1
—No sólo me divorcié por su indolencia, o por su costumbre de comprar novelas que luego no leía, tu padre era un hombre infiel, Santiago, alguien a quien no le importaba perder su prestigio por un lío de faldas...
Mi padre me envía mensajes desde el más allá. No me parece procedente comentárselo a mi madre y mucho menos en esta situación. Estamos de pie ante su tumba, con un búcaro roto y un puñado de rosas frescas. Cuando llega el aniversario mi madre me convoca con urgencia irracional y recorremos doscientos cincuenta kilómetros. Elige el día más inhóspito del año, o el que más trastornos me provoca. Hoy hay algo de humedad, pero el hombre del tiempo, con voz adusta, ha pronosticado viento del Sur.
—¿Qué vas a hacer estas vacaciones?
—Lo tengo que meditar.
—¿Vendrás con la niña?
—No sé, no creo... Había pensado en algo diferente... Aunque supongo que ella tendrá sus propios planes.
Mi madre baja los párpados como un caimán saciado y adopta una expresión hermética. Es su forma de transmitirme que, a diferencia de mi hermana Sonia, me considera un caso perdido. En su escala de valores, y en las sinapsis que se forman en su cerebro, los hombres somos capullos sin futuro, fósiles insensibles con nulo valor arqueológico. En algún momento de la evolución, hace milenios, los seres como ella se enseñorearon de la tierra y los machos, excitados y errabundos, adquirieron un papel adicional (pongamos que el de zánganos, copuladores o sablistas). Ahora ese ser superior se ajusta la falda y me mira con una sombra de inquietud.
—¡Qué tarde es!
—¿Te acerco a la estación?
—No; voy a pasar por casa de tía Berta. ¡Dios mío, se me ha olvidado coger cinco rosas!
—¿Cinco rosas?
—Para San Alipio: ofrécele el rezo de un misterio del rosario durante cinco días y el último ponle cinco flores rojas. Tu tía ha vuelto a sufrir un cólico y está convaleciente. Su vesícula, ya sabes.
—Ya. ¿Confías mucho en San Agapito...?
—San Alipio... fue obispo de Tagaste... Y sí, al secarse, las rosas surten efecto. No me mires con cara de incrédulo.
Avanzamos juntos, pisando la hierba, dibujando mientras paseamos una estampa familiar: el hijo solícito que tomándola por el codo guía a la viuda entre una fila de tumbas. El cementerio tiene forma hexagonal y se extiende, como un tendón blanco, hacia la orilla del río. Hay panteones fabricados con mármol de Verona —o de Silesia, no sé—, pero alejan, en su compacidad, cualquier idea de resurrección. Sin saber el motivo, a pesar de que he desayunado zumo y cereales hidratados, me azuza con fuerza el hambre.
—¿Crees que darán de comer a estas horas?
—No digas idioteces.
Mi padre empezó a enviarme mensajes desde el más allá hace semanas, pero creo que no debo hablar ahora sobre eso. Al cementerio lo rodea un muro de mampostería, sobre el que se alza una verja de hierro forjado. No hay hojas esparcidas en el suelo, pero en el portón de entrada, plasmado con un grafiti, alguien ha dibujado un unicornio con un falo enorme. Mi madre la observa con disgusto y me fuerza a acelerar el paso.
—Es una vergüenza que permitan estos atropellos. Vámonos. Ahora mismo.
Tengo cuarenta años y un coche con dos airbag. Alguien podría resumir mi vida, precisamente, en una serie de cuarenta capítulos. Oigo a mi madre conversar con el alcalde, mientras me oriento lentamente por el pueblo. Las calles son angostas y parecen un hervidero de tábanos. El alcalde, al otro lado del teléfono, farfulla como un convicto, aunque mi madre no afloja el nudo. À vos ordres, le oigo decir y por fin cuelga satisfecha. Algunas personas nos saludan y en un cruce hundo el freno.
—¿Qué ocurre?
—El peatón.
—¿Qué peatón?
—Ese hombre.
—¿El viejo?
—Sí, el que cruza el paso de cebra.
Mi madre se ajusta las gafas y lo examina atentamente.
—Pero... ¿no es tu tío?
—Pues, ahora que lo dices...
—Dios mío. Está acabado. ¡Tu tío Jaime está hecho un detritus!
Detritus es uno de esos vocablos de los que hace usufructo mi madre, como «pomo de perfume» o «cayó de hinojos»: son un vestigio de su educación monjil, de un pasado astringente en el que aún existían las cofias almidonadas y los dedales de cerámica. Ella sigue creyendo que los soldados del Ejército Rojo devoraban católicos y que dormían puestos en pie. Observa a mi tío con aire fiscalizador, reprobatoriamente, recordando, si no me equivoco, las veces que dejó preñada a mi tía. Llegamos a la casa y detengo el coche.
—No hace falta que te bajes. Lo que sí espero es saber algo de mi nieta. No hagas como hace dos años. Y si ella quisiese venir, no vayas a ser tú el que le ponga objeciones. ¿Qué me dices?
—Luisa estará bien, no te preocupes. Cuídate, mamá.
—Ya lo hago. Ojala tú hicieses lo mismo.
Desciende elástica, como la mujer de un brigadier, sin un atisbo de artrosis. Parece dirigirse a un palco de la Scala, o a recaudar fondos para las Women´s Christian Temperance Union. Hasta el dibujo calado que, como una cinta, divide sus pantorrillas, traza dos hemisferios perfectos.
