Historia de España moderna y contemporánea
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Historia de España moderna y contemporánea

Decimaoctava edición actualizada

  1. 432 páginas
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Historia de España moderna y contemporánea

Decimaoctava edición actualizada

Descripción del libro

Desde la época de los Reyes Católicos hasta nuestros días, este manual ofrece una síntesis rigurosa y bien documentada de la Historia de España. Las numerosas ediciones de este libro avalan su excepcional calidad por encima de los apasionamientos que suscita nuestra historia. Esta decimoséptima edición ha sido actualizada por el autor.

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Información

Año
2015
ISBN del libro electrónico
9788432140693
Categoría
Historia

VI. Siglo XX

1. La España de los problemas

Este sentido preocupado y problemático a que acabamos de aludir procede, en gran parte, de la actitud crítica y polémica con que se inició el siglo. Puede decirse que hasta 1898 aproximadamente la palabra «problema» se había reservado a las cuestiones matemáticas; a partir de entonces, el término se aplica en profusión al campo político, ideológico o social, y se habla de «problemas» por todas partes. Envolviéndolos a todos, empieza a plantearse ya el tan famoso y escurridizo «problema de España».
Las razones de esta nueva actitud de análisis y censura hay que buscarlas en un grupo intelectual —la llamada «generación del 98»—, que da forma a la crisis provocada por la derrota en la guerra de Cuba, pero que responde a una postura ya anterior, y que no se limita, tampoco, a una escuela de escritores y ensayistas. Es evidente que existe por entonces un prurito problemático que, hasta cierto punto, exageró la autocrítica de los españoles y enrevesó aún más los planteamientos: hasta el punto de que tal vez no sea exagerado pensar que el problema más grave de todos fue la manía de los españoles por crearse problemas. Pero también se puede rastrear en la actitud de entonces el deseo de acertar y de buscar bases nuevas sobre las que asentar la vida del país. A la crítica despiadada de los años inmediatamente posteriores al 98 sigue el regeneracionismo, un movimiento vago, pero renovador que pudo alcanzar encauzamientos definitivos, y que, en el fondo, nunca se extinguiría del todo.

El espíritu del 98

Exista o no, en sentido estricto, una «generación del Noventa y Ocho», lo indudable es que por los primeros años del siglo XX aparecen en el mundo de las letras y del pensamiento españoles una serie de autores de indudable personalidad, y en los que, con todas las diferencias que quieran señalarse —y fáciles de señalar, porque son todos ellos muy personalistas—, aletea un estilo común y una ideología que puede reducirse a la unidad. Azorín, Unamuno, Valle Inclán, Benavente, Antonio Machado, Pío Baroja, Joaquín Costa, pueden ser poetas, filósofos, ensayistas, dramaturgos, y pueden diferir en sus ideas políticas o estéticas; pero a todos ellos les «duele España» y todos ellos tienen una forma moderna, directa y cruda de plantear las cosas; lejos de los eufemismos y las convenciones decimonónicas, son hombres ya del siglo XX.
En sus obras predomina la crítica, hasta el despiadado poner el dedo en la llaga, para señalar —o exagerar— el mal. La rutina, la ignorancia, la desidia de los españoles y sus Gobiernos son el tema favorito de los hombres del Noventa y Ocho, sobre todo en los primeros años. Y dos ideas complementarias: una, la de que España debe vigorizar sus fuerzas materiales, su economía, su trabajo, su organización, su cultura, de acuerdo con las ideas «modernas», y rompiendo totalmente con las viejas tradiciones. La frase, tomada de Costa, y repetida con ligeras variantes por tantos publicistas: «despensa, escuela y siete llaves al sepulcro del Cid», expresa bastante bien esta actitud. La otra, la de que nuestro mejor programa consiste en imitar a los países más adelantados: tenemos que «desafricanizarnos» y «europeizarnos» a toda costa. El grupo del 98 fue el verdadero creador del «mito de Europa», como si lo español no tuviera nada de común con lo europeo, y como si «Europa» fuera, en cambio, algo unitario, es decir, como si Gran Bretaña, Italia, Dinamarca o Bulgaria fuesen un todo tan uniforme entre sí como opuesto a España.
Sin embargo, con los años, la actitud mental del grupo del 98 cambió bastante en este campo, hasta enraizar el regeneracionismo con el casticismo. Las meditaciones sobre los campos ascéticos de Castilla, el espíritu que informa el arte hispánico, el sentido sobrio del labrador que se mueve de sol a sol sobre la tierra parda, dieron a aquellos hombres la medida de los valores tradicionales y autóctonos. España tiene que despertar, que superar la rutina, la pobreza y la vulgaridad; pero ha de hacerlo por sí misma, y no con módulos de fuera que no nos sirven. Unamuno, que era uno de los europeístas a ultranza, acabaría invirtiendo los términos y hablando de «españolizar a Europa». Se generalizó así el regeneracionismo, un movimiento que tuvo su traducción a la política y a la conciencia misma de los españoles. El regeneracionismo pudo ser un despertar sin precedentes, y como tal fue intuido por muchos en su tiempo. Las circunstancias históricas lo malograron; pero aun así, aquel espíritu renovador no desaparecería nunca del todo en todo el resto del siglo XX, y alumbraría nuevos e inesperados impulsos.

