IV. Diccionario de las palabras prohibidas
16. Compromiso
La palabra compromiso provoca consternación en el ciudadano postmoderno; es demasiado grave para su estómago; teme cualquier forma de compromiso, ya sea afectivo, social, político o religioso.
Compromiso es un concepto que se relaciona directamente con la privación de libertad y con la sujeción. Si uno desea permanecer en la libertad, con todas las posibilidades existenciales abiertas, con la capacidad de empezar, a cada momento, su vida, como si nada hubiera pasado, sin un legado que cargar, debe evitar cualquier forma de compromiso, pues comprometerse es atarse, y atarse es una forma de morir.
El compromiso es un valor que pertenece a los tiempos sólidos porque evoca vinculación y fidelidad. Cuando uno se compromete con algo, asume la responsabilidad de sus actos y también la posibilidad de fracasar estrepitosamente. Responsabilidad significa, etimológicamente, responder de los propios actos, asumir las consecuencias de las decisiones libres. Quien tiene la audacia de responder no escapa, da la cara.
Esta asunción de responsabilidad causa temor y temblor al ciudadano gaseoso, porque ello exige donación y entrega. Y él se ha consagrado a su autonomía personal, a su privacidad, a su independencia y no está dispuesto a entregarla a ninguna causa. Precisamente porque está instalado en una incertidumbre vital, no tiene el valor de dar el paso, de apostar, sin pruebas ni garantías, y, como teme el fracaso, prefiere mariposear de flor en flor antes que arruinar su vida por algo.
El compromiso es un valor que pertenece a los tiempos sólidos porque evoca vinculación y fidelidad.
Jean-Paul Sartre y, con él, toda la pléyade de existencialistas consideraban el compromiso (engagement) como la verdadera realización de la libertad. Desde esta opción filosófica, solo quien opta y se compromete vitalmente con una causa noble puede considerarse a sí mismo plenamente libre. La libertad, desde un punto de vista sólido, no es la mera práctica del libre albedrío, la elección entre un objeto de consumo u otro; consiste en hacer de la propia vida un proyecto existencial único e irrepetible; convertirla en una obra de arte, cuyo material es uno mismo y cuyo escultor es también uno mismo. Entendida desde el plano existencial, libertad es apostar por el todo, entregarse vitalmente a una causa que trasciende el ego.
El ciudadano postmoderno articula sus argumentos contra cualquier forma de compromiso político, sindical, social o religioso. Parte de un supuesto que ha calado hasta la médula de su ser: no hay nada que hacer, luego, el compromiso, sea cual fuere, es estéril, carece de sentido. Sufre el conocido síndrome TINA (There is no alternative), con lo cual es inútil comprometerse con algo, dar el tiempo por una causa noble. Se cerciora a sí mismo de que no hay nada que hacer, para así no hacer nada y perder su única existencia deambulando por los centros comerciales a la búsqueda de objetos de consumo que, supuestamente, garantizarán su felicidad.
No se da cuenta o no quiere darse cuenta de que frente al síndrome TINA, está el síndrome TANA (There are numerous alternatives). Edifica una pared de argumentos para salvarse de la dureza del compromiso. Otro de sus argumentos es la magnitud del mal en el mundo. Se siente minúsculo, ridículo, perdido, como una mota en el ancho cielo o como un grano de arena en la playa frente a los dramas de la humanidad, dramas que se pasean por el salón de su vivienda a través de la pantalla.
Esta asunción de responsabilidad causa temor y temblor al ciudadano gaseoso, porque ello exige donación y entrega.
Se siente solo, desvinculado, desarraigado, suspendido entre la nada anterior a su nacimiento y la nada inmediatamente posterior a su muerte y experimenta una impotencia radical para paliar los dramas del mundo. No cuenta con el valor de la comunidad, porque vive aislado, solo, para así poder salvaguardar la sacrosanta autonomía personal. Siente que su compromiso individual es incapaz de transformar los dramas del mundo, pero no percibe que, con la implicación de toda la comunidad, es posible transformar la sociedad y pacificar gradualmente el mundo.
