La boca del Monte
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La boca del Monte

Los orígenes de San José

  1. 180 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La boca del Monte

Los orígenes de San José

Descripción del libro

San José, capital de Costa Rica, aflora como pueblo en 1755 por mandato violento de la Alcaldía de Cartago. El sacerdote Juan de Pomar y Burgos llega a consolidar el lugar conocido como La Boca del Monte o La Villita, pero para ello debe enfrentar la oposición del teniente Francisco Castro, así como el misterioso embarazo de la bella María de Mora, quien atribuye la paternidad de su futuro hijo al patriarca de la ermita, San José."Considero que La Boca del Monte contribuye a la enseñanza popular de la historia y cumple una función en la construcción de una memoria e identidad de San José". Ana María Botey, Historiadora UCR

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9789930580233
Categoría
Literatura

CAPÍTULO II

I

Los cerros de Escazú reverdecían como en acuarela, para hacerse uno con el incipiente verano y el jugueteo violento o terso de los vientos alisios. Ese verdor era matizado con el blanco floral de los tubus, el rojo intenso de las bromelias o el lila azulado que emergía entre follajes dispersos y dominantes. La paz del bosque húmedo sería solamente quebrantada por el crujir del ramaje despeinado o el grito descomunal de los pericos en bandada.
Había también, ahora al pie de esas montañas, otras aves bullangueras e incisivas. Tal era el caso de un yigüirro pardusco que desde inicios de diciembre se posaba en un olmo cercano a la casa de los Mora, despertándolos con su musical aflautado y repetitivo. Durante los primeros días, la familia toleró la iniciativa del pájaro e incluso el cumiche se encaramó en el árbol tratando de encontrar un posible anidamiento. Sin embargo, ya cansados de los conciertos matutinos, llegaron a la conclusión de que el yigüirro era un ser depravado, que investido de evidente sadismo disfrutaba torturarlos cada madrugada. Merecía, por tanto, su pronto exterminio.
Con mayúscula misión salió Ricardo a buena mañana metido dentro de un viejo capirote, incapaz de apañar fríos y temblores. Aún estaba oscuro y el sereno era un látigo feroz sobre su piel, arrancada del lecho acogedor. Primero pensó en abatir al ave de un plomazo, pero ello podía enviar un falso mensaje a los vecinos, que se hallaban en permanente alerta por el desa- lojo. Resolvió entonces utilizar una piedra de mediano tamaño, puesto que se sabía poseedor de una excelente puntería.
Tomó del suelo una roca con el peso recomendable y caminó despacio hacia el árbol. María se asomó por la ventana y su padre le hizo un gesto para que guardara silencio. Ella reprimió un suspiro. El mirlo pardo pareció entender que a él se le ordenaba el mutismo porque dejó de cantar, quedándose inmóvil sobre la rama. Eso no importó mucho, dado que Ricardo lo tenía en la mira. Levantó lentamente su brazo, cogió un leve impulso y disparó con fuerza.
La caliza pasó rozando al pájaro sin impactarlo, pues había iniciado el vuelo. El hombre se apresuró a enviar un segundo proyectil, hacia un blanco ya inexistente. Iba a expulsar un ineludible grito de enojo, cuando a la distancia vio acercarse un pequeño grupo de personas.
