Mujeres y violencias
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Mujeres y violencias

  1. 420 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Mujeres y violencias

Descripción del libro

Eva Giberti ha sido pionera en la investigación, análisis y abordaje de problemáticas que mucho más tarde formaron parte de la preocupación pública.
Sus textos nos desafían a una saludable desadaptación, ya que precisan del trabajo intelectual del interlocutor para completarse, como si algo de este ejercicio de distinciones conceptuales lograra entrenarnos en el pensamiento crítico.
 
La tarea constante que la autora realiza indagando lo mítico de diversas culturas destaca su capacidad para comprender la construcción, no solamente de las representaciones sociales a través del tiempo, sino de elementos fundamentales presentes en el inconsciente colectivo que están activos en el cotidiano. Los artículos que componen este libro efectúan planteos anticipatorios de temáticas vigentes, pulsantes y desafiantes en nuestra sociedad, y permiten observar el desarrollo del pensamiento teórico de Giberti a lo largo de los últimos años.

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Información

Editorial
Noveduc
Año
2019
ISBN del libro electrónico
9789875385993
PARTE
III
Patriarcado y más
INTRODUCCIÓN
I
Los ensayos y artículos que integran esta Parte incluyen las experiencias resultantes de la implementación del Programa Las Víctimas contra las Violencias, que pude crear en marzo del año 2006 en el Ministerio del Interior de Nación y luego fue trasladado a la órbita del Ministerio de Justicia de Nación, donde sigue funcionando hasta la fecha.
Dicho Programa se estructuró organizando diferentes equipos destinados a intervenir en historias de violencia familiar, delitos contra la integridad sexual y explotación sexual comercial de niños, niñas y adolescentes. Cuenta con áreas de Investigación, de Estadística, Prensa, Diseño, Informes, Recursos, Capacitación y Administrativa. Posteriormente, en el Programa se incluyó el Cuerpo interdisciplinario, proveniente de otras experiencias en el Ministerio de Justicia; en total, doscientas treinta personas trabajan en él.
Ante el llamado telefónico recibido en un Centro de llamadas que responde al número 137, atendido por profesionales, los Equipos se desplazan en automóviles policiales no identificables que transportan a una trabajadora social y a una psicóloga y están conducidos por un policía vestido como civil. Para las demandas provenientes de violencia familiar, el Equipo se hace presente en el domicilio de la víctima o en el lugar en el que se encuentre refugiada (comisaría, hospital u otro) y después de una entrevista con ella (que puede durar entre dos y tres horas o extenderse aún más), se la conduce a la Oficina de Violencia de la Corte de Justicia. Allí se sortea el Juzgado al cual habrá de recurrir. Se la acompaña al mismo; una vez que la víctima ha esclarecido su situación, se la traslada a un lugar seguro, en donde pueda permanecer con sus hijos hasta que le sea factible regresar a su hogar. Eso sucederá una vez que el sujeto violento haya sido notificado de la decisión del juez para excluirlo de ese sitio o establecer un límite perimetral que acote su presencia en el domicilio común.
Actualmente, este Programa también se ocupa de grooming y, dentro del área de delitos contra la integridad sexual, ha diferenciado una atención nacional para llamados que provienen de todas las provincias mediante la atención del número 0800-22-1717. Tanto este equipo como el que se ocupa de delitos contra la integridad sexual trabajan las 24 horas del día y durante los 365 días del año.
CAPÍTULO
15
Patriarcado y violencia familiar
Veamos algunas citas bibliográficas que responden a la modificación que se produjo en ese concepto a partir del siglo XIX, cuando perdió su significado histórico inicial referido al gobierno regido por los patriarcas, sabios y protectores conductores de grupos humanos denominados familias. Por el contrario, la extensión del vocablo tal como las corrientes del feminismo de la década del setenta y posteriores teorías feministas lo caracterizaron, ocupa el lugar de una clave insustituible en el estudio de las organizaciones familiares; su conceptualización abarca la comprensión de los fenómenos económico-sociales de la división sexual del trabajo, de los cánones que regulan las políticas educacionales, de los principios que rigen las prácticas en salud asi como la comprensión de los deslizamientos ideológicos que ciñeron durante décadas la definición y aplicación de los derechos humanos.
