Del sistema solar al ADN
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Del sistema solar al ADN

Contar historias para enseñar las teorías científicas en la escuela

Gabriel Gellon

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Del sistema solar al ADN

Contar historias para enseñar las teorías científicas en la escuela

Gabriel Gellon

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Los docentes de ciencias enseñan en el aula explicaciones sobre el origen del universo, el fin de los dinosaurios, la estructura de los materiales o el movimiento de los continentes. Esos relatos son el producto "pasado en limpio" del largo trabajo de muchas personas que reunieron datos, registraron fenómenos, hicieron experimentos y discutieron ideas. A estas historias fundamentales, verdaderas obras de imaginación y rigor, los científicos las llaman teorías y son las que nos permiten mirar con nuestra mente todo aquello que nuestros ojos no alcanzan a vislumbrar.Pero si queremos enseñar cómo funciona la ciencia, tal vez necesitemos algo más que mostrar la foto final, el resultado exitoso de este complejo proceso creativo. Por eso, este nuevo libro de Gabriel Gellon –docente, científico y narrador experimentado– se ocupa de cómo los científicos imaginan, elaboran, discuten y modifican las teorías científicas y propone una forma novedosa de llevarlo al aula.Dirigido sobre todo a profesores de escuela secundaria, en cada capítulo ofrece un relato y una serie de herramientas prácticas para trabajar con los estudiantes. Desde el sistema solar hasta el Big Bang, pasando por el ancestro común y los átomos, el autor presenta viñetas que narran el desarrollo de una idea a partir de ejemplos concretos, poniendo el acento en diferentes características de las teorías y en el modo en que se construyen y validan.Como el propio Gabriel nos dice, "el libro puede ser visto como una especie de manual de ejercicios de epistemología 'para principiantes' sobre teorías científicas. O como una colección de relatos sobre el origen de algunas de las ideas más poderosas de la humanidad".

