Liberar el aprendizaje
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Liberar el aprendizaje

El cambio educativo como movimiento social

Santiago Rincón-Gallardo, Santiago Rincón-Gallardo, Gabriela Enríquez Paz y Puente

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Liberar el aprendizaje

El cambio educativo como movimiento social

Santiago Rincón-Gallardo, Santiago Rincón-Gallardo, Gabriela Enríquez Paz y Puente

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Información del libro

Pocas cosas son más gratificantes para un educador que ver a los estudiantes absortos en sus proyectos, ajenos al paso del tiempo, deseosos de responder —incluso fuera de las aulas y del horario escolar— las preguntas surgidas en clase. Esta situación no tiene por qué ser un mero episodio, afortunado pero fortuito, en la vida de profesores y alumnos: para Santiago Rincón-Gallardo esa forma de aprender contiene los elementos para transformar de raíz la relación pedagógica y, así, producir profundos cambios en la sociedad. El libro que el lector tiene frente a sí desmenuza varios ejemplos de audaces apuestas que, en diversas partes del mundo y en diferentes escalas, han puesto el aprendizaje en el centro de la actividad escolar y que, con esta nueva perspectiva, han funcionado como verdaderos movimientos sociales. Tras una original revisión del sitio que se le ha dado al acto de aprender en algunas de las doctrinas educativas más progresistas, el autor explora el futuro del aprendizaje liberador e invita a profesores, directivos, líderes y funcionarios del medio educativo a ocupar tres ámbitos: el pedagógico, el social y el político, para hacer realidad un cambio cultural y, entre todos, liberar el aprendizaje.

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Información

Editorial
Grano de Sal
Año
2019
ISBN
9786079870508
Edición
1
Categoría
Pedagogía

1. Introducción

Por algunos siglos [sapiens] ha intentado parecerse a las máquinas
Ha aprendido a llegar a tiempo.
Ha aprendido a repetir después del maestro.
Ha aprendido a hacer tareas repetitivas de manera confiable.
Las máquinas son ahora mejores que [sapiens] en ser máquinas.
[Sapiens] debe ahora re-aprender a ser humano(a)
Tuit de @THESTOICEMPEROR
Las ideas son fuerzas poderosas. Moldean no sólo cómo pensamos el mundo sino también cómo actuamos en él. Nuestras formas de pensar el mundo delimitan lo que creemos posible y deseable. Hay un conjunto particular de ideas que ha influido de manera profunda en nuestro modo de pensar y actuar en las escuelas y los sistemas educativos a lo largo de más de un siglo. Se trata de la gestión científica, un paradigma que surgió en los albores de la revolución tecnológica que afectó a la industria a comienzos del siglo XX. En una era en que la producción en masa y la eficiencia se consideraban requisitos clave para el crecimiento y la prosperidad económicos, la gestión científica apareció como una idea revolucionaria. Proponía que la mejor manera de organizar la actividad humana consistía en dividir labores complejas en tareas acotadas, repetitivas y rutinarias, y en establecer incentivos externos para garantizar la ejecución adecuada del trabajo. La escolarización masiva obligatoria fue un invento que respondía a las necesidades de esa revolución de la industria, la cual derivó en oleadas de inmigrantes del campo que iban a las ciudades en busca de trabajo en las nuevas fábricas. Las nuevas sociedades industriales necesitaban un lugar al que enviar a los niños mientras los adultos trabajaban. Requerían una manera de garantizar un nivel aceptable de orden social y de prevenir el caos que podría producirse con la llegada, rápida y en masa, de nueva gente a los centros urbanos. El nuevo orden industrial necesitaba además mecanismos para clasificar a las nuevas generaciones y seleccionar a los futuros administradores de las fábricas.
Como fue el caso de muchas otras organizaciones, las ideas de la gestión científica moldearon de forma determinante las escuelas y los sistemas educativos. La organización de los estudiantes por edad, la división de la jornada diaria en bloques de tiempo predeterminados en el que cada grupo debía seguir las instrucciones del adulto en el aula y la creación de incentivos externos como las calificaciones, los cuadros de honor, etcétera, se convirtieron en —y todavía lo son— rasgos definitorios de las escuelas y los sistemas escolares. Se trataba de una manera efectiva para manejar a grupos numerosos de estudiantes.
El problema es que el aprendizaje —es decir, el aprendizaje libre y autónomo— se dejó de lado. La gestión científica supone que el trabajo es inherentemente aburrido y carente de significado —de ahí la importancia de crear incentivos externos para su ejecución—. Y en gran medida, esto es en lo que la escuela convencional se ha convertido: una serie de tareas a completar para cumplir con las instrucciones de la autoridad, sacar buenas calificaciones y obtener certificados.
En contraste, pocas experiencias están tan llenas de gozo, motivación intrínseca y un profundo sentido de libertad como el buen aprendizaje. La búsqueda de sentido a preguntas que nos importan es inherente a nuestra condición humana. Ver la chispa en los ojos de niñas, niños y jóvenes cuando encuentran soluciones a problemas que les intrigan es una de las fuentes más potentes de sentido para educadores y líderes de la educación.
Este libro trata sobre tres ideas complementarias:
aprender libera: el aprendizaje es una práctica de libertad;
el aprendizaje debe liberarse: es posible transformar las aulas, las escuelas y los sistemas educativos para ponerlos al servicio de la liberación del aprendizaje, y
el cambio educativo puede verse como un movimiento social: esto puede lograrse mediante movimientos sociales enfocados en liberar el aprendizaje.
Imagínate que por un momento dejáramos de pensar en la educación formal como una solución técnica al desafío de manejar de forma eficiente grupos numerosos de estudiantes. Imagínate que, en vez de esto, pensáramos en la educación como el desafío de despertar la capacidad innata de todo ser humano de aprender y cambiar el mundo para bien. E imagínate que usáramos esto como punto de partida para desarrollar prácticas y estrategias para liberar el aprendizaje en escuelas y en sistemas educativos completos. Este libro es mi invitación a reimaginar cómo pensamos y llevamos a cabo el cambio educativo.

