Capítulo 3
Presencia pública de los cristianos
1. Lo público y lo privado
Podemos comprender la dicotomía público-privado desde dos perspectivas distintas:
1. Lo público se caracteriza, en primer lugar, por ser visible a los espectadores; está siempre expuesto a la publicidad. Lo privado, en cambio, pertenece al ámbito de la intimidad, donde todos nos encontramos a gusto, como «en zapatillas», pudiendo prescindir de ese caparazón con el que nos protegemos de los extraños.
Desde esta primera perspectiva, la fe –como el amor y otras muchas realidades– requiere intimidad. Según Hanna Arendt, «una vida que transcurre en público, en presencia de otros, se hace superficial» 115. Por eso, en lo que tiene de relación personal con Dios, es inevitable que la religión esté protegida de la mirada de los demás. Pero incluso en lo que tiene de vivencia comunitaria es necesario excluir a los no iniciados, para proteger de la profanación a los misterios de la fe.
115 Hannah Arendt, La condición humana. Barcelona, Paidós, 21996, p. 76.
Los primeros cristianos, practicando la llamada «ley del arcano», ocultaron los sacramentos a la mirada de quienes eran incapaces de venerarlos. Incluso los catecúmenos, una vez terminada la liturgia de la Palabra, debían abandonar el templo. En la liturgia eucarística solo podían participar los bautizados. Recordando aquello, Rahner se preguntó antes del Concilio si era legítimo retransmitir una eucaristía por televisión, poniéndola de este modo ante un público indiscriminado de creyentes y no creyentes. Su respuesta fue resueltamente negativa 116. En la polémica posterior, unos coincidieron con la postura de Rahner (Guardini, Münster, Kahlefeld, Hofstede y Zink) y otros se opusieron a ella (Häring y Bardy).
116 Karl Rahner, «Messe und Fernsehen», en Sendung und Gnade. Innsbruck, Verlagsanstalt Tyrolia, 1959, pp. 187-200.
Pío XII apoyó esas transmisiones en su encíclica sobre el cine, la radio y la televisión (8 de septiembre de 1957):
Es evidente que participar por televisión en la santa misa –como lo decíamos hace algunos años refiriéndonos a la radio– no es lo mismo que la asistencia física al sacrificio divino, requerida para satisfacer el precepto festivo. No obstante, los abundantes frutos de fe y de santificación que, gracias a la retransmisión de ceremonias litúrgicas, recogen quienes no pueden asistir a ellas, Nos inducen a estimular dichas transmisiones 117.
117 Pío XII, Miranda prorsus, 32, en Colección de encíclicas y documentos pontificios, t. 1. Madrid, ACE, 71967, p. 1238.
Más tarde el concilio Vaticano II ratificó la decisión de Pío XII:
Las transmisiones radiofónicas y televisivas de acciones sagradas, sobre todo si se trata de la celebración de la Misa, se harán discreta y decorosamente, bajo la dirección y responsabilidad de una persona idónea a quien los Obispos hayan destinado a este menester 118.
118 Concilio Vaticano II, Sacrosanctum concilium, 20, en Concilio Vaticano II. Constituciones…,o. c., p. 197.
A pesar de ello no han desaparecido todas las reservas frente a esa práctica. Metz invitó hace unos años a tener un poco de «pudor metafísico» ante el Sacramento.
La misma sociedad profana –decía– conoce algo denominado protección de datos. Al parecer, la Iglesia no conoce algo así como protección del misterio 119.
119 Johann Baptist Metz, «La trampa electrónica. Notas teológicas sobre el culto religioso en la televisión», en Concilium 250 (1993), pp. 1039-1040.
2. La cofradía de los ausentes
Sin embargo, debemos reconocer que desde hace un par de siglos la Iglesia no es la locomotora, sino el furgón de cola, en el tren de la historia. Es verdad que el pensamiento social católico tuvo figuras como Lacordaire, Montalembert y Ozanam en Francia; monseñor von Ketteler, en Alemania; Toniolo, en Italia... pero no tuvo su Karl Marx y ni siquiera su Proudhon.
Jean Guéhenno se refirió una vez a los cristianos designándolos como «esa cofradía de los ausentes» 120. Expresión dura, sin duda, pero no totalmente exenta de razón.
120 Cit. en Ricardo Alberdi, Hacia un cristianismo adulto. Barcelona, Estela, 21966, p. 9.
Es verdad que no siempre fue culpa nuestra. A veces fuimos expulsados de la vida pública por un laicismo intolerante 121. Seguramente hace ciento cincuenta años influyó en esa actitud la impresión –no siempre equivocada– de que la fe solo podía inspirar políticas reaccionarias. Para muestra basta un botón: André Frossard, que fue hijo del primer Secretario General del Partido Comunista francés, después de explicar en su autobiografía que a los 20 años era «un escéptico y ateo de extrema izquierda», comenta con la mayor naturalidad del mundo que su padre descubrió su conversión al catolicismo porque le vio leyendo un periódico de extrema derecha 122.
121 Cfr. Fernando Urbina, «La expulsión de la Iglesia de la vida pública por el laicismo moderno», en Iglesia Viva 94 (1981), pp. 295-316.
122 André Frossard, Dios existe. Yo me lo encontré. Madrid, Rialp, 101985, p. 135.
Evidentemente, el catolicismo actual no suele identificarse ya con posturas tan radicalizadas y cualquier observador imparcial reconocerá que la religión es un fermento de liberación en muchos lugares y ocasiones. Sin embargo, quedan todavía representantes de aquel laicismo intolerante decimonónico que querría recluir la fe en la vida privada por miedo a introducir un factor de división en la convivencia social o bien por el temor a que la Iglesia pretenda controlar la vida pública. Por ejemplo, el coordinador del Programa 2000 del PSOE, Manuel Escudero, preguntado en la revista Iglesia Viva por la presencia pública de los cristianos en la sociedad, respondió:
Bueno, es que es un tema complejo, porque –y esto es una convicción personal– yo soy partidario de lo contrario, es decir, que la fe religiosa sea una opción de la vida privada, pero nunca de la pública. Hemos visto históricamente los excesos a que ha podido conducir lo contrario 123.
123 José Luis Sánchez Noriega, «Entrevista a Manuel Escudero, coordinador del Programa 2000», en Iglesia Viva 140-141 (1989), p. 283.
Un filósofo tan moderado como Rawls propugna la reclusión de las iglesias en el ámbito de lo privado porque, en su opinión, al creerse depositarias no de una verdad particular, sino de «la Verdad», no pueden evitar ser intolerantes con quienes defienden otras posturas. En su famosísima A Theory of Justice (1971), r...