Desde lejos solo se observaba la luz débil de un candil y unas siluetas oscuras moviéndose en procesión sobre la ruta arcillosa. Ricardo los esperó. Su hija estaba entonces en la puerta principal, burlándose del error del padre, sin percatarse que este tenía su mente en otro objetivo.
Era Juan Cristóbal Álvarez, quien se aproximaba junto a su mujer y sus tres hijos. Los acompañaba un morcillo con varias alforjas colgando de su lomo. El primogénito portaba una jaula desvencijada en la cual estaban apiñados dos gallos y una gallina. Los demás también llevaban herramientas, telas, botellas y alimentos, que alzaban trabajosamente por su dimensión e incomodidad.
—¿Qué horas son estas, don Cristóbal, para salir a pasear? –dijo Ricardo antes de que el grupo llegara al frente de su casa.
—No paseamos, amigo –señaló Álvarez con una incomodidad evidente.
Juan Cristóbal era un hombre robusto, alto y moreno, acostumbrado a las arduas faenas del campo. Se le conocía por su carácter reservado, pero además explosivo, y por el prolífico alambique que de manera clandestina administraba.
—Intuyo entonces que se están trasladando –replicó Mora en tono punzante.
—Sí, Ricardo, ¡ya déjenos tranquilos! Usted sabe para dónde vamos –intervino Ester, la esposa del campesino.
—¡No deben partir! –vociferó el cañero muy exaltado contra la mujer–. Es de cobardes abandonar una lucha justa.
De inmediato, Álvarez se le fue al cuerpo, estrellándolo contra una superficie empedrada. Allí lo golpeó en el rostro con un furor abusivo, haciendo imposible la defensa. Sus tres vástagos acudieron prestos a separarlos, mientras María y Elena salían de la vivienda escandalizadas para proteger a Ricardo, que sangraba demasiado por la nariz y no podía levantarse.
—¡Es usted un loco! –afirmó Elena con sus ojos hinchados y desafiantes.
Juan Cristóbal jadeaba mucho, y su mujer trataba de tranquilizarlo. El niño menor, con apenas ocho años, lloraba al lado de la jaula que su hermano había lanzado al suelo.
—Seré cobarde, pero no idiota –escupió Álvarez, acercándose al hombre caído–. Nuestra causa está perdida Mora, ¡acéptelo! ¿O va usted a oponerse a la sentencia de la Real Audiencia de Guatemala?
—¿Ya se pronunciaron? –balbuceó Ricardo.
El labrador, que bajó aquella madrugada de los cerros de Escazú con su familia, no respondió. Solamente se limitó a recoger sus cosas y seguir el viaje, con idéntica parsimonia. Todo alrededor era un silencio, por la ausencia de aires, pericos y zorzales.
Los Mora sabían que hacía unos meses, la Gobernación había sometido su queja a la Capitanía General, la cual (como conocieron luego) dictaminó de forma negativa para ellos el día nueve de diciembre de 1755, indicando que los habitantes del valle de Escazú “están viviendo contra toda ley cristiana y política y falta de sociedad civil que, entre todas las gentes, aun las más torpes, se observa. De su continuación en dicho valle pueden resultar graves perjuicios a la observancia de los divinos preceptos, leyes humanas y obediencia a Su Majestad y sus Ministros. Vuestra Señoría ha de ser muy servido en mandar que el gobernador actual los agregue en la forma proyectada a dicho pueblo de San José de la Boca del Monte”.
El sol tejía sus primeras luces y Ricardo lograba ponerse en pie. Del empedrado atrapó una piedra más liviana que la primera y la arrojó con violencia contra el inocente olmo. Después dejó nacer el grito que se columpiaba en su corazón, ya no por causa de un locuaz emplumado, sino por razones más desgarradoras y existenciales.