El patriarcado moderno se origina –hipotéticamente– en dos hechos que Cobo (1995) enumera: las ideas de la IIustración, en tanto reacción contra ellas, y factores socioeconómicos. Sin abandonar las ideas liberadoras de la Ilustración, al mismo tiempo fue necesario producir estrategias para impedir que las mujeres dispusieran de los mismos derechos que los varones, quienes postulaban ideas de libertad e igualdad, y apostaban su fe a los efectos del desarrollo de la razón (la racionalidad) humana. Asimismo, la definición de los espacios públicos y domésticos (priorizando la vida de las mujeres en ese ámbito) y la teoría de la complementariedad sexual, que sentaba sus bases en la esencialización de los caracteres femeninos y los masculinos. Dicha esencialización se fundamentaba en las caracteristicas biológicas y las consideradas específicamente psicológicas de cada sexo. Rousseau aportó el soporte filosófico a la teoría de la complementariedad, al asignar a las mujeres un lugar sociopolítico sostenido en sus características “femeninas”. Según Cobo (ob. cit.), la subordinación de las mujeres es el elemento fundamental en la concepción rousseauniana del sistema “democrático”: en el capítulo dedicado a la educación de la niña, el autor del Emilio describe nítidamente técnicas de represión e inhibición de los deseos de las niñas, para que aprendan a agradar en todo al varón. Mientras tanto, sus recomendaciones para la educación del niño en esa misma obra resguardan la identidad de este, propiciando además el desarrollo de los sentimientos morales y el raciocinio (que espontáneamente brotarían en los varones), impregnados por la libertad que le compete al hombre por naturaleza.
Estas pautas, de cuya persistencia durante siglos no caben dudas, serán las que se instituyan como modos de producción de subjetividades tanto para los varones cuanto para las mujeres. El patriarcado contibuye en la producción de subjetividades acordes con la transmisión, penetración y persistencia de ellas.
Los vínculos amorosos que se entablan entre hombres y mujeres, regidos por las desigualdades entre los géneros, coadyuvan fuertemente en la persistencia del patriarcado: las mujeres se inscriben en la dialéctica de los lazos amorosos desde la pasividad aprendida y no revisada. La energía que el género deposita en la creación y sustento de tales lazos no es ajena a la tradición patriarcal que así lo planifica. Este vínculo constituye el ingreso de las mujeres al modelo de explotación intradoméstica, ya que el argumento del “amor hacia el compañero” (esposo) (Jónasdóttir, 1993) se utiliza como soporte de la servidumbre doméstica, de la crianza de los hijos exclusivamente a cargo de las mujeres y del cuidado y atención de las relaciones familiares con el entorno: las que denominaríamos las relaciones públicas de la organización familiar.
A partir de las políticas opresoras medievales hasta las políticas pre y post industriales, el modelo transita desde la vertiente psicológica e ideológica que sostiene a las prácticas opresoras hacia la explotación de las mujeres por medio del trabajo extradoméstico. El patriarcado moderno complejiza la producción opresión/explotación mediante las exigencias de las tareas domésticas que coloca como responsabilidad de las mujeres, aunadas con los modelos de explotación intra y extradoméstica.
Según Vitale:
El patriarcado es más que una expresión del régimen de dominación en la familia: es una institución para controlar la reproducción de la vida y de la fuerza de trabajo; afianza la supremacía y el poder de un género sobre otro, condicionando el comportamiento sexual y social de la mujer (Vitale, 1987).
Por su parte, Amorós (1985) sostiene que:
El patriarcado es el conjunto metaestable de pactos, asimismo metaestables, entre los varones, por el cual se constituye el colectivo de estos como género-sexo y, correlativamente, el de las mujeres.
El patriarcado está inscripto en el poder que tienen los padres sobre sus hijos, ya sea por medio de la fuerza, la opresión, las amenazas o la represión, tanto reales cuanto simbólicas. Reproduce el modelo en su relación con las mujeres de manera tal que define a su arbitrio cuál es el lugar que ellas deben ocupar en el mundo, ya sea en las organizaciones familiares como en cualquier otra institución. Se logran estos objetivos –tendientes a disfrutar de los beneficios y satisfacciones que este ejercicio del poder produce mediante la transmisión de mitos, lenguajes/discursos, rituales, modalidades culturales (etiqueta, modas)– y la creación de estereotipos. No obstante, es preciso tener en cuenta que las prescripciones impuestas por las políticas patriarcales en materia género se debilitan por las fisuras, filtraciones que intervienen en la aplicación de sus pautas e impiden que la suya sea una política estrictamente obedecida.
Las sociedades no reproducen solícitamente las indicaciones que reciben desde normativas impuestas y si bien, como lo planteó Gramsci, se establecen alianzas entre sometedores y sometidos, suponer que exista un programa que será automática e imprescriptiblemente aceptado y seguido por las mujeres implicaría una orientación funcionalista que, con frecuencia, se infiltra en las lecturas relativas al tema género.