El problema político

La generación del 98 abrió la crítica despiadada al régimen de la Restauración. Hasta entonces se habían considerado más que nada sus ventajas; desde entonces se hace hincapié en sus defectos. Lo que se censura es el exclusivismo (Baroja la veía como «un grupo de políticos que miran al Estado como si fuera una finca»), la rutina, la farsa de lo legal, la corrupción electoral, el caciquismo, y, en suma, cuanto el régimen de la Restauración tenía de tramoya teatral y de consagración casi oficial de la hipocresía. Otro fallo que se critica —y especialmente por los propios políticos— es la falta de contenido doctrinal, la vaciedad de los partidos, que viven y disputan solo por los intereses concretos de sus miembros.
Sobre todo en los últimos años, Cánovas había hecho de la política un arte de contemporizaciones y oportunidades, en que la doctrina había sido sacrificada al arreglo; por su parte, Sagasta opinaba que el mejor gobernante era el que menos se hacía notar, y que la política consistía únicamente en tutelar, «pastorear» la situación. Cánovas había muerto en 1897. Sagasta cayó en 1899, tras el desastre de Cuba. Subió entonces al poder un conservador disidente, Silvela, partidario de una política clara, de ideas y programas, libre de arreglos entre bastidores y pequeños intereses caciquiles: «una política de los españoles para los españoles». El intento, en plena efervescencia regeneracionista, fue bien recibido, pero Silvela, más teórico que político práctico, tropezó con dificultades, y prefirió retirarse muy pronto.
El caudillaje del movimiento regeneracionista fue heredado por un político de ideas parecidas, pero más empuje: Antonio Maura. Aunque Maura no fue jefe del Gobierno, por estos años, más que en 1903-1904 y en 1907-1909, toda la primera década del siglo puede ser llamada «época de Maura», y gira indiscutiblemente en torno a su figura. Lo nuevo en Maura no eran las ideas, que ya pueden encontrarse en Silvela, en Polavieja o en los teóricos del regeneracionismo, sino el estilo. Un estilo joven, revolucionario y hasta increíble en un político de derechas; Maura arrastraba a las masas, y afirmaba con lenguaje nuevo: «Nosotros somos enemigos de las digestiones sosegadas…, somos perturbadores en el Gobierno…» Lo que pretendía era una revolución desde arriba que llenase de savia nueva y sana unas instituciones gastadas. Su idea central consistía —para utilizar los términos acuñados por Costa— en hacer que la España oficial fuera regenerada por la España vital, es decir la auténtica.
Para ello se hacía preciso reformar las instituciones y dotarlas de autenticidad, o hacer que los partidos dejasen de ser clientelas personales o amparo de intereses para hacerse el reflejo de los más amplios sectores de opinión del país; en suma, hacer que el Estado tuviese alma. Pero, al mismo tiempo, exigía Maura que el pueblo se acercase al Estado, mediante una vigorización del sentido cívico, o, como él decía, de la «ciudadanía». Llamó a los españoles a sentirse incorporados a la cosa pública, y transformó el voto, de un derecho, en un deber, al declarar el sufragio obligatorio.
Su Gobierno se caracterizó por la honradez y la actividad, aunque no logró, ni mucho menos, todo lo que se proponía. Multitud de temas fueron atendidos, desde la reconstrucción de la escuadra hasta la seguridad social. Quizá su mayor interés se centró en torno a la nueva Ley de Administración Local, que fue el intento más serio que se había hecho hasta entonces para moderar un centralismo frío e ineficaz, que había sido el motivo constante de casi todos los Gobiernos desde los tiempos de Isabel II.