REIMAGINAR EL CAMBIO EDUCATIVO

Comenzaré con la parte pesimista —prometo optimismo y esperanza unas cuantas páginas más adelante—. Como padre de dos niños y como ser humano, me preocupa profundamente el estado actual del mundo. Muchas tendencias y condiciones nos están obligando a repensar, tanto individual como colectivamente, qué es prioritario y en qué queremos convertirnos. Entre estas circunstancias están los desastres naturales —cada vez mayores y más frecuentes— causados por la actividad humana, la acelerada extinción de múltiples formas de vida en el planeta, la migración y el desplazamiento global, la exacerbación del fundamentalismo y la violencia, que se expresan en el racismo, la xenofobia y el machismo.
En este escenario desalentador, vale la pena preguntarnos qué pueden hacer las escuelas y los sistemas escolares para ofrecer a nuestras niñas y niños la oportunidad de sobrevivir, encontrar la plenitud y cambiar para bien un mundo cada vez más impredecible e injusto. Las escuelas enfrentan ya una serie larguísima de expectativas respecto de múltiples problemas en la sociedad. La educación para el futuro no consiste en agregar más cosas al montón de las que ya se esperan de maestros y líderes escolares. Más bien se trata de tomar el tiempo para redefinir nuestras prioridades y, una vez hecho esto, aprender a hacer las cosas de manera distinta.
¿Cuál es el mejor legado que la educación pública puede dejar a las nuevas generaciones para aumentar sus posibilidades de sobrevivir y encontrar plenitud en el mundo? Aprender a aprender en profundidad encabeza mi lista. Nuestras niñas y niños van a tener que enfrentar problemas más grandes y complejos que los que nosotros adultos sabemos cómo resolver, y por eso lo mejor que podemos hacer por ellos es cultivar su capacidad para aprender por su cuenta, encontrar gozo en el descubrimiento de su capacidad de aprender y convertir el mundo en un lugar mejor y más justo. La escolarización, en el mejor de los casos, se queda muy corta de estos propósitos y, en el peor, está deshabilitando a nuestras generaciones más jóvenes para el futuro. Quizá los certificados escolares, los grados universitarios, las calificaciones y los resultados en pruebas estandarizadas, entre otros indicadores de logro educativo, funcionaron por un tiempo como buenos predictores del éxito individual (ingreso, empleo, salud mental y física) y el bienestar colectivo (desarrollo económico, seguridad). Pero nos dicen poco sobre la medida en que nuestras generaciones más jóvenes están preparadas para aprender lo que sea que necesiten aprender para enfrentar y resolver los tremendos desafíos que les aguardan. Poco nos dicen si están preparados para perseguir su libertad individual y colectiva, construir democracias sólidas y contribuir a preservar la vida en el planeta. Tal como actualmente la conocemos, la escuela convencional está lejos de preparar a nuestra gente joven para lo que viene y para lo que, en gran medida, ya está aquí. Reimaginar las aulas, las escuelas y los sistemas educativos de modo que se conviertan en palpitantes sitios de aprendizaje y en ejemplo vivo de las sociedades a las que aspiramos es más urgente que nunca. Es de hecho crucial para nuestra sobrevivencia como humanidad.
Para reinventar las escuelas y los sistemas educativos se requiere también reimaginar el cambio educativo. Al hablar de “cambio educativo” me refiero al cuerpo de conocimientos e ideas que se han generado en el intento por entender y mejorar los esfuerzos por reformar las escuelas y los sistemas escolares. En las décadas más recientes, el campo del cambio educativo ha ofrecido hallazgos sólidos que seguirán siendo relevantes en la búsqueda de versiones radicalmente distintas de la escuela y los sistemas educativos convencionales. Al mismo tiempo, para llevar el cambio educativo hacia el futuro, es necesario mirar de frente dos de sus principales puntos ciegos: el aprendizaje y el poder. Y cuando los encaramos, ocurre un cambio importante en nuestro modo de entender y perseguir el cambio educativo.
Dicho a grandes rasgos, el cambio educativo, como campo de estudio, ha asumido que la educación formal —o la escolarización— es inherentemente buena y que se vincula directa e indudablemente al progreso y el bienestar. Pero la imagen que emerge es muy distinta cuando nos atrevemos a ver sus puntos ciegos. Comencemos con el aprendizaje.