Anclado como está en su individualismo, también gaseoso, el inquilino de este mundo volátil no percibe la potencia transformadora de la comunidad, del pueblo, de lo que Karl Marx denominó die Klasse, y ello es precisamente lo que le hace tan vulnerable e insignificante. Se siente cansado, impotente, incapaz de grandes obras. Saturado de imágenes dantescas que le asaltan día y noche a través de la pantalla, opta por el papel de espectador, pero no puede evitar lo que Jean-Paul Sartre denominó la mala consciencia (la mauvaise conscience). Se vincula con los otros por estricta necesidad, pero no percibe al otro como un don, menos aún como una bendición. En su imaginario, el otro es una limitación a su campo de libertad, un objeto hostil a su realización personal.
Anclado como está en su individualismo, también gaseoso, el inquilino de este mundo volátil no percibe la potencia transformadora de la comunidad.
17. Dependencia
En la sociedad gaseosa se teme más la dependencia que la muerte. Antes morir que ser una carga para los otros. Antes morir que ser dependiente. Este temor a la dependencia, en cualquiera de sus múltiples formas (social, económica, física, psíquica, espiritual o moral), es la consecuencia de una cultura que ha sacralizado la autonomía personal.
La autonomía, en el imaginario colectivo de nuestro mundo, se interpreta como el ejercicio de la libre voluntad (free will), como la capacidad de dirigir la propia vida sin tener que dar explicaciones a nadie. El miedo a perder esta autonomía es lo que conduce al ciudadano a mantener su soledad, a no vincularse para formar una familia.
Escribe Thomas Merton: «La herejía del individualismo: pensarse uno a sí mismo como una unidad completamente autosuficiente y afirmar esa “unidad” imaginaria contra todos los demás».17
Vivir conforme a la propia ley es, de hecho, la definición del vocablo autonomía, pero eso es excesivo para un sujeto gaseoso, con lo cual la autonomía se interpreta como el libre ejercicio de una voluntad que, arbitrariamente, cambia de objetos de deseo. La partícula consciente tiene un gran sentido de su propiedad, defiende su privacidad y su libre voluntad y entiende que su vida le pertenece, como también su cuerpo; comprende ambas categorías en clave de propiedad.
En el imaginario de nuestra cultura de masas, la vida no es un don; tampoco una tarea. Es una propiedad, con lo cual puede disponer de ella según le convenga. El cuerpo tampoco es un don recibido que debe ser acogido, cuidado y amado; es una propiedad de la que puede disponer libremente, que puede transformar, alterar, cambiar, manipular, mejorar o destruir según su voluntad.
La ecuación entre autonomía y dignidad tiene como consecuencia que cuando un ser humano experimenta que es dependiente para realizar las funciones básicas de su vida, percibe que su vida carece de dignidad, que es indigna de ser vivida. En el imaginario colectivo, la persona de éxito es autónoma, está sana, es joven, bella y esbelta.
Se teme caer en la dependencia, pero también cargar con las personas que sufren dependencia. Por eso, se derivan este tipo de cuidados a profesionales preparados para ello. Los seres humanos dependientes desaparecen del hogar, de la mesa, del entorno familiar. Son desplazados a lugares donde coexisten con otras personas dependientes, con lo cual la dependencia deja de ser un hecho de la vida cotidiana, para ser un fenómeno marginal.
Se teme ser dependiente de alguien, por eso causa estupor la posibilidad de estar gravemente enfermo, de envejecer o de sufrir algún accidente que reduzca significativamente la autonomía funcional de la persona. Y, sin embargo, esta negación de la dependencia choca frontalmente contra la realidad humana, y también contra la realidad cósmica.
Vivimos en un universo física y ecológicamente interdependiente, donde ninguna realidad subsiste por sí misma, donde todo está encadenado y forma una gran red. Esta verdad cósmica choca frontalmente contra la mentalidad del hombre gaseoso que aspira a preservar su independencia hasta el final. La sacralización de la autonomía personal entra en conflicto con esta evidencia científica, pero, aun así, el sentido de la individualidad y de la autorrealización centrada exclusivamente en el yo, se enfatiza por encima del de la comunidad y de la interdependencia.
