Las mujeres del Evangelio
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Las mujeres del Evangelio

Elena Álvarez

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Las mujeres del Evangelio

Elena Álvarez

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Los relatos evangélicos ofrecen muy pocos datos sobre algunos personajes, pero la historia y la exégesis permiten reconstruir cómo se desarrollaba su vida cotidiana. Además, la propia experiencia nos revela las inquietudes del corazón humano, tantas veces similares. Las mujeres del Evangelio vivían en una sociedad patriarcal, bien lejana de la nuestra. Pero el papel de la mujer en la actualidad, como cualquier otro aspecto de la vida de la Iglesia, debe partir de la misma fuente: el Evangelio. Las mujeres rodean en todo momento la vida de Jesucristo: intuyen su llegada, se anticipan y saben ver más allá de la apariencia. Ellas serán las primeras depositarias de la noticia de la Resurrección, y entre todas ellas destaca María, Madre de Jesús y Madre de la Iglesia, icono de la santidad para todos los cristianos.

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Información

Año
2019
ISBN
9788432150562
LAS MUJERES DEL EVANGELIO
ELENA ÁLVAREZ
LAS MUJERES DEL EVANGELIO
EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
© 2018 by Elena Álvarez
© 2018 de la presente edición, by EDICIONES RIALP, S. A.,Colombia, 63, 28016 Madrid (www.rialp.com)
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN (edición digital): 978-84-321-5056-2
Depósito legal: M-36.993-2018
ePub producido por Anzos, S.L. (Fuenlabrada, Madrid)
PREFACIO
Si existe un libro escrito con naturalidad, pero para todas las personas y de todos los tiempos, ese es el Evangelio. A lo largo de su historia ha dado mucho que pensar, y que hablar, porque al final su tema es el que nos inquieta continuamente a todos: si este mundo con sus complejidades tiene un sentido; si hay un amor que nos sostenga en los aciertos y errores que cometemos a lo largo de este camino de la vida; si hay otra vida, y cómo accedemos a ella.
De todo esto habla el Evangelio, porque son las promesas de Jesucristo. De sus palabras ha bebido toda la tradición cristiana. Sobre él se han escrito numerosos comentarios y biografías que la autora de estas líneas no puede ni pretende superar. Baste nombrar, entre muchas otras, la excelente trilogía sobre Jesús de Nazaret que culmina la producción de Benedicto XVI, o su predecesora, El Señor, de Romano Guardini, con su elegante y profunda aproximación a la personalidad de Jesucristo.
Estas páginas están guiadas por otro tipo de preguntas. Los dos autores citados han señalado de forma constante que el cristianismo en su esencia es el encuentro con una persona, la de Jesucristo. Esto abre a las preguntas: ¿Qué es encontrar hoy en día a Cristo? ¿Es muy diferente del encuentro con aquellos que se cruzaron con él en su caminar terreno? ¿Qué supuso conocerle para las personas que le buscaron, o que se toparon con él?
Los relatos evangélicos ofrecen muy pocos datos sobre esos personajes concretos. Pero la historia, y la exégesis, nos permiten reconstruir cómo era la vida cotidiana entre judíos, griegos y romanos. Y la propia experiencia nos da a conocer cuáles son las inquietudes fundamentales del corazón humano, que recorren toda la historia.
Sobre las mujeres del Evangelio se han escrito muchas cosas. Es cierto que vivían en una sociedad patriarcal, que tenía sus contradicciones, al menos en algunos casos, como el adulterio o la viudedad. Quizá sea también posible que a veces se dramatice demasiado la situación de una mujer que se dedicaba al cuidado del hogar: hoy resulta impensable que una mujer carezca de formación y profesión, pero eso no convierte por sistema en injustas y negativas todas las situaciones de las sociedades pasadas. En todo caso, la Iglesia vive momentos de cambio, que incluyen la necesidad de un proceso de discernimiento sobre el papel de la mujer. Cualquier reflexión a este propósito, como en cualquier otro aspecto de la vida de la Iglesia, debe partir del Evangelio.