¿DÓNDE QUEDÓ EL APRENDIZAJE?

Irónicamente, el aprendizaje de los estudiantes ha sido un área de interés marginal para el campo del cambio educativo. Una revisión histórica del Journal of Educational Change, por ejemplo, muestra que el aprendizaje de los estudiantes ha sido seriamente pasado por alto a lo largo de los 15 años de existencia de esa revista (García-Huidobro, Nannemann, Bacon y Thompson, 2017). Enfocada principalmente en comprender y promover mejoras escolares sostenibles y en gran escala mediante la profesionalización de los maestros, la revista ha dedicado sólo un reducido número de artículos al aprendizaje de los estudiantes. Más aún, cuando el aprendizaje recibe alguna atención, es mediante aproximaciones sumamente estrechas e imperfectas, como los puntajes en las pruebas estandarizadas, la terminación de los cursos, la eficiencia terminal, etcétera.1
En el campo del cambio educativo, se ha dado importancia al aprendizaje principalmente por su valor utilitario; por ejemplo, se considera que los puntajes en las pruebas estandarizadas son indicadores del grado de conocimiento y de las competencias para el empleo, o bien que los certificados de preparatoria son una indicación de que se está preparado para ingresar a la universidad o para emprender carreras profesionales o técnicas. Raramente se ve el aprendizaje por su valor intrínseco como práctica de libertad.
En su origen, los sistemas masivos de educación obligatoria no fueron diseñados para cultivar el aprendizaje en profundidad. El triple rol histórico que ha tenido la escuela convencional es la custodia, el control y la clasificación de los estudiantes. Con las oleadas de migración del campo que comenzaron a llegar a las grandes ciudades con la Revolución industrial a finales del siglo XIX y principios del XX, los gobiernos debieron encontrar maneras de ofrecer custodia a los más pequeños, formar a la futura fuerza de trabajo (principalmente trabajadores para realizar tareas simples) e identificar a los pocos afortunados que tendrían acceso a posiciones gerenciales. La escolarización obligatoria emergió y se estableció como la solución predilecta. El diseño de la escuela obligatoria, al igual que el de otras organizaciones y compañías de aquel tiempo, se inspiró en los principios de la gestión científica popularizados por Frederick Taylor: la división del trabajo en tareas simples y repetitivas, y el establecimiento de incentivos externos (premios y castigos) para asegurar su adecuada ejecución. Estos principios continúan influyendo en la manera en que muchas organizaciones, incluidas las escuelas, operan hasta el día de hoy. De hecho, el diseño fundamental de la escuela convencional ha permanecido muy estable por más de un siglo.
Desde luego, este último siglo ha visto el surgimiento de ideas y conocimiento mucho más potentes sobre el aprendizaje, los cuales se han utilizado para justificar la relevancia y las virtudes de la escuela. Educadores y pensadores progresistas como John Dewey, Maria Montessori, Jean Piaget y más recientemente Eleanor Duckworth y Howard Gardner han ofrecido reflexiones profundas sobre la naturaleza del aprendizaje. Pero a pesar de que estas ideas han existido a lo largo de la historia de la escolarización obligatoria, raramente han influido más que a una proporción menor de educadores, aulas y escuelas. Más bien, una escuela convencional se parece más a una prisión o una fábrica que a un entorno para el florecimiento del buen aprendizaje.