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Información

Año
2019
ISBN
9789876299374
1. Teorías científicas en la vida y en el aula
Qué, cómo y por qué
Qué es una teoría: sobre dinosaurios y átomos
Los dinosaurios –de cuya existencia pasada no tenemos ninguna duda– no son observables. Pero sus restos fósiles sí. A partir del conjunto de huesos que los paleontólogos desentierran en una excavación, una persona avezada y con conocimiento de anatomía, puede reconstruir, en su cabeza, el aspecto que probablemente tenía el animal original. Además es posible inferir varios aspectos de su forma de vida por la estructura y disposición de los dientes, las extremidades, el tipo de dedos. No conocemos todo acerca de ellos, pero tenemos una idea bastante cercana de cómo eran, cuándo vivieron, qué comían y muchas otras cosas.
Si nos dijeran, por ejemplo, que acaban de descubrir que los tiranosaurios tenían plumas amarillas en todo el cuerpo, o que se equivocaron respecto de la velocidad a la que corrían, quizá nos resulte llamativo, pero no increíble. Es lógico que las ideas que los científicos tienen de la realidad cambien con el tiempo, sobre todo si aparecen nuevas observaciones o resultados de experimentos que nos obligan a modificar la visión que tenemos de las cosas. De hecho, nuestra concepción de los dinosaurios ha cambiado varias veces a medida que los paleontólogos hicieron nuevos descubrimientos. Las huellas fósiles cambiaron la manera en que comprendíamos cómo caminaban estos animales y, por ende, la postura que asumían e incluso su agilidad. Ahora bien, si una mañana los científicos aparecerían diciendo “Uy, perdón, mala nuestra, nos equivocamos groso y en realidad ahora sabemos que los dinosaurios en verdad nunca existieron”, esto sí nos resultaría absurdo y probablemente falso. Hay cosas todavía en duda, pero otras, no. Como nuestra visión de los dinosaurios es consistente con lo que sabemos sobre la evolución de otras especies y sobre geología y la edad de la Tierra, confiamos en mucho de lo que conocemos sobre ellos, aunque nunca los hayamos visto.
Esta historia sobre los dinosaurios nos muestra algunas claves fundamentales acerca del conocimiento científico y cómo se construye. Una teoría es un ensamblaje cuidadoso de muchos pedacitos dispersos, como los huesos de un animal extinto. Cuando los juntamos de manera coherente, nos ofrecen una visión lógica de algo que antes no podíamos apreciar y que ahora nos resulta genuina. Pero más importante aún: el dinosaurio no es visible, es una reconstrucción basada en restos de muy diversa índole (huesos, huellas, restos de materia fecal, huevos, comida fosilizada).
Figura 1. Imaginando el dinosaurio
La existencia de los átomos está establecida con un grado de certeza comparable a la de los dinosaurios, aunque este hecho y las características detalladas de los átomos han sido más difíciles de investigar que la reconstrucción de restos fósiles. Pero hay puntos en común.
Así como los paleontólogos estudian huesos fósiles y otras pistas del pasado que pueden observar directamente, los químicos estudian muchísimas sustancias y las maneras en que interactúan a través de reacciones que son, como los fósiles, accesibles a nuestros sentidos. Estos fenómenos químicos presentan regularidades muy curiosas, encajan entre sí de una manera coherente –como los huesos en un esqueleto–; pero, a diferencia de las reconstrucciones de dinosaurios, las leyes de la química son más misteriosas. ¿Por qué reaccionan las sustancias de cierta manera? ¿Por qué siempre en proporciones fijas de masa? ¿Por qué algunas sustancias pueden descomponerse y otras no? Resulta que muchas de las observaciones que hicieron los químicos cobraron sentido y esas preguntas comenzaron a tener respuesta cuando empezaron a imaginarse que todo estaba hecho de átomos. Los átomos no se ven, pero si asumimos que existen, mucho tiene sentido. En cambio, si asumimos que no existen, todo eso parece misterioso e incomprensible. Los científicos se imaginan muchas cosas acerca de los átomos, aunque no puedan verlos: su peso, su tamaño, e incluso la forma en que se conectan unos con otros.
El primero en imaginar este esquema fue el inglés John Dalton, pero sus ideas fueron luego ampliadas por otros científicos para elaborar lo que hoy se conoce como la “teoría atómica”: se hicieron más observaciones sobre más sustancias, se notaron otras regularidades, más características fueron imaginadas por otras mentes para acomodar esas observaciones, y nuestra imagen del átomo se fue volviendo cada vez más precisa y detallada, y también más robusta, más certera.[1] Igual que si en el registro fósil aparecieran huellas de pisadas o trocitos de piel embebidos en ámbar que nos permitieran crear una imagen más detallada y confiable sobre cómo era el tiranosaurio.
Observables y nociones teóricas
Dentro del marco de un cuerpo teórico conviven entidades o procesos observables y otros que no lo son y están propuestos por la teoría, es decir, son imaginados por los investigadores para darle sentido a ese conjunto de observaciones; con frecuencia se denominan “nociones teóricas”. Esta es la primera gran característica que quiero destacar en las viñetas. La distinción conceptual es básica en la filosofía de la ciencia (o epistemología) y quienes quieran ahondar en este aspecto fundamental pueden consultar textos de esta rama del pensamiento, como Las desventuras del conocimiento científico. Una introducción a la epistemología, de Gregorio Klimovsky.
