¿Es posible un mundo sin violencia?
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¿Es posible un mundo sin violencia?

Chantal Maillard

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¿Es posible un mundo sin violencia?

Chantal Maillard

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Menguar en soberbia, en creencias, en falsas virtudes, y crecer en comprensión global y respeto, ¿es esto posible?Éste no es el mejor de los mundos posibles. El mundo en el que estamos tiene por ley el hambre y el contrato que firmamos por la vida implica la violencia. Pero hay otra violencia, que nos caracteriza como especie, que no se ejerce por necesidad, sino por placer, por codicia o, simplemente, por inercia o por indiferencia. ¿Qué hace falta para darnos cuenta de que lo que nos concierne es mucho más que lo que nos ampara como individuos? Recordemos a Friedrich Nietzsche abrazado al cuello de un caballo exhausto y maltratado.Que aquel gesto se considerase como un síntoma de locura es clara indicación de una sociedad enferma. Si queremos recobrar la salud como especie, será indispensable que reemplacemos la moral de la reciprocidad por una ética de la compasión.

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Información

Año
2020
ISBN
9788412191011
¿ES POSIBLE UN MUNDO SIN VIOLENCIA?

El estado de violencia.
Las reglas del hambre

Suele limitarse el uso del término «violencia» a los actos de agresión intencional. Pero es éste un uso restringido de la palabra que, si atendemos a su etimología, significa simplemente «abundancia (olentia) de fuerza (vis)».
El estado de violencia es, según todas las apariencias, el estado natural. Formamos parte de un mundo cuyas reglas de juego son simples: son las reglas del hambre. Quienes quieren seguir existiendo no tienen más remedio que acatarlas. –Claro que seguir existiendo no es, por supuesto, la única opción posible: que la vida sea un bien no deja de ser una afirmación sin fundamento, por mucho que se utilice como premisa para validar un sinfín de afirmaciones. Dejar de existir es, según lo entiendo, un acto de libertad, uno de los pocos actos que requieren haberse desprendido de la voluntad de seguir existiendo, lo cual exige saber desarticular el código que llevamos impreso desde el nacimiento–. Todo ser sobrevive a costa de otros. Ésta es la regla principal. Todo ser vivo se alimenta de otros seres, por lo que cualquier acto de supervivencia es un acto de violencia. También el que se defiende violenta. Tanto el que agrede como el que es agredido tratan de sobrevivir y ambos necesitan utilizar la violencia para ello. Por otra parte, vivimos sobre un planeta inestable, propenso a todo tipo de movimientos. Lo que llamamos «inestabilidad» no es sino su manera de mantener la constante de su equilibrio. Cuando estos movimientos naturales nos afectan los llamamos «catástrofes». Percibimos su violencia como agresiones y respondemos a ella tratando de defendernos.
Pero hay otro tipo de violencia que no tiene nada que ver con la supervivencia. Una violencia gratuita, que se ejerce por placer, por odio o por ambición. Esa violencia es la que distingue al animal humano de los demás animales. No les descubro nada si digo que la historia de la humanidad o, al menos, de la sociedad occidental es la historia del ansia. Sería muy fácil convertir este artículo en un documento de los horrores: bastaría con añadir los enlaces convenientes. Pronto aparecerían ante ustedes relatos de matanzas, ejecuciones, violaciones, accidentes, catástrofes, torturas, crímenes de toda clase, presentes y pasados. Sólo una ojeada a las representaciones pictóricas de los siglos pasados en Europa debería hacernos temblar. Torturas, ejecuciones sangrientas… Al verlas diríamos que la empatía no existía. ¿Acaso existe ahora? Entonces se mataba en público entre risas o terror y con un dios por testigo. Ahora se mata en diferido. Ya no hay risas, ni dioses, tampoco terror: sólo indiferencia. Contemplamos la noticia de una matanza con la misma curiosidad mezclada de indiferencia con la que contemplamos aquellas pinturas. Tampoco nos afectan los relatos de torturas. No sentimos helársenos la sangre al oírlos. No se nos eriza el vello en la piel, no sentimos nuestra carne retraerse con el recuerdo del algún daño, de alguna herida. Todo lo más, un ligero movimiento de cabeza o un suspiro. ¿Cuál es la razón de tal indiferencia? ¿O es la indiferencia el estado natural?
Nos preocupamos mucho, en esta cultura paternalista, de no «herir la sensibilidad». Nada me gustaría más que lograr herir aquí la sensibilidad del lector, aunque fuese mínimamente. Me conformaría incluso con molestar un poco. La molestia es lo que nos hace detenernos en el camino, quitarnos el zapato y sacudirlo para eliminar la piedra. Un momento de detención es a veces suficiente para que alguien levante la cabeza, mire a su alrededor y descubra que el paisaje es mucho más ancho que el fragmento de horizonte en el que fijamos la vista al caminar.
Me gustaría que mis palabras fuesen un revulsivo. Pero sé muy bien que, tal como estamos situados, yo escribiendo en mi ordenador y ustedes leyendo lo que ahora escribo, probablemente sentados en algún lugar próximo a la luz, en otro tiempo y otro lugar, aunque mis palabras lograsen, con suerte, expresar algún tipo de realidad, ningún «Real» –según definición de S. Žižek, aquello que a causa de su carácter traumático / excesivo resulta imposible de integrar en lo que experimentamos como nuestra realidad–1 llegaría a transmitirse. Aun así, el empeño será, por mi parte, tratar de neutralizar aquí, a mi vez, y con la ayuda de ustedes, la parte de representación que todo relato conlleva.
1Slavoj Žižek: Bienvenidos al desierto de lo real, Akal, 2008, p. 20.