Desde luego, muchos de nosotros tenemos recuerdos agradables de la escuela. Varios podemos recordar a uno o dos maestros que tuvieron una influencia positiva en nosotros y que cambiaron nuestra vida para bien. Tiene un valor inmenso contar con instituciones que ofrecen a las y los más pequeños un ambiente relativamente seguro y estable donde estar mientras los padres trabajan. Es muy importante contar con espacios en que niñas y niños puedan socializar y aprender a vivir con otros. Pero cuando de aprendizaje se trata, el panorama es menos alentador. Después de todo, ¿qué se queda en nosotros de lo que aprendimos en la escuela, y qué tanto de eso usamos o podemos recordar?
El problema no es sólo que las escuelas no fueron diseñadas para cultivar el buen aprendizaje, sino que de muchas maneras lo obstaculizan. La escuela logra esto, a veces involuntaria, a veces deliberadamente, al priorizar la obediencia, al compartimentar el conocimiento, al sembrar el miedo a equivocarse y al concentrar la autoridad y el control en manos de los adultos. Varios críticos de la escolarización han señalado esto por décadas. En 1970, en su clásico La sociedad desescolarizada, Iván Illich advertía que, tras rebasar ciertos límites de escala, las instituciones comenzarían a dirigir sus funciones hacia su propia perpetuación, alejándose —y de hecho obstaculizando— los propósitos para los que habían sido creadas: los sistemas médicos creando enfermedad y muerte (actualmente los errores médicos se cuentan entre las tres causas principales de muerte en Estados Unidos, junto con las enfermedades del corazón y el cáncer),2 las súper carreteras creando enormes congestionamientos, las escuelas impidiendo el aprendizaje. Unos años después, John Holt (1977), apasionado educador y elocuente crítico de la escolarización, señalaba con agudeza que, si las escuelas fueran las responsables de enseñar a los pequeños a hablar, el mundo estaría lleno de mudos y tartamudos. A inicios de los años noventa, John Taylor Gato, maestro del año en el estado de Nueva York, anunciaba en un artículo de opinión en The Wall Street Journal su decisión de renunciar a la enseñanza porque no estaba dispuesto a continuar lastimando a niñas y niños. Hace una década, Kirsten Olson (2009) se propuso entrevistar a una gran variedad de profesionales consumados con la intención de identificar sus experiencias más potentes de aprendizaje en la escuela. Lo que encontró da título a su libro: Wounded by School [Herido por la escuela]. Éste fue el tema que consistentemente encontró en las narrativas de la gente entrevistada, quienes en su mayoría forjaron su éxito a pesar de, más que gracias a, la escuela. Ken Robinson, en su popular charla ted, ha explicado elocuentemente cómo las escuelas destrozan la creatividad y la curiosidad natural de niñas y niños. Más recientemente, Tony Wagner y Ted Dintersmith (2015) sostuvieron que la mayoría de lo que las escuelas están enseñando a los niños es irrelevante. Y la lista continúa.
Históricamente la escolarización ha encarnado una contradicción fundamental, que se ha hecho más evidente e intolerable con el tiempo: la escuela, institución creada para educar a nuestras generaciones más jóvenes, no sólo está fracasando en cultivar y desarrollar las ...

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