El patriarcado es un sistema político-histórico-social basado en la construcción de desigualdades que impone la interpretación de las diferencias anatómicas entre hombres y mujeres, construyendo jerarquías: la superioridad queda a cargo del género masculino y la inferioridad asociada al género femenino. Los sistemas patriarcales introducen el dominio sobre las mujeres y los niños y niñas y conducen a que ellas y ellos no solamente lo acaten por razones de supervivencia, sino que finalmente consientan en defenderlo o en formar parte de él como algo inevitable y natural. La capacidad de adaptación del patriarcado le permitió (y aún le permite) englobar diversas estructuras sociales, naturalizando sus prácticas de modo que, salvo el alerta de quienes se defienden de sus violencias, es habitual transigir con las pautas que introdujo en los imaginarios sociales. Para ello contó con la benevolencia y aceptación de las mujeres dispuestas a consentir con tales imposiciones, o bien debido a su ignorancia relativa a la violación de sus derechos que el patriarcado garantiza.
Fue Gayle Rubin (1975) quien definió patriarcado como sistema de sexo-género y posicionó al género como categoría analítica originaria.
Las políticas patriarcales no podrían haber persistido solamente por la presión coercitiva de sus principios; fue preciso contar con toda índole de consentimientos por parte de quienes las sobrellevaban. La socialización, el aprendizaje cotidiano en la vida doméstica, en las escuelas, en el contacto con las religiones y en los ámbitos laborales promovieron tales consentimientos, ya fuese por temor a los efectos de las desobediencias o por la convicción, paulatinamente inducida, acerca de la inferioridad de las mujeres.
El retraso de ellas en disponer de los derechos civiles, sociales, sexuales y económicos reguló durante décadas las pautas aceptadas en las organizaciones familiares. Se entendía que las mujeres no solamente debían obediencia a los varones: también carecían de inteligencia y de lucidez para encarar estudios y asumir responsabilidades que no fuesen las domésticas o las de la crianza de hijos. La vida sexual y reproductiva de ellas quedó anudada a las decisiones patriarcales; aún en nuestros días y en nuestro país, los planteos decimonónicos acerca del derecho de las mujeres a engendrar de acuerdo con sus deseos y posibilidades continúa siendo cuestionado por organizaciones de corte religioso/clerical.
La idea de poder hegemónico, que posteriormente se aplicó al patriarcado, partió de Gramsci (1975) quien lo refirió a la dominación política, especialmente en relaciones entre Estados. El marxismo extendió la definición de dominación a la relación entre clases sociales, especialmente a las definiciones de clase dominante. Sin embargo, cabe precisar que la hegemonía incluye a la cultura, así como a las ideologías que pueden entenderse como un sistema de creencias falsas, confrontables con el conocimiento “verdadero” o científico. La tradición es uno de los componentes de la hegemonía en tanto la reconozcamos como una fuente de presiones que nos llegan selectivamente desde el pasado consideradas como aquello que fue “lo bueno y lo mejor”, asociadas con la sabiduría y la experiencia.
Si combinamos cultura, ideologías y tradición en sus valencias limitantes y sofocadoras, desembocaremos en la hegemonía como forma de dominación política que se ejerce sobre determinadas personas o grupos sociales.
Gramsci destaca que el poder hegemónico ejerce su efecto no solo por medio de la coacción, sino además porque logra imponer su visión del mundo, sus costumbres (lo que denominaríamos su “sentido común”) que favorecen el reconocimiento y la aceptación de sus prácticas dominantes por parte de las personas dominadas. Laclau y Mouffe (2004), a partir de los pensamientos de Gramsci (sintónicos con las tesis del posestructuralismo, particularmente asociados a las ideas lacanianas) examinaron la hegemonía como una categoría central del análisis político. Una característica del mismo reside en lo que se considera el derecho de ser obedecido. En lo que a mujeres se refiere, la historia de la obediencia tiene antecedentes bíblicos cuya clave es política (Giberti, 1992).
En 1922, Weber (1964) considera que la dominación legítima se basa en la creencia de los dominados en la validez del orden estatuido, fundamento de su obediencia. Afirma que el de ellos no es un consentimiento pasivo, sino activo, producto del aprendizaje acerca del propio disvalor e incompetencia para enfrentar las complejidades de la realidad social. La estrategia de los discursos patriarcales genera escenas destinadas a sobrevalorar las conductas masculinas frente a dichas complejidades, así como a degradar las potencialidades de las mujeres, de modo tal que resulte imprescindible asumir la sumisión y la obediencia a quienes se reconocen como los más aptos.