—Saludos a tía Berta —le digo.
—Si no fueras un hipócrita, entrarías conmigo.
Sube un peldaño, pulsa el timbre y se coloca la estola —a pesar del calor— como una bandera. Dejo caer el coche y enciendo la radio, a ver qué dicen. El viento que anunciaban, una versión grasienta del siroco, sopla con ansia en las calles.
2
—La vaca, de raza Hereford, se ha escapado de una explotación ganadera de Texas, y aunque su propietario duda de que se haya extraviado, no ha sido localizada en ninguna granja de los alrededores.
En la tele aparece un tipo grande, más ancho que alto, libre de impuestos y apellidado Norton. El señor Norton masca una brizna de hierba y mira a la cámara con resignación bovina. Lleva corbata de lazo, sombrero stetson y una camisa blanca. A pesar de que es un hombre joven, emana una sensación de respetabilidad.
—¿Cree usted que puede haber sido producto de un robo? —Le pregunta un reportero con voz hostigante.
El señor Norton, cuyo mentón evoca la solidez de la América profunda, se toca el ala de fieltro y dilata las fosas nasales. Su pecho, robusto y puntiagudo, parece una colina, o un gran horno de barro. Suelta el aire con un aplomo vibrante, antes de responder al periodista.
—Yo no diría eso.
El señor Norton tiene aspecto de metodista, o de presbítero, de alguien que lee la Biblia todas las noches. Tiene seis hijos y un chevrolet con faros cromados a la puerta de casa. Su mundo es como la granja en la que ordeña, un rincón apacible, un paraíso de aspecto orgánico y litúrgico. Debería concertar una cita con él, preguntarle por qué mi ex mujer, Miriam, consigue desesperarme al otro lado del teléfono.
—Si crees que Luisa va a ir contigo en ese viaje que tienes planeado...
—Lo negociaré con ella.
—No digas idioteces.
—Tendrá que ceder. Contigo lo ha hecho, ¿no?
—No hizo falta. Luisa y yo tenemos los mismos gustos.
—¿Sí? Pues parece que ese maromo que te has echado de partenaire no le entusiasma en exceso.
Al otro lado del teléfono se produce un silencio gélido, que Miriam mastica como un chicle duro. Oigo el silbido agudo de su respiración como si saliese de un botijo.
—No sigas por ahí.
—Bueno, es la percepción que...
—¿Percepción? Dios mío, ¿por qué empleas esas palabras?
Ahora soy yo el que arma un silencio gélido, mientras hago acopio de más munición.
—Las palabras están para utilizarlas, Miriam. A mí me gusta darles salida, no dejar que se pudran, como las lechugas. Las palabras...
—Santiago...
—¿Qué?
—Vete a la mierda.
Miro en la recámara, pero no tengo balas de repuesto. Me quedo con el auricular, desconcertado, oyendo un zumbido tremebundo. En Texas el señor Norton pasea por su granja, ante la silueta imponente del granero: parece un juez solemne y pausado, o un maquinista de la Union Pacific. En los ochenta Miriam y yo soñábamos con recorrer la América profunda y follar en los moteles de la ruta 66. Los moteles como reservas insulares de semen, compartiendo sábanas y toallas por cinco dólares. Vestíamos pantalones tobilleros y botines de punta afilada. Recuerdo que yo llevaba al hombro una guitarra con brillantes falsos y tachuelas de cobre.
Mi hija Luisa tiene dieciséis años y no me la imagino en un motel. La concebimos en la cama de mis padres, en el tálamo nupcial, lejos de dunas fronterizas. Años después, intentando calmar su llanto, me acordaría de la noche en que la concebimos, del sofoco de unos muelles violentos que, bajo un colchón de lana, transmitían el brío de otra generación.
Me asomo a la terraza y miro la tarde, el suero rojo que empapa las nubes. Los conductores —esos majaderos— se apelotonan en los cruces y tocan el claxon con rabia infinita. Cuando lleguen a casa comprobarán que padecen amnesia y que siguen igual de estreñidos. Se va formando un atasco faraónico y el ruido, subiendo hacia el cielo, resulta ensordecedor.
En la tele, acompañada por una voz en off, la vaca ocupa un primer plano. Es un ejemplar magnífico, un rumiante de pelo rojo y ubres como escafandras. El señor Norton dice que se llama Teresa, en honor a su primera esposa. Teresa. Su gran rostro de baptista toma el color de una mazorca a punto de estallar. La garganta del narrador traga saliva y adopta un giro dramático. En Texas, dice, una ola de frío polar hace peligrar la vida de la vaca Teresa.
3
—Todo el mundo va a pensar que estoy chiflado.
—¿Qué dices, papá?
—Nada. Estaba pensando en tu abuelo.
Hay quien tiene una granja en África, o una buhardilla en la Rue Galande; mi padre, que era gallego, tenía una clínica veterinaria. Mi padre sentía debilidad por los animales minúsculos y a veces les expresaba cierta devoción. Cuando llegaba a casa traía los bolsillos llenos de alpiste o, mezclados con los billetes, huesos de pollo. Le gustaba su oficio, extenderse en anécdotas inverosímiles, contar sus escaramuzas con quistes y garrapatas.
—Hoy estuve operando a un perro salchicha. Lo habían atropellado y parecía una hamburguesa. Lo sedé y empecé a rajarlo lent...