando un mismo núcleo significativo se aprehende a través de palabras diferentes: ¿en qué medida se puede afirmar que es el mismo tema organicista el que se trasluce en los discursos y los vocabulari...
Índice
- INTRODUCCIÓN
- I. LAS REGULARIDADES DISCURSIVAS
- II. EL ENUNCIADO Y EL ARCHIVO
- III. LA DESCRIPCIÓN ARQUEOLÓGICA
- CONCLUSIÓN