La indignación

Siempre me ha sorprendido la estrechez del marco de nuestra indignación. Generalmente nos indignamos y nos manifestamos tan sólo con respecto a cosas que nos tocan de cerca. Las demás parece que no nos conciernen. Como si la proximidad y la lejanía fuesen parámetros éticos. Nos indignamos fácilmente cuando se nos recorta lo que entendemos que son nuestros derechos, pero no nos indignamos por situaciones en las que otros –que casi siempre son la gran mayoría– ni siquiera tienen derecho a tener derecho. No nos paramos a pensar –la costumbre es una perversa compañía– que en este mundo los derechos de unos se obtienen a costa de la sangre de otros, y que el más pequeño de nuestros gestos descansa en grandes descompensaciones.
Hace unos años, concretamente en mayo de 2015, como consecuencia de la deuda millonaria que el Gobierno había contraído en 2012 con la Unión Europea para el rescate de sus bancos y de los consiguientes recortes de presupuestos en el sector público, tuvieron lugar en España unos movimientos de protesta pacífica a los que se dio el nombre de movimientos del 15M. Estas manifestaciones fueron recibidas como una bocanada de aire fresco en una sociedad que parecía sumida en la abulia. Sin embargo, en los meses que siguieron a la ocupación de la plaza madrileña, pudimos comprobar con tristeza cómo las manifestaciones iban siendo cada vez más sectoriales y gremiales. Esto me hizo reflexionar acerca de qué es lo que nos indigna y de por qué nos indigna lo que nos indigna. Recordé un párrafo de Cioran en el que decía haberse puesto furioso al leer una diatriba contra Marco Aurelio en la que se le acusaba de hipocresía, filisteísmo y afectación: «Furioso, me dispongo a responder, pero pensando en el emperador me contengo de inmediato. No es justo indignarse en nombre de quien nos ha enseñado a no indignarnos jamás». Volveré más adelante sobre la segunda parte de esta cita, pues lo que ahora me interesa es ese sentimiento de ira que le insta a actuar. La ira es causada por la lectura de unas acusaciones que considera injustas, una injusticia por la que, al parecer, se siente ofendido. A pesar de que la acusación no va dirigida contra él, Cioran la percibe como una agresión, un insulto: un salto-sobre, del que se tiene que defender. Sentirse indignado es sentirse agredido y la acción que conlleva es un movimiento que tiende a restablecer el equilibrio, a re-compensar la descompensación (la injusticia) producida. ¿Por qué siente Cioran la necesidad de defender a Marco Aurelio, de batirse por él, de responder por él? Sin duda porque le importa. ¿Le importaría si, en vez del emperador filósofo al que dice considerar como su maestro, se tratase de alguien con quien no congeniase en absoluto? ¿Sería suficiente con saber que las acusaciones son falsas para sentirse indignado y dispuesto a la acción? Debería ser así, según toda lógica, pero no suele serlo. Defendemos por lo general aquello –o aquellos– que entendemos que nos concierne, aquello que nos afecta. Nos sentimos ofendidos o agredidos cuando la injusticia se comete contra nuestra persona y sus adherencias, es decir, contra aquello (seres u objetos) que de algún modo sentimos que nos pertenece. Al defender a Marco Aurelio, Cioran está defendiéndose a sí mismo. Y es que lo que nos indigna nos indigna porque y cuando nos concierne.