Se teme caer en la dependencia, pero también cargar con las personas que sufren dependencia.
Esta intolerancia a la dependencia física y psíquica también choca, frontalmente, contra la evidencia antropológica. El ser humano es un ser dependiente, heterónomo y frágil que requiere, necesariamente, de los otros para poder permanecer en la existencia. Soy cuidado, luego existo. El paso de la heteronomía a la autonomía, en el caso de la condición humana, exige un largo periplo y todo tipo de cuidados. Este dato antropológico fundamental choca contra la idea de autonomía y de autosuficiencia tan arraigada en el imaginario colectivo postmoderno.18
Es tal el temor a la dependencia que incluso cuando uno percibe la vulnerabilidad en su propio ser, trata de disimularla, de fingirla con tal de evitar la calificación de dependiente por parte de la sociedad. Esta etiqueta se convierte en un estigma, con lo cual finge que es autónomo, porque teme ser marginado y rehusado por parte de la sociedad. El error radica en una visión sesgada del ser humano.
La calidad de vida incluye muchos elementos, además de la autonomía, como la calidad de los vínculos, la seguridad económica, el bienestar emocional y la percepción de que la propia existencia posee sentido.
La dependencia física no es una posibilidad excepcional en el decurso de la vida humana; es un hecho evidente en las primeras etapas de la existencia, pero puede serlo de nuevo a la mitad de la vida o en el crepúsculo. La dependencia no debería ser interpretada como un fenómeno vergonzante, porque la dignidad del ser humano, como se puede leer en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), es inherente (inherent dignity), con lo cual no depende del grado de autonomía o de heteronomía que sufre una persona.
Tampoco la calidad de vida tendría que leerse únicamente en clave de autonomía. La calidad de vida incluye muchos elementos, además de la autonomía, como la calidad de los vínculos, la seguridad económica, el bienestar emocional y la percepción de que la propia existencia posee sentido. La dependencia se ha convertido en una palabra prohibida, cuando, de hecho, jamás habíamos tenido tanta consciencia de la interdependencia de todo lo que es, tanto en el plano biológico, ecológico, como social y político.
18. Desconexión
En la era de la hiperconectividad, el pecado capital consiste en practicar la desconexión. Prohibido desconectarse de la red, estar ausente, desaparecer del escenario digital, estar ilocalizable. La conectividad es un valor al alza, de tal modo que cualquier entidad, sea una empresa, una organización no gubernamental o un particular, solo existe y tiene visibilidad si está en la red, si se accede a él digitalmente. Lo que no es visible en la red, simplemente, no existe para nadie. La conectividad es la única posibilidad de alcanzar la visibilidad y sin visibilidad no hay mercado, ni negocio. Soy visible, luego existo.
Hasta tal extremo es vivido el miedo a la desconexión como transgresión moral, que genera mala conciencia cuando se produce, de tal modo que cuando el ciudadano gaseoso está ausente por un breve período de tiempo de la red, de la comunicación on line, experimenta un estado emocional muy arcaico y poco vaporoso que se llama culpa, pues tiene la sensación de haberse perdido algo, de no haber estado donde tenía que estar. Este sentimiento de culpa es la consecuencia directa de un proceso de alienación digital que está alcanzando las máximas cotas de dramatismo.
Los adolescentes y los jóvenes que ya han crecido en el magma de esta sociedad volátil y sobreexpuesta perciben, con verdadero desasosiego, el síndrome de dependencia a la conectividad. El móvil, para ellos, no es simplemente un teléfono; es el artefacto que hace posible el nexo social, la comunicación grupal, el vehículo de iniciación a la vida tribal. Sin móvil se desvanece el grupo, la información de lo que pasa, se cae en la marginación, y esto es lo que ninguno de ellos quiere para sí.
Como consecuencia de esta hiperconectividad, el mundo laboral también se ha transformado vertiginosamente. Lo laboral invade progre...