Las observaciones y las nociones teóricas abundan en todas las áreas de la ciencia y es importante que podamos distinguir entre unas y otras. No todo lo que en ciencia creemos o damos por cierto es porque ha sido observado. Los átomos no son observables, y sabemos que existen. Lo mismo pasa con los agujeros negros o con la energía. Hay numerosos conceptos difíciles de aprehender o de usar correctamente si no somos conscientes de su naturaleza teórica (Adúriz-Bravo, 2005; Duschl y otros, 2007; Kuhn, 2010). La noción de energía, por ejemplo, es muy difícil de visualizar o adquirir si no se comprende que se trata de algo que inventamos para darles orden matemático a muy diversas interacciones observables. Y para eso hay que entender bien cuáles son esas interacciones y por qué la idea de energía ayuda a darles coherencia. Poder distinguir entre observables y conceptos teóricos es fundamental más allá de la comprensión de las teorías y su naturaleza. Muchas veces los estudiantes de ciencias no pueden interpretar o diseñar experimentos justamente porque confunden estas dos categorías (Minzi, 2018). Los experimentos manipulan observables, pero los científicos los usan para ahondar en su comprensión de fenómenos y entidades no observables.
Esta distinción entre observación y noción teórica es muy útil pero no absoluta. Hay lugares grises, y existen ejemplos de entidades que son postuladas de manera teórica y que luego, con los desarrollos científicos y técnicos, se vuelven observables. Así, los planetas son observables a simple vista como puntos de luz parecidos a estrellas pero con movimientos algo extraños. Para los griegos, eran estrellas que giraban alrededor de la Tierra en órbitas propias. Copérnico propuso, sin haberlo observado de forma directa, que los planetas eran “mundos” como la Tierra. Esto no era observable en la época de Copérnico pero sí lo es ahora y, de hecho, ya hemos enviado máquinas a posarse sobre su superficie. Por otro lado, las observaciones mismas se realizan en mayor o en menor medida a través de la comprensión de nuestras mentes. Esto quiere decir que el acto de observar supone cierta concepción de la realidad. Un ejemplo clásico es la observación de células en el microscopio: si no te dicen qué estás viendo, es casi imposible advertirlo. En cierto sentido, todas las observaciones contienen o presuponen concepciones teóricas sobre lo que se observa (Chalmers, 2008).
Las teorías no encajan con todos los datos
Como vimos, las teorías son construcciones en las que las nociones teóricas se introducen para dar sentido a grandes conjuntos de observaciones. Los científicos (y los filósofos de la ciencia, sobre todo) se refieren a esto diciendo que la teoría acomoda las observaciones. Y esto quiere decir simplemente que les da sentido. Una idea común –y bastante errada– es pensar que las teorías deben acomodar todos los datos a su disposición. Esto no es cierto. Las teorías acomodan un conjunto grande de observaciones, pero muchas no encajan en la propuesta mental que hace el cuerpo teórico. Los científicos, sin embargo, no se amedrentan si una teoría no da cuenta de todo. La pregunta que se hacen siempre es: “¿Existe alguna teoría alternativa que pueda calzar con más observaciones que la que tenemos ahora?”. Frente a dos teorías alternativas, los científicos prefieren aquella que acomode más observaciones, pero nunca le exigirán perfección absoluta a un cuerpo teórico.
La evolución es una de las teorías científicas más robustas que existen. Acomoda, es decir, le da sentido a una vastísima colección de observaciones muy diversas y dispares. Se ha dicho por ahí que “Nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución”. De modo que es una idea teórica de gran poder explicativo. ¿Eso quiere decir que absolutamente todo lo que sabemos encaja con la idea de la evolución? No. Puede haber y siempre habrá alguna observación, algún bicho o una planta, alguna interacción entre organismos o cierto fenómeno de poblaciones que desafíe nuestras ideas de cómo opera la evolución biológica. Habrá algo que no nos cierre y que requiera que lo investiguemos con más cuidado. ¿Significa que la evolución es una mala teoría o una teoría incompleta y que debemos dudar de ella o descartarla? No, en absoluto. Solo la abandonaremos cuando encontremos otra idea teórica que sea más exitosa en acomodar más observaciones o en acomodarlas mejor. La teoría de la evolución es exitosa en una escala tan grande que es dudosísimo que esto ocurra.
Y esto es cierto para todas las teorías en ciencia. No pensamos si son ciertas o falsas porque lo acomoden todo o no. Nos preguntamos si tenemos alguna alternativa mejor y si, en términos generales, lo que tenemos es lógico y ayuda a entender la realidad.
Es muy importante que como ciudadanos sepamos que esto es así. De lo contrario, corremos el riesgo de comprar argumentos falsos y tontos, como aquellos que atacan la evolución o la idea del calentamiento global, porque en ciertos casos no parece aplicarse del todo bien.
Teoría mata dato
De manera similar, una visión ingenua del conocimiento científico sostiene que las observaciones, los resultados de experimentos y las mediciones directas tienen una fuerza arrolladora y son nuestro acercamiento fundamental a la “verdad de la cosas”. Con este enfoque, la teoría debe doblegarse ante el dato y cambiar para acomodarse a la realidad.
Pero la realidad de la vida de los científicos es muy diferente. Una teoría viene respaldada por una enorme cantidad de observaciones y datos. Y no es la mera cantidad: es, como ya dijimos, el hecho de que esos datos están unidos y concatenados unos con otros de manera lógica y coherente, lo que produce una idea de orden superior. Si de pronto encontramos un dato que no se lleva bien con la teoría vigente, las observaciones o los resultados individuales que entran en contradicción con ella deben contraponerse con los miles de datos que la teoría sí logra adecuar. Generalmente los modelos y las teorías no se descartan porque no encajan con todo (en realidad y como ya vimos, nunca encajan con todo), sino porque se encuentra otro modelo o teoría que explica más fenómenos, o lo hace de manera más económica o elegante.