Las políticas patriarcales se distribuyen generosamente en diversas latitudes socioculturales, entre ellas las que corresponden al mundo de la ciencia: las limitaciones que sobrellevan las mujeres en las carreras científicas han sido motivo de numerosas publicaciones. Sus ascensos y reconocimientos quedan permanentemente obstaculizadas por el poder masculino de sus colegas que instalan el denominado “techo de cristal”, impidiéndoles ascender y ocupar cargos de dirección o titularidades académicas. El ejercicio de estas políticas adquirió una particular forma de eficacia en el patriarcado público, como una modalidad propia de aquellos Estados que ejercen funciones tutelares sobre las mujeres pretendiendo protegerlas, pero en realidad tratándolas como menores de edad en sus legislaciones y/o en las distintas formas de asistencia (Frazer, 1998).
Las conductas de quienes durante siglos fueron colonizadas por el patriarcado refuerzan la permanencia del poder hegemónico, impulsadas por creencias falsas e ilusorias acerca de las capacidades, la fortaleza y los conocimientos puestos en práctica por los varones. Entre todas esas variables se construye un presente “preformado” (es decir, de muy difícil desactivación) cuando se pretende esclarecer a quienes han recibido el entrenamiento de los colonizados. Aun en nuestros días, la eficacia patriarcal mantiene una notoria aceptación de las funciones y actividades que, según su canónica, le “corresponden” a las mujeres y a los niños respecto de sus presencias y actividades en la familia, en el conjunto de la sociedad y en cuanto a la percepción que ellas tienen de sí mismas.
Corresponde analizar las representaciones imaginarias que con calidad de hegemónicas permanentemente producen sentidos en la convivencia familiar y social e impregnan las instituciones. Las mismas obturan los intentos de resignificar las jerarquías en la vida doméstica y en otras áreas compartidas por hombres y mujeres.
La importancia trascendente de estas representaciones reside en que, desde su nacimiento, para garantizar su supervivencia y desarrollo los seres humanos son sostenidos y acompañados por las convicciones parentales, cuyos contenidos están ceñidas por el ineludible cortejo representacional que proviene de las hegemonías transgeneracionales. Son las mismas convicciones que niños y niñas encontraron durante su escolaridad y en los contactos sociales. Más aún, este mundo representacional precede al nacimiento de los nuevos habitantes del planeta y por lo tanto constituye el paisaje, la atmósfera y la temperatura política que encontrarán, esperándolos para posicionarlos “correctamente” según sea su etnia, su posición económica, su género, la época y la geografía que los acoja para incorporarlos en la historia de su historia.
Leyendas y mitos de origen acerca de la violencia intrafamiliar
Los dramaturgos griegos dejaron constancia de los que habrían de considerarse temas clásicos en la caracterización de las violencias y el texto bíblico, persistente como guía cultural y religiosa, abundó en maldiciones y crueldades. Todos, sistemáticamente, expusieron la aspiración humana en busca de la paz y del amor conyugal y filial y el fracaso del anhelo, que se mantiene, incólume, en la ciega confianza que conduce a los humanos a insistir en la búsqueda de una entelequia, de algo que se ilusiona encontrar en esos agrupamientos organizados como familias.
Leyendas: las Danaides
Esta leyenda comenzó a circular en el siglo VII de la historia de Grecia: Poseidón, el dios del mar, concibió dos hijos, Agenor y Belo, con la ninfa Libia; este último se unió a Anquinoe, hija del dios Nilo, con quien engendró gemelos: Dánao y Egipto. Egipto recibió el reino de Arabia y Dánae el de Libia. Egipto tuvo cincuenta hijos con distintas mujeres y Dánao cincuenta hijas, llamadas las Danaides. Hubo disputas entre los dos hermanos, y Dánao, temeroso del poder de Egipto, huyó de África y se instaló en Argos.
Allí reinó durante un tiempo, hasta que llegaron sus sobrinos, los hijos de Egipto, para pedirle que olvidara la rencilla con el padre de ellos. También le informaron que tenían la intención de casarse con las hijas de él, pero ellas estaban habituadas a la vida campestre, y se movían con total libertad e independencia, de modo que esta propuesta de matrimonio las irritó y se negaron a aceptarla.
La decisión de ellas funcionó como una provocación para los varones de Argos, ciudad en la cual la fuerza, el poder y la autoridad (kratos) estaba a cargo de los hombres, y donde el matrimonio se consideraba prueba de civilización: así había sido impuesto por Hera (esposa de Zeus), la diosa del matrimonio que, mediante los desposorios de las Danaides pretendía imponer orden y civilizar a Argos. Intentaba así que dos” razas” diferentes, los hombres y las mujeres, se unieran sin violencia y convivieran en función del lecho matrimonial. Pero las Danaides se negaron a casarse, a pesar de lo cual se les impuso la ley. Antes de los espon...

Índice

  1. Portadilla
  2. Legales
  3. Prólogo. Vita Escardó
  4. Presentación
  5. Parte I. Víctimas y discriminación
  6. Parte II. La perspectiva de la obediencia
  7. Parte III. Patriarcado y más
  8. Parte IV: Feminicidio
  9. Parte V. Trata
  10. Parte VI. Violación
  11. Parte VII. Mujeres carceleras
  12. Bibliografía