Lo que nos concierne

El caso es que me da la impresión de que nos indignamos generalmente dentro de un marco más bien estrecho. Nos indignamos con razones, siempre, aunque no siempre con razón (con justicia) y por lo general no con la suficiente amplitud. ¿Falta de información? ¿Desinterés?
Un ejemplo: en noviembre de 2008 se perpetraron una serie de atentados coordinados en Mumbai. La estación de ferrocarril, dos hoteles de cinco estrellas (uno de ellos famoso en nuestro país por albergar una mesa bajo la que se refugió uno de nuestros representantes políticos) y otros centros turísticos fueron algunos de los objetivos. Murieron 257 personas. Fue difundido por la prensa internacional y por la prensa india. La prensa internacional se interesó porque seis de ellas eran extranjeras; la prensa india, porque los objetivos afectaban a los VIP. Sin embargo, no se habló de las matanzas que los habían precedido en el mes de septiembre. Tampoco nadie se acordó de las matanzas de Ayodhya y de Gujarat, que estaban en el origen de estos atentados.2 ¿Se supo algo de aquellas matanzas en nuestros territorios? Llegaron voces, sí. Pero ¿llegó a interesarnos? ¿Nos afectó? ¿Nos indignó?
Otro ejemplo: desde 1945 no dejamos de recordarnos, en Europa, el holocausto judío. Algunas voces se alzaron para recordar el del pueblo gitano o el armenio, pero ¿nos importó lo más mínimo el de los pueblos de Namibia, los de Kenia, o el exterminio del pueblo Ogoni (2006) en Nigeria? ¿Llegamos a saberlo? Y si lo supimos, ¿nos indignamos? Será cosa de la vista, dicen: ya se sabe, el corazón parece que necesita ver. Y bien es cierto que esto no se mostró, no lo vimos. Pero ¿nos hubiese afectado, de haberlo visto? ¿Nos hubiésemos sentido concernidos?
Diez millones de congoleños, siete millones de vietnamitas, dos millones de camboyanos, dos millones de kurdos, quinientos mil serbios, un millón doscientos mil argelinos, setenta mil haitianos, ochocientos mil tutsis y hutus, doscientos mil guatemaltecos, quinientos mil japoneses, trescientos mil libaneses han sido masacrados, con intervención directa o indirecta de las naciones occidentales, en los sesenta años que siguieron a la guerra de 1940-45. ¿Cuántas serán las víctimas que puedan contarse de la masacre del pueblo sirio cuando ésta termine, si es que alguna vez termina?
Desde 1967, el territorio de Gaza es una prisión a cielo abierto. En 2008, el gobierno de Israel utilizó a la población de ese territorio para ensayar una bomba compuesta de bolitas de wolframio que explotan en el interior de las víctimas desgarrándolas por dentro. En el ataque murieron 1 444 civiles palestinos, 348 eran niños y más de 6 000 quedaron paralíticos, quemados o mutilados. Al año siguiente, los bombarderos acabaron con sus molinos de trigo y su depuradora de agua. El bloqueo mantuvo a la población durante años en situación de hambruna permanente. ¿Nos movilizamos por ello o sigue pillándonos muy lejos?
Los datos, sin duda, son una realidad sumamente lábil. Se vuelven obsoletos al momento y son reemplazados por otros, más recientes, que hacen caer en el olvido los anteriores, formando así una cadena infinita de sucesos que se esfuman antes de cobrar consistencia y, mucho menos, de que comprendamos la relación que tienen con nuestra propia vida.
Veamos. Nos es de sobra conocida la cifra de los muertos (2 752) en el atentado de las Torres Gemelas, en septiembre de 2001. La población de las naciones occidentales se sintió afectada e indignada. ¿Le indignó el número de víctimas que habían dejado las más de 150 000 bombas lanzadas sobre los territorios del Golfo Pérsico pocos años antes? ¿Lo recordó acaso? La respuesta al atentado del 11S (la invasión de Afganistán en 2001 y la de Irak en 2003) se saldó con la muerte de 137 000 personas entre la población civil y dejó sin hogar a más de siete millones. No faltaron imágenes de estos episodios. ¿Nos indignaron?
Mucho se ha hablado acerca de la cultura del espectáculo y de la responsabilidad de los medios en lo que respecta a la indiferencia. Cierto es que recibimos los hechos convertidos en imagen como recibimos la ficción, por el mismo conducto y con el mismo formato, el de la pantalla. Cierto es también que, al convertirse en noticia, lo ocurrido pierde su condición singular. Las figuras son intercambiables, se archivan en carpetas con etiquetas que dicen: «emigrantes», «terroristas», «maltratadas», etc.: mercancía serializada. Ninguna singularidad, reducción a conceptos (universales). Descontextualizadas, las personas devienen en personajes sin otra vida que aquel fragmento que se muestra en la imagen. Eso sí, algunas imágenes nos arrancarán una exclamación, pero ésta responderá a lo que Kant denominaba juicio «de gusto», no a un juicio de conocimiento. Provendrá de una emoción estetizada, no de una emoción ordinaria. Formalmente seducidos por los ardides del arte, responderemos a la forma creyendo que respondemos al tema. En esto consiste la perversión del lenguaje artístico. Sin arte, en cambio, sin atractivo formal, otras imágenes, mostrando la misma realidad, nos resultarán indiferentes. Podemos seguir tranquilamente sentados en el autobús o en el metro frente a un anuncio de niños esqueléticos. Porque, más allá de la posible afectación que puedan producirnos las imágenes, ocurre que entendemos que no nos concierne.
¿Qué ha...

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