Esto último es de suma importancia. A veces creemos que porque algo no está accesible a nuestros sentidos de manera directa, lo que sabemos acerca de esto es irremediablemente conjetural y que más tarde o más temprano vendrá alguna otra idea para reemplazarlo si esperamos lo suficiente. Pero un cuerpo teórico es mucho más sólido que cualquier dato individual. Esta no es una discusión académica irrelevante. El calentamiento global, por ejemplo, es una idea clave de un cuerpo teórico que describe de manera adecuada el comportamiento de la atmósfera terrestre. Puede existir una observación individual que contradiga ese cuerpo teórico, pero esto no significa que sea incorrecto. Las teorías no cambian por un dato o dos. El proceso es mucho más complejo. Encontrarán una discusión más profunda al respecto en el capítulo 17. Quienes tienen intereses económicos y políticos en este tema con frecuencia usan argumentos que ignoran la naturaleza de las teorías científicas. Es por eso que resulta tan importante que como ciudadanos comprendamos, aunque sea a través de un puñado de ejemplos bien elegidos, qué son, cómo nacen, cómo crecen y a veces cómo mueren las teorías científicas.
Sí hay certezas
No podemos estar ciento por ciento seguros de que las cosas son como lo suponemos, pero las teorías científicas resultan el mejor acercamiento que tenemos y muchas veces producen una certidumbre tan grande que es casi como si pudiéramos ver las cosas en vivo y en directo. Algunos aspectos de esta visión son más certeros y es probable que no cambien nunca; otros son tentativos. No debería sorprendernos que algunas de estas visiones se transformen con el tiempo, en la medida en que obtenemos más datos. Pero estos cambios no deberían sacudir la estructura más interna y fundamental de las ideas, como vimos más arriba con el caso de los dinosaurios: una pluma más o menos es cuestión de debate, su existencia pasada no lo es.
Hasta hace no mucho tiempo, la escuela tendía a pintar los conocimientos científicos como verdades inamovibles y esto nos llevó a plantear la necesidad de enseñar una visión que recogiese los aspectos más tentativos y cambiantes de la ciencia. Como consecuencia, nos fuimos para el otro extremo y, en el celo por enfatizar lo tentativo, a veces nos olvidamos de que la ciencia brinda un gran cúmulo de certezas y conocimientos que con toda probabilidad no cambiarán nunca. Una buena enseñanza de la ciencia debería lograr que apreciásemos estas sutilezas. Como ciudadanos, debemos ser conscientes de que algunas cosas ya las sabemos más allá de toda duda razonable (la duda absoluta, filosófica –y a mi juicio, totalmente inútil–, esa que cuestiona la existencia de lo más obvio, como sillas y mesas, no es susceptible de ser aplacada; pero a los fines prácticos, poco importa). Por ejemplo, hay 91 elementos químicos en la naturaleza (otros tantos pueden ser creados por humanos en laboratorios y aceleradores de partículas). Nuestro conocimiento de la naturaleza química del universo es tan completo y profundo que ya sabemos que no existen otros elementos y que nunca encontraremos otros elementos fuera de los que ya están en la tabla periódica. Nos han reiterado tanto que el conocimiento científico es tentativo y que las teorías cambian con el tiempo que aceptamos la noción errónea de que todo está en tela de juicio. No es así: el núcleo central de las grandes teorías científicas está avalado por tantas observaciones independientes, hechas en tantos contextos diferentes, que ya estamos seguros de que son ciertas. Y esto es de máxima importancia en debates públicos. Las vacunas funcionan. No hay dudas al respecto, ni lugar a las opiniones. Sabemos cómo funciona la realidad en muchísimos casos. Es importante que sepamos (y que enseñemos) este aspecto de la ciencia, que está fuertemente enraizado en la naturaleza de las teorías científicas.
Cómo sabemos lo que sabemos: crecimiento y validación de los cuerpos teóricos
Otra de las características centrales de los cuerpos teóricos que quiero destacar en las viñetas es la forma en que se validan, crecen o cambian. En otras palabras, cómo nos aseguramos de que realmente sirven o son ciertas. En general los científicos se cuidan de decir que una teoría es cierta o es falsa, porque para muchos esta no es una cuestión investigable. Es preferible decir que una teoría es válida o no lo es. Su validez puede residir –y en gran medida reside– en su poder, su utilidad, su capacidad para permitirnos manipular la realidad y los datos con mayor comodidad y para guiarnos en nuevas investigaciones. Pero también, para muchos, la validez de una teoría significa que nos acerca más y más a una visión verdadera de la realidad y la comprensión de su sustento material, aunque invisible. O sea que cuanto más válida sea una teoría, creemos que es más cierta y confiamos en que lo que describe es verdadero y real. Pero sea como fuere, existe un consenso muy grande acerca de los mecanismos legítimos para validar los cuerpos teóricos o para asignarles niveles de validez más altos.
Digamos de entrada que las teorías no se prueban de una sola vez y por completo con un gran experimento crucial que cierra la discusión. Por lo general, nacen como una idea muy hipotética acerca de la realidad. En este sentido, es como cuando decimos: “Ah, tengo una teoría de por qué el inodoro siempre pierde, a pesar de que lo arreglamos todos los meses”. Como ya vimos, las teorías tienen en su corazón nociones que provienen de la más desatada imaginación. No se deducen de ningún experimento ni se derivan linealmente de ninguna observación: son propuestas locas sacadas de las galeras de los científicos. Pero no cualquier idea vale. Lo primero y principal que le exigimos a esa hipótesis inicial es que sea consistente con todo lo observado hasta ese momento. Es más, le pedimos que lo ordene y le dé sentido. De lo contrario, la teoría no nos sirve para nada.
Si la teoría más o menos...

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