El embrujo del micrófono (1948) / Las hijas de Gracia (1951)
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El embrujo del micrófono (1948) / Las hijas de Gracia (1951)

  1. 316 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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El embrujo del micrófono (1948) / Las hijas de Gracia (1951)

Descripción del libro

En esta novela lo que resalta es, decididamente, la gesta de una mujer joven para abrirse paso en un mundo de hombres. Debe enfrentarse a la censura de sus parientes, a la incomprensión, al juicio, a sus in-seguridades. De paso nos deja un retrato de una Medellín que se fue y que tiene de novedoso la voz femenina. María Cristina Iriarte es uno de los primeros personajes femeninos complejos creados por una mujer en Antioquia y eso la hace interesante y digna de mayores estudios.

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Información

Año
2017
ISBN del libro electrónico
9789587203462

EL EMBRUJO DEL MICRÓFONO

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NOTA DE LA PRIMERA EDICIÓN DE 1948, DE LA TIPOGRAFÍA BEDOUT

A excepción del Maestro Rentería, los demás personajes que figuran en esta novela son mero producto de la fantasía de la autora.
A Ricardo Uribe Escobar a cuyo estímulo
se debe el atrevimiento de esta publicación

CONCEPTOS

Magda:
Acabo de leer su novela El embrujo del micrófono. Mi sensación al terminar su lectura es de cariño sincero por todas y cada una de sus páginas; por su motivo y sus personajes. Me sorprendió esa pluma experta, esa sensibilidad descriptiva y un temperamento sutil de observación y de exquisito gusto. Acepte mis cordiales felicitaciones y mi saludo, a dos manos, por la bella primicia que la obliga, Magda, a seguir adelante.
Affmo. amigo,
F. Villa López
Medellín, 28 de junio de 1948
Medellín, 12 de mayo de 1948
Siempre he creído y hasta lo he predicado que la mujer debe ejercitar su sensibilidad y sus especiales facultades de imaginación, de análisis y de observación en campos diferentes de la sola comedia social y ninguno mejor para aplicarlas que el del difícil arte literario.
No solo por esto me ha brindado Ud. un placer sino también porque la novela que ha escrito me ha proporcionado el deleite tan escaso de los libros que se dejan leer. Y su libro se deja leer porque está bien hecho, en buena prosa castellana, con donaire y soltura, con descripciones apropiadas de tipos y lugares y delicados toques de emoción, como el bello capítulo de José Bueno.
Reciba Ud. mis parabienes muy cordiales.
A Magda Moreno
Ricardo Uribe Escobar