II

Un enorme tigre nambue iba a devorar a Tamacha. La niña corría hacia su padre, pero Rafael no la podía alcanzar, al estar atado con gruesas cadenas blancas a una columna de cerámica. Tamacha pedía auxilio y el varón indígena, impotente, le ofrendaba al felino una vaca marchita, a cambio de no lastimar a su hija. Pero el animal salvaje tenía su apetito definido y entonces avanzaba acechante.
—¿Dónde tá Tami, mi tesoro de jade? –se preguntó el hombre al recuperar abruptamente su vigilia, siendo ella en tal caso, el abordaje a un mundo mucho peor que el de las pesadillas.
Sin incorporarse de la hamaca, notó que ni Teresa ni Tamacha estaban dentro del palenque. Rafael tenía un poco de jaqueca, debido al exceso de chicha consumido la noche anterior y, además, sentía un calor tan sobado como el líquido bruto que bajó por su gañote. Sería porque la choza, levantada a duras penas con sus manos agrestes, era hervidero ingrato de día y manto glacial de noche.
El humo de la leña al fuego le avisó que su cónyuge estaba cocinando en la improvisada fogata que encendían afuera, a falta de hornillo. Caminó despacio hasta la puerta y al mirar a Teresa en tan viva ocupación, se quedó colgado de un briznar contemplativo, dejando sentir como suyo el palpitar intenso de aquella alma femenina. Empero, ella interrumpió su trance, quizá cargado de efluvios etílicos, con una dosis de verdad, a veces necesaria.
—Hoy solo tenemos dos papas pa’ comé. Voy a hacer sopa, a ver si alcanza –le dijo sin mirarlo.
Rafael era un bloque rojizo, chorotega y mangue; con una frente rayada por las penas y la mirada tan oscura como su cabello y su esperanza. No obstante, sabía reír y así enseñar los tres dientes que por gracia del realismo mágico danzaban en su boca. Esa mañana obvió el lamento de Teresa, porque cuando la mujer habló, pudo descubrir que Tamacha estaba allí, a escasos pasos de la choza, lejana de los tigres hambrientos y divirtiéndose con un guacal quebrado.
Tuvo el deseo de correr hacia la niña y pegarle un beso que fuera amuleto protector, pero su pulsión fue otra vez cautiva del reclamo artero.
—Y ni siquiera se levanta temprano pa’ ordeñá a la vaca –continuó Teresa.
Vio a la vaca Chela y Chela lo vio a él. Pensó que al menos alguien de la familia lo miraba a los ojos e imaginó que el rumiante quería explicarle la razón por la cual, desde hace tres días, dejó de generar leche. ¡Vaca torpe!; con ese desplante pagaba la deferencia que él tuvo, al reservarle un humilde establo para su morada, junto a la choza aciaga que edificó en el arrabal adonde los empujó Pomar y Burgos.
—Chela no da leche –murmuró Rafael, con palabras haraganas.
—¿Qué dice? –preguntó Teresa, invadida por los vapores del caldo.
—Que la vaca ya no da leche, tá muy vieja la pobre.
—El viejo vagabundo es usté, Rafael. ¿No será que se secó por falta de ordeño? ¿Qué vamos a hacer si Chela no produce? –replicó Teresa, ahora con la angustia lacerando sus emociones.
—Pos habrá que matala. Con la carne algún zapotillo o cacao conseguimos –sugirió el chorotega, provisto de una abrumadora matemática.
La propuesta resonó, como insulto volcánico, en los oídos infantiles de Tamacha. Adoraba a Chela pues era la fuente de un manjar cremoso y la mejor compañía en largos transitares matutinos, entre pastizales. Sus siete años, bien respirados, serían vacuidad y pereza sin la presencia del feliz cuadrúpedo.
Tamacha era una niña dulce, con un espíritu sensible y chispeante. Se parecía mucho a su padre, no solo porque también estaba chimuela, sino por el hecho de encarnar el temple de su etnia, de discurrir artesano, con habilidades manuales innatas y la gracia prodigiosa para la música y el baile.
—¡No quiero que la mate, pa! –gritó, mientras terminaba de reventar el guacal contra el suelo.
Luego salió corriendo hacia el bosque, encaramada en un berrinche intrépido y veloz. Pero una criatura hermanada con el jade nunca es capaz de llegar tan lejos y por eso su padre pronto le dio alcance. Alzó a Tamacha bruscamente, hasta que la niña lloró desconsolada sobre su pecho, cuando Rafael la abrazaba. Entonces, en ese momento infinito, recordó su pesadilla, y aborreció sospechar que sus brazos musculosos y fuertes eran garras de nambue para la pequeña.

III

Era nochebuena. Los vecinos de Villa Nueva crearon...

Índice

  1. Cubierta
  2. Inicio
  3. Dedicatoria
  4. Prólogo
  5. Epígrafe
  6. Ermita de San Joseph de La Boca Del Monte 1755 - 1756
  7. CAPÍTULO I
  8. CAPÍTULO II
  9. CAPÍTULO III
  10. CAPÍTULO IV
  11. FINAL
  12. Créditos
  13. Libros recomendados