Las mujeres rodean la vida de Jesucristo en todos sus momentos: intuyen su llegada y su personalidad, de alguna forma se anticipan porque saben ver más allá de la apariencia, como es el caso de Isabel o de Ana, hija de Fanuel. En su trato con las pecadoras, como María Magdalena, la samaritana o la adúltera, Jesús manifiesta llamar al pecado por su nombre, pero superando los prejuicios sociales que lo agravaron cuando era cometido por una mujer. Prejuicios que también se ven superados cuando son las mujeres, María Magdalena y sus compañeras, las primeras depositarias del acontecimiento más importante del cristianismo, la Resurrección. Cristo llega a mujeres de distintas religiosidades y culturas, como la cananea o la mujer de Pilato, a quien algunas tradiciones antiguas atribuyen el nombre de Claudia Prócula. Se conmueve ante sus dolores, se deja tocar sin permitir condicionamientos debidos a las reglas externas de un puritanismo ritualista. Se conmueve ante sus necesidades y peticiones, ante su sensibilidad y capacidad de atención al ser humano concreto, que son la esencia de la maternidad física y espiritual, según aquella gran analista de la condición femenina que fue Edith Stein.
En definitiva, lo que prima para Jesús es la santidad, que se construye sobre un corazón abierto a Dios mismo y a los demás. Hay un icono para ello, que es María, Madre de Jesús y Madre de la Iglesia. El estreno de esta fiesta litúrgica coincide con el 30.° aniversario de un texto, Mulieris Dignitatem, en el que san Juan Pablo II llamaba a mirarla a ella para alcanzar una comprensión más plena del papel de la mujer en la Iglesia. La reflexión sobre ella ha quedado para el final, por la dificultad de expresar en pocas palabras la riqueza de su personalidad, y por el deseo de cerrar también estas páginas con la realidad más importante.
Hay mucho que agradecer antes de dar paso al texto. Son muchas las personas que me han ayudado a leer el Evangelio. Los más remotos son los Padres de la Iglesia, que fueron tema de mi tesis doctoral. Un poco más cerca se encuentra la invitación de san Josemaría a leer ese texto intemporal dejando volar la imaginación, para meterse en los personajes y reflexionar desde la vida cotidiana. Se encuentran mis profesores y profesoras de Teología, con quienes he tenido la fortuna de compartir docencia, en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. Más allá de las clases y lecturas formales, he extraído mucho de los diálogos con cada uno y cada una. Y son muy numerosos el grupo de amigos y compañeros que me han ayudado a pensar sobre el Evangelio y sobre la vida. Y el más inmediato es mi editor, a quien he de agradecer especialmente la ayuda y el estímulo en la realización de este proyecto.
Logroño, 22 de junio de 2018
EL DON TARDÍO
(Lc 1)
En invierno, había que cambiar la ropa y preparar el fuego para la comida y la noche. En verano, guardar los mantos de lana y preparar las túnicas de lino. Cada año, era necesario hilar y tener alguna que otra túnica nueva. El lino se sembraba al comienzo del invierno, y se cosechaba unas semanas antes de Pascua. Después se trabajaban las fibras, se hacía el hilo, y con él la tela de la ropa, en el telar comunitario del pueblo. El día empezaba por ir a buscar agua al pozo, y ver si quedaba pan en la artesa. Había que preparar la harina, si hacía falta, recolectar y cocer las verduras y, cuando había carne, desangrarla y prepararla bien, como prescribe la Ley de Moisés. Cada año en primavera, llegaba el momento de preparar la cena de Pascua y, por turnos, emprender el viaje a Jerusalén, cuando a su esposo le tocaba cuidar del servicio del Templo.
Su vida era igual a la de su madre, de quien había aprendido todo. Igual a la de sus hermanas y de todas las mujeres de Ain Karim, su querido pueblo natal. Como la de ellas, toda su infancia y juventud había sido una prolongada espera: la del día en que le encontraran un esposo, la del día de la boda, la llegada del primer hijo, y quizás otro, y otro. Todavía se podía alargar más el deseo, porque ella era de la estirpe de David: quién sabe si algún día, cuando ya no estuviera en este mundo, de algún descendiente suyo podría nacer el Mesías, el Salvador esperado. Eso sería para cualquier israelita —y para ella— el motivo del mayor honor.
De labios de su madre había aprendido la historia de la misericordia de Dios con su Pueblo, y la Ley y la lengua, pero sobre todo había aprendido las promesas, y a hablar a Yahvé. Le había pedido siempre una vida justa y fecunda, sobre todo desde que, al llegar a la primera adolescencia, empezó a acudir cada año al Templo de Jerusalén, para adorar a Dios en su morada.
Su padre le buscó un gran esposo, de la misma estirpe davídica: joven, fuerte, guapo y afable, de nombre Zacarías. No tardó en enamorarse de él, y él de ella, que se mostraba tan afectuosa, solícita y servicial. Isabel tenía intuición y sensibilidad, siempre estaba en todo. Eso no impedía que dijera a su marido verdades como puños, que él, más impulsivo, agradecía. Él pertenecía además a la estirpe sacerdotal, y desde joven servía anualmente en el Templo. También deseaba desde lo más profundo que Dios le incluyera entre los ancestros del Salvador. Compartían plenamente las mismas ilusiones, se querían mucho, rezaban juntos, y sentían las mismas alegrías y penas.