PRIMERA PARTE

La casa de los Ávilas, emplazada en la esquina de la Calle Real de Soria, mostraba aquella mañana toda la oprobiosa desnudez de su decadencia material. Lacras en las paredes, que descubrían señales de antiguos recubrimientos hechos ora con cal pura, ora con bolo amarillo; grietas de irregulares trayectorias, antes no vislumbradas a causa del aseo en que tuviéranse siempre los enormes ladrillos de los pisos; trozos de cuerda, que el embalaje no hubo menester; papeles hechos ovillos, aquí y acullá; en un rincón de la alcoba que fue de Luisa Ávila, arrumados los trastos desechados por inútiles, que habrían de recoger más tarde los amigos vergonzantes que se quedaban en el lugar.
Desde que sacaron el último mueble, tal vez por ser el más reciente duelo de la familia, comenzó a flotar por las estancias, como un perfume, el alma de la melliza muerta.
Únicamente el cuarto de Lorenzo, quien había de pernoctar allí por algunos meses, que bien pudieren convertirse en años, hasta tanto que se vendieran la casa y la tienda, esta desde entonces de su propiedad y aquella del patrimonio de la familia, tenía todavía algún aire de intimidad. La previsora solicitud de la tía había velado porque el menos acreedor de sus sobrinos a los cuidados maternales que a todos prodigaba, no echara de menos el relativo confort hogareño, al menos en lo tocante a su instalación personal. Limpia y mullida la gran cama de roble con sus dos colchones de cerda; provista hasta donde era posible de equipos de cama y baño, amén de los juegos interiores de algodón, la parte del armario para ropa doblada, que en la de las perchas, chaquetas y pantalones, por lo planchados y cepillados, tenían el aspecto de las prendas que en los comercios de indumentaria masculina se ponen a la venta; resplandeciente de aseo el lavabo con su jofaina y su jarra, loceadas en un blanco empalagoso e indiscreto que hacía resaltar más a las claras los tres o cuatro lunares pizarra que el tiempo les había ocasionado. Todo, en fin, lo que el sobrino había menester, entretanto concluía la liquidación de los intereses de la familia.
Cuando el trote de las caballerías se perdió calle abajo y los curiosos volvieron, cada cual a su oficio, Lorenzo Ávila abandonó el portal desde donde miraba el desfile de los suyos hacia la ciudad, que atrae a la gente de provincia como la llama a la falena.
“Somos los últimos del segundo éxodo”, pensó, y por un momento el antiguo romanticismo de los días de universidad, cuando estudiaba en esa misma villa hacia donde se dirigía ahora su familia, costeados sus estudios por sus tíos políticos, los esposos de Elvira y María Antonia, revivió en él. Tumbado sobre el lecho, de cara al cielo raso, se quedó mirando cómo en la telaraña del rincón laboraba, como reconviniéndole, un industrioso insecto.
La casa deshabitada se animó de repente en su memoria con las sombras de sus antiguos moradores. Desfilaron por ella la venerable estampa del abuelo con su bíblica barba… el sillón de mamá Lila, bajo su leve carga de carne y hueso, muy cerca a la ventana en donde la viejecita entretenía sus largas horas de paralítica mirando hacia la calle… la figura caballerosa del tío Lucas quien, después de haber recorrido el mundo occidental en una aventura digna de Miranda, regresó al terruño, exhaustos los bolsillos y la cabeza llena de fantasías, para vivir desencantado, añorando el pasado auge, a expensas de la familia en su triste ocaso de solterón. Las imágenes de Luisa Ávila y sus sobrinos Iriartes aparecieron también en su mente, descoloradas e irreales, casi tan lejanas como las otras. Talvez por un reproche de conciencia, un amago de lástima se insinuó en su alma. Resurgieron ante él escenas de su infancia… alborotos que había formado… palabras descomedidas, que ahora sonaban como un eco acusador, proferidas por él… ¡Pobre tía Luisa, tan bonachona y cándida…!, tanto como la había embromado por las beaterías y los escrúpulos… El temor que tenía la pobre de llegar a caerse de la mula que Facundito había tenido la deferencia de ofrecerle, aunque ella sabía que se la tenía por la más mañosa del pueblo… La misma María Cristina, con su orgullo y su empinamiento, le parecía ya una mosquita muerta incapaz de humillar a nadie, ni aun a él que tanto había hecho por antipatizarle. Hasta la melliza, a quien consideró siempre como el colmo de la impertinencia, se le presentó como un ser indefenso, víctima de su mal genio de Báez. Pero –reaccionó–, él, Lorenzo Ávila, tenido en el pueblo por el más guapetón, ¿se estaba poniendo sentimental…? Ellas se iban a Medellín. Los parientes, que a él no lo querían, las colmarían de atenciones… Seguramente, dentro de unos días, lo iban a mirar de arriba a abajo como el pariente imbécil y montuno… ¡Cómo se iría a soplar María Cristina…! ¡Bobo que era él…!.
Anduvo por el claustro, llegó a la huerta, y otra vez las cosas le hablaron elocuentes. ¡Malditos repollos que copeaban en las eras como balones, apretados y blancos…! ¡Malditos claveles, que se morían con el sol, huérfanos de las manos cariñosas que en aquella mañana, en la precipitud de la salida los dejaron sin riego…! ¡Maldito corral de las gallinas, medio derrumbado a causa de que, con la perspectiva del viaje, no se le había vuelto a poner mano!
Lorenzo tendió la vista sobre la perspectiva soleada del corral hasta la tapia trasera sobre la cual se apoyaba, desde hacía años, un centenario cancel de madera que sirviera en tiempos coloniales para atenuar la luz del sol en la primera escuela del pueblo y que la manía de comprar vejeces que tenía el tío Lucas había llevado allí cuando el Estado Soberano de Antioquia edificó locales aparte para niños y niñas. “¡Si le pudiera vender siquiera en cinco pesos!”, pensó. Para mejor apreciarlo se acercó al armatoste; quería mirar la madera y las tallas. Al darle vuelta para examinarlo del lado posterior, un agujero retocado en la tapia con una mezcla de piedra y cal atrajo su atención por lo enorme y espacioso. “¡Estas maderas de ahora tiempos sí pueden resistir el paso de los siglos!”, se dijo, mientras pasaba por la superficie del cancel, ya frente al sol, la palma de la mano sin preocuparse más por el agujero.
A las once de aquel mismo día, Lorenzo Ávila hacía su primera entrada como comensal en la fonda de Elisa. Sentado ante el cubierto, rígidamente encuadrado alrededor del plato, se dio a cavilar…: “Qué demonios tendría aquel agujero tan herméticamente tapado”.
***
A esa misma hora, por el camino rojo que conduce a la estación del ferrocarril, las cabalgaduras de Luisa Ávila y sus sobrinas parecían medir el terreno con sus pasos metódicos; que de la de Eduardo no se veía ya ni rastro. Delante iban las jóvenes, un poco atrás la señorita Ávila y, por último el negro José, antiguo criado de la familia quien, a pesar de haberse casado y formado su hogar en las afueras de la población, continuaba siendo el hombre de confianza de Luisa Ávila.
¿Qué haré yo en Medellín… sin José…? –solía preguntarse en voz alta, a modo de lamentación. Porque, el negro era requerido en todos los trabajos de la familia. Se abría una gotera en el techo… “Llamen a José”… Se emborrachab...

Índice

  1. CUBIERTA
  2. PORTADILLA
  3. PORTADA
  4. CRÉDITOS
  5. ÍNDICE
  6. EL EMBRUJO DEL MICRÓFONO Y LAS HIJAS DE GRACIA, ¿UNA LITERATURA MENOR?
  7. NOTA A LA EDICIÓN EN LA COLECCIÓN RESCATES DE LA EDITORIAL EAFIT
  8. EL EMBRUJO DEL MICRÓFONO
  9. LAS HIJAS DE GRACIA
  10. NOTA
  11. CONTRACUBIERTA