El problema regionalista

Si la «revolución desde arriba» pretendía adelantarse a la revolución desde abajo, el proyecto de Ley de Administración Local quería atajar un nuevo problema que por aquellos años empezaba a plantearse en España. La crisis del 98 había suscitado un resurgir de los regionalismos, especialmente en Cataluña. Por un momento pareció que la Barcelona industrial, culta y «europea» de comienzos de siglo, que leía a Nietzsche y se entusiasmaba con la música de Wagner, iba a convertirse en cabeza de la nueva España regenerada; así lo entendía Maragall, quien profetizaba que «España resucitaría transfigurada por Cataluña», y una atención especial a los problemas del Principado figuraba en los planes de Silvela y Polavieja. Pero el fracaso de Silvela y la tradición centralista del régimen fueron proporcionando al regeneracionismo catalán un carácter autárquico y hasta independentista; sobre las ideas de Maragall predominaban ahora las de Prat de la Riba, teorizador de una «nacionalidad catalana». Comenzaban así a plantearse en España los regionalismos; al catalán seguiría el vasco, luego el gallego, y todavía algún otro.
En 1901 acudieron ya a las Cortes cinco diputados catalanes pertenecientes a la Liga Regionalista, vinculados todos ellos a la vida intelectual o económica de Barcelona. El movimiento progresaba lentamente, cuando en 1905 un incidente le dio alas de pronto. Un grupo de militares asaltó la redacción de dos periódicos catalanistas que habían dirigido ataques al Ejército. El Gobierno liberal de Moret, más por debilidad que por convencimiento, dio la razón a los militares, y toda Cataluña, olvidando matices y partidos, se reunió en un frente común, Solidaridad Catalana, que cobró al momento una fuerza irresistible. En las elecciones de 1906, prácticamente todos los catalanes votaron a la Solidaridad, que llegó así a las Cortes como una fuerza inmensa.
Con aquella fuerza se enfrentó Maura cuando subió al poder en 1907. «Abriré un cauce —anunció a los catalanes— que vosotros no tendréis agua suficiente para llenar.» Se refería a la Ley de Administración Local y demás planes descentralizadores. La Ley no prosperó en las Cortes, como Maura esperaba; eran muchos los intereses creados que venía a romper. Pero en las propias discusiones se rompió también el frente de la Solidaridad Catalana, que pronto iba a disolverse en la inoperancia. Un grupo, dirigido por Cambó, aceptó los planes del movimiento que Maura dirigía, sobre la base emblemática de «una Cataluña grande en una España grande». El catalanismo tendía a encauzarse y convertirse en fuerza constructiva, tanto para el Principado como para la nación. Maura acabaría cayendo antes de que la mayor parte de sus ideas descentralizadoras se hubiesen llevado a cabo, con lo que el problema volvería a plantearse con mayor virulencia. El centralismo y el caciquismo quedaban denunciados, eso sí, pero no resueltos.

El problema social

La pérdida de Cuba y Filipinas provocó una crisis económica aguda, aunque pasajera. Esta crisis se superó sorprendentemente pronto, mediante una corriente de fusión de capitales y empresas. La industria mediana o pequeña salió perdiendo, o se hundió, en beneficio de aquella que podía disponer de fuertes reservas; el resultado fue una tendencia generalizada, por los primeros años del siglo XX, a la concentración industrial. Lo que podía quedar del viejo patriarcalismo artesano desapareció. El obrero trabajaba ya en factorías inmensas, en las que muchas veces ni conocía al dueño, ni sabía siquiera su nombre. Concentración masiva y mayor distanciamiento entre empresarios y trabajadores: dos circunstancias muy proclives a la tensión social.
Por otra parte, sería preciso estudiar lo que Brenan llama «el 98 de los obreros». Hubo, al parecer, en el mundo proletario una especie de crisis de actitudes y toma de una nueva conciencia. Se comprendió que con doctrinas utópicas y con iniciativas individuales no se iba a ninguna parte. Lo que hacía falta era organizarse, unirse y operar bajo consignas fijas, de acuerdo con una disciplina. Se originó así un fenómeno curioso: el socialismo, que hasta entonces había medrado difícilmente y contaba con fuerzas ridículas al lado del anarquismo, comenzó a tomar un auge insospechado apenas iniciado el nuevo siglo. La UGT pasó en dos años de 6.000 a 26.000 afiliados, llegando en 1908 a 35.000. Por contra, los anarquistas descendieron, solamente en Barcelona, de 45.000 en 1902 a 10.000 en 1909. Cierto que seguían siendo más, pero el socialismo, con ideas más claras, buena organización y hombres disciplinados, demostraba una eficacia mucho mayor, como se vio en las primeras huelgas generales de Bilbao y Santander (1903-1906).
Los anarquistas comprendieron que tenían que cambiar de sistema. Así fue cómo el anarquismo utópico de Bakunin fue abandonado por completo, para recurrirse al anarcosindicalismo de Kropotkin. Los anarquistas seguían sin reconocer jefes ni forma alguna de poder; pero se organizaban en sindicatos y en comités, donde se tomaban las decisiones y se coordinaban los planes. La tendencia al terrorismo, iniciada ya a finales del siglo XIX, se generalizó en la primera década del XX, no solo en España, sino en la mayor parte de Europa. El joven rey Alfonso XIII, símbolo por aquellos años del regeneracionismo español, sufrió un atentado en París en 1905 y otro en Madrid el día de su boda con doña Victoria Eugenia de Battenberg; el monarca resultó ileso, aunque la intentona produjo numerosas víctimas.
Pero el gran acto de fuerza del anarquismo fue la Semana Trágica de Barcelona, en julio de 1909. Un nuevo problema, el de Marruecos, estaba planteado desde que en 1902 fue concedida a España una zona de influencia en el norte d...

Índice

  1. Portadilla
  2. Índice
  3. Introducción
  4. I. La época de los Reyes Católicos
  5. II. El siglo de la expansión hispánica
  6. III. El siglo del barroco
  7. IV. El siglo de las reformas
  8. V. El siglo de las revoluciones
  9. VI. Siglo XX
  10. Créditos