Pero la ilusión del principio se fue tornando en decepción: los hijos, tan ansiados, se hacían esperar. Se sucedían estaciones y cosechas, los campos trabajados daban su fruto, pero no había fecundidad en su matrimonio. Sus hermanas, sus amigas se iban rodeando de niños y niñas que les devolvían el afecto. Y a Isabel la miraban primero con algo de sorna, y luego con compasión. Algunas se atrevían incluso a juzgarla. Todas ellas habían ya recibido lo que toda mujer espera, pero a ella se le terminaban demasiado rápido las tareas, porque solo eran dos en casa. Ayudaba cuanto podía a las otras madres, sobre todo para enseñar a los niños la Palabra de Yahvé. Pero no podía evitar esa nostalgia, que afloraba en sus conversaciones con el Señor: ¿por qué había puesto en ella ese deseo tan firme, si no se iba a realizar?
Entre todos los niños que conocía, tenía debilidad por María, aunque no era de su pueblo. Era hija de Joaquín, su primo. Se veían muy poco, a veces en Jerusalén, con motivo de la Pascua, otras en los pasos de caravanas. María había nacido poco antes de su boda. Aquella pequeña risueña, bailarina y alegre, le ganó el corazón desde el primer momento, y la quiso desde el principio como a la hija que hubiera deseado tener. La veía crecer, y reconocía en ella una piedad especial. Se dirigía a Yahvé con una naturalidad excepcional, que algunos solo lograban después de largos años, y muchos no conseguían nunca. Le trataba como a alguien realmente querido, cercano. Como a un padre.
La vida seguía su curso normal en Ain Karim, hasta que llegó un invierno diferente. Zacarías tenía turno para servir en el Templo. Emprendió el camino, breve, hacia la ciudad santa. Y regresó mudo. Tuvo que recurrir a una tablilla para contar a su mujer la visión del ángel, su falta de confianza… y sobre todo, la gran noticia: Isabel iba a tener un hijo. Se llamaría Juan y precedería al Mesías, para preparar al pueblo y disponerle a recibir a quien había esperado durante siglos. Los rostros de Isabel y Zacarías no cabían de gozo, Dios contaba con ellos en primerísima línea. Ahora ya no había dudas. El don, que tanto se había hecho esperar, estaba aquí. Dios no se deja ganar en generosidad, y además le gusta sorprender, «jugar con el orbe de la tierra», «son sus delicias estar con los hijos de los hombres» (Prov 8, 30-31).
Isabel tardó solo unas semanas en sentir que su cuerpo cambiaba. Tenía ciertos temores a que algo fallara, o de no estar a la altura de las circunstancias en los planes de Dios. Quería cuidarse, proteger a aquella criatura que iba formándose en sus entrañas, pero sobre todo necesitaba rezar… y agradecer. Salía muy poco de casa, le ayudaban en todo Zacarías y sus hermanas. La mudez de su esposo y los cambios que experimentaba en su propio cuerpo ya daban a entender que ese niño venía por una intervención decidida de Yahvé, y todo el pueblo observaba con expectación callada.
Pasaron días, semanas, y Juan crecía fuerte dentro de ella. Los vecinos de Ain Karim la miraban con sorpresa y admiración. A Isabel le costaba moverse, le dolían la espalda y las piernas, no era fácil encontrar una buena posición para dormir. Y el pequeño Juan se movía dentro, con ilusión de vivir. Su madre veía ya cerca el momento del parto, y le inquietaba, aunque había ayudado anteriormente a muchas vecinas, porque ella era mayor, sobre todo para la primera vez. Entraba la primavera con fuerza. Cuando terminara, su niño estaría aquí.
En una caravana que pasaba, sin previo aviso, se presentó María. Isabel le salió al encuentro en cuanto la vio de lejos, y en ese instante Juan dio un salto que la estremeció en lo más profundo. «El mismo Dios os dará una señal: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios con nosotros» (Is 7,14). No sabía por qué ni quién se lo había soplado (podía incluso venir de lo alto), pero ató todos los cabos: su niño era el precursor, y su prima, aquella joven que se dirigía a ella por el camino, la madre del Salvador. ¿No había pensado siempre que tenía una familiaridad especial con el mismo Altísimo? Por eso Juan se estremecía de alegría en su seno, y quería que también ella participara, le comunicaba esa euforia inesperada. Entonces Isabel estalló de alegría al saludarla. Se unió de todo corazón a las palabras de